SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Monday, February 20, 2012

La instrucción trece



“¿Mi amor, cuándo vienes?...”, le decía a su marido por teléfono.

Se quedaba mirando un retrato de él que tenía de dieciocho por veintitrés centímetros, a todo color sobre el velador; posaba achinando sus ojos desviados y con los iris de diferentes colores –uno pardo y él otro medio amarillo-; se hacía el gracioso, sacando una lengua desproporcionada, cochina, que le cubría todo el mentón.


“Es que te quiero mucho, extraño tus caricias, te necesito, te necesito, mi Ojitos.

“Yo también a ti, y mucho, mi Cuqui (La llamaba así para no decirle Cuco pues los dos competían en fealdad.) Te amo mi cielo, corazoncito de melón, caramelito de canela”, le contestaba el marido, sentado en su oficina. Abrió su billetera y sacó también una foto de ella en la que sonreía, tenía unos lentes ya pasados de moda; una verruga negra, asquerosa, le cubría la tercera parte de la nariz, y el diente incisivo central superior necrosado. La contemplaba y contemplaba, enamoradísimo: “Ya pronto termino y me voy volando, sí.” Pasaba el dedo índice sobre la foto, recordando todo lo que habían hecho las doce noches anteriores.

Era viernes, quería complacerle con otro regalo y le dijo:

“¿Quieres que para hoy te traiga otra diferente?” Hoy día les tocaba aprenderse la instrucción trece. Por cada instrucción nueva él le sorprendía con un regalo.

“Ay, sí, mi Ojitos. Tú siempre tan cariñoso y pensando en mí.”

Ojitos complacido por los halagos de su mujer, le contestaba con una voz dulce:

“Tú sabes perfectamente, Cuqui, que soy capaz de complacerte en todo lo que quieras. ¿Cómo la quieres esta vez: trenzada y elástica, o simple, como la que te regalé ayer?... Dime, dime, pues cariño, que estoy para engreírte.” Volvió a mirar el retrato de su mujer: la verruga, era lo que más le atraía.

“Como quieras, mi Ojitos, tú sabes que tenemos los mismos gustos. Pero ya que insistes, te doy una pequeña pista: búscame una más larga y áspera. ¡Qué emoción! Mi corazón palpita de deseo, ladra por ti. ¡Huau- HUAU!...” Imitaba ladridos de perro.

Al marido le gustaba que emulara a animales.

“Qué bien lo haces, ¿a ver, otra vez?...”, pegaba el auricular en la oreja.

“¡Huau, Huau!... ¡RRR, RRR!... ¡HUAU, HUAU!”

Ella hubiera querido tenerlo cerca, muy cerca, oler su cuerpo de hombre maduro, sentirlo en acción; percibir como corría esa energía de sentimientos sin barreras ni límites por los conductos de su cuerpo y piel; marcándola con unas huellas imborrables, perpetuas, imperecederas. Se fue al dormitorio y comenzó a acomodar las cosas como a él le gustaban: El cojín de cuero blando rellenado con plumas de ganso en una esquina, pegado a la ventana y junto a un florero de girasoles secos; las pieles de cebra y tigres de bengala, al pie de la cama; las persianas de bambú y la cortina de seda color rojo vino; la cabeza de un mono disecada junto a una lámpara de bronce al estilo barroco; prendió unos palillos de incienso hindú con olor a clavo de olor; acomodó una mesita con bocaditos de queso con cecina y aceitunas verdes y unos panes cortados en triángulos; y en otro tablerito redondo, junto a tres velas, puso un plato lleno de jazmines secos aromatizados y el libro de instrucciones forrado con un cuero seco, viejo, escrito con metáforas y lleno de códigos metafísicos; encima de los cuatro metros cuadrado de hamaca bordada al estilo del Manto de Paracas de la cultura Incaica –era lo que usaban como cama-, extendió también su juego de pijama preferido: un camisón fucsia con puntitos celestes donde la manga izquierda le quedaba casi al hombro, y la otra le colgaba hasta el piso; con un pantalón corto también del mismo estampado, con cierre adelante y una abertura con botones atrás y, por supuesto, su inseparable gorrita roja de tela, igual que la de Papa Noel –él decía siempre: mientras más extravagante se acueste uno, mejor son los sueños.

Después de haber acomodado todo, ella aprovechó para ponerse una provocante ropa interior transparente color carne y arreglarse el peinado. Mientras se miraba en un gran espejo ovalado enmarcado en pan de oro, ojeaba también cada rincón del cuarto, por si se habría olvidado de algo.

¡Listo, creo que ya terminé! Hablaba sola y en voz alta; estiraba los pliegues de su calzón transparente.

“¡Ay, pero si soy idiota!...”, exclamó, golpeándose suave la frente con la palma de la mano: “Me olvidé de lo más importante... Faltan las argollas y los ganchos.”

Abrió un armario, sacó unas herramientas metálicas grandes y pesadas, y las atornillo en los cuatro orificios que habían en la pared a un metro sesenta del suelo. Volvió a cerciorarse, ajustándolas para que estuvieran seguras.

“Listo, ahora sí, todo está perfecto. ¡Ay!, cómo extraño sus manos, sus caricias tan delicadas, tiernas, tan suyas, con esos brazos tan fuertes.”

Miraba a cada rato el reloj; faltaban como diez minutos para que él llegara.

“¿Qué más puedo arreglar? ¿Qué más, qué más?...”, se preguntaba una y otra vez, quería estar bella para él: “Quiero que todo esté a tu gusto, mi Ojitos. Eres tan especial conmigo. Ojalá que te agrade también este calzoncito con huequitos (Su pubis era tan frondoso de pelos que le salían como maleza por los costados) Hoy en día los modistas hacen cosas fabulosas con el elastán...”, hablaba como si él estuviera presente: “Éste, por ejemplo, es de Joop, ¿o se dice Jup?... Ay, por qué seré tan bruta pronunciando nombres extranjeros.” Probaba la calidad de la prenda: estiraba, raspaba, halaba el material “Bueno, no importa, lo importante es que te guste, mi Ojitos, hace buen contraste con esta manchita que me ha salido junto a la ingle.” Se tocaba el moretón.

La piel de su cuerpo se encontraba toda magullada y con cicatrices abultadas. Giró un poco su tronco para mirarse mejor la espalda en el espejo: la tenía maltratada y con un corte profundo de cinco centímetros sin cicatrizar; tocaba la herida con la mano.

“¡Au-Au!... duele un poquito. Cuando sane, ojalá se quede amarilla como las otras y no morada como la que tengo aquí, en el cuello”, ahora se miraba el cuello. Y así contabilizaba cada mancha, marca, huella, contusión, herida que veía en el cuerpo.

Escuchó el golpe seco de la puerta principal de la casa que se cerraba. Era él, el Ojitos de su vida.

“Hola, Cuqui... ¡Sorpresa, sorpresa!”, le dijo el marido sonriendo, la miraba complacido. Le mostraba una caja envuelta en papel blanco con dibujos de corazoncitos y amarrada con un lazo de seda rojo.

“¿Es mi regalo?”, preguntó conmocionada “¡Qué alegría, me lo trajiste de veras! Hoy probaremos algo nuevo, dámelo, dámelo, que lo quiero ver...”, sus manos temblaban de pura felicidad.”

“Todavía no, Cuqui, cálmate, cálmate, que la noche recién empieza, sí”, le advertía, moviendo la cabeza como un profesor que amonesta a una niña de cinco años; hizo una mueca rara con la boca y le preguntó: “¿Y has preparado todo de acuerdo a la instrucción?”

“Sí, sí, todo, cómo a ti te gusta... y ahora dámelo que lo quiero ver.”

Los pelos de la cabeza que los tenía siempre revueltos, de pura impaciencia se le paraban aún más.

“Anda pues, Ojitos, no me hagas sufrir. Ven, vamos al cuarto de una vez, que quiero que veas cómo acomodé la cabeza del mono y muchas otras cosas más, sí. Ha quedado precioso”, le halaba el brazo impaciente.

Él la calmaba besándole la nariz. Le hablaba dulcemente, con palabras bonitas y mirándola no a los ojos, sino a esa verruga negra asquerosa que tenía en la nariz.

“Mi amor, qué linda verruga tienes, mi tulipán de primavera, terroncito de azúcar, te he extrañado mucho en la oficina. Te confieso que si no hubieras tenido esa verruga, creo que nunca me hubiera fijado en ti”, le acariciaba la carnosidad “En la oficina miraba tu foto a cada rato, eres bellísima, mi amor. Hoy te haré muy pero muy feliz, ya verás.”

Ella se sonrojaba mirando el suelo, se retraía, encogía hombros, jugaba con sus dedos como una criatura.

“Ay, gracias, mi Ojitos. Ji, ji, ji...”, se reía posando en forma inocente, tímidamente, enseñando su dentadura toda necrosada.

Él tiró su maletín de trabajo a un lado, se despojó de la corbata, la chaqueta, camisa, zapatos, medias, pantalón, la abrazó y le volvió a preguntar:

“¿Este, pero estás segura que todo está listo?... ¿Mi pijama fucsia con puntitos, por ejemplo?”

“Sí, no te preocupes, también te puse tu pijamita fucsia con puntitos que tanto te gusta, pantaloncito corto y gorrita de Papa Noel... ¡Todo, todo, mi amor!”

“¿Y bien lavada y planchada, no?”, insistió él.

“Sí, sí, por supuesto, limpiecita, limpiecita. Y ahora vamos de una vez, sí, que ya no aguanto más”, le acariciaba sus espaciosos pectorales. Y él como tenía la vista desviada, magnificaba sus visiones: veía como si le acariciaran cuatro, seis, a veces hasta ocho manos.

“Mi amor, tienes las mejores manos del mundo”, le decía excitado y con los ojos que le brillaban.

“Te he comprado también tu cecina serrana con aceitunas españolas que tanto te gustan.” Sabía cómo engreír a su marido.

Pero ni con esas, seguía dudando:

“¿Y el incienso de clavo de olor, supongo que es de Jaipur, no?”, le insinuó.

“Sí, cariño, sí, y del más fino. Además, he atornillado las argollas y ganchos en la pared, puse la lámpara barroca en la mesita que me indicaste, el libro de instrucciones, peiné la cabeza del mono, aspiré las pieles de tus animales, colgué la persiana de bambú, la cortina roja... ¡Todo, pero todo te lo preparé!”

“Hmm... bien, bien, así me gusta, Cuqui. Porque como tú sabes, todo tiene que ir de acuerdo a las instrucciones. Eres una mujer encantadora, qué haría sin ti.” Y le dio un beso directamente en la verruga; le lamilla también sus mejillas con una lengua toda llena de saburra.

Su mujer quiso sorprenderlo con algo más y le dijo:

“Ah, y por si acaso puse también unas hojas secas de jazmín en un plato, como para combinar los aromas del ambiente. Acuérdate de lo que hemos aprendido en la instrucción once: Es importante que el incienso se mezcle siempre con otros olores.”

“Perfecto, perfecto. Buda y todos los dioses del oriente un día te lo agradecerán. Je, je, je...”, se reía; terminó de despojarse todo las prendas.

Se abrazaban eufóricamente.

“Bueno, entonces empecemos de una vez”, dijo casi desnudo. “Ah, pero eso sí, no te molestes, ¿me dejas entrar a mí primero?... Es que quiero entregarte el regalo a mi manera, eso es todo, mi Cuqui... Je, je, je”, volvió a soltar su risita. Sus ojos brillaban tanto que parecían un par de focos de luz, los torcía de tal manera que por momento sus iris desaparecían por completo.

“Bueno, mi amor, entonces cerraré la puerta y te esperaré aquí afuera. ¡Ay!, tú siempre con tus sorpresas, tan lindo y cariñoso. He esperado todo el día para que por fin llegue este momento.”

El marido entró solo al cuarto, cerró la puerta, y revisó todo tal como decía la instrucción. Se puso el pijama con cierre adelante y botones atrás, acomodó su gorra de Papa Noel, se colocó los lentes correctores para ver mejor, abrió su libro de instrucciones en la página 83, clavó el dedo índice en el segundo párrafo y dijo:

“Aquí está, por fin, la instrucción trece: APRENDA LOS PLACERS OCULTOS DEL DOLOR”, y comentaba en voz alta: Magnífico, magnífico. No hay cómo practicar el Kamasutra pero de esta manera, sin Tantras ni Mantras, porque la verdad no entiendo eso de que dicen que hay que buscar la armonía entre el agua y el fuego, todas son más que huevadas, actuaré nomas a lo bruto y como dice la regla.”

Abrió en seguida el regalo: un látigo de cuatro metros de largo con púas y bañado con extracto de ortiga para que le arda y duela rico; lo hizo sonar como escopeta y, relamiéndose los labios, llamó a su mujer:

“Ya puedes entrar, Cuqui...”



Publicación Flujanz
Por © Frederic Luján




6 comments:

Anonymous said...

FLUJANZ,FLUJANZ!!!!... Eres bestialmente excelente y único.


Thalia ;-)

Anonymous said...

Esto sí que es un cachetada al amor formal y cursi. Muy buen articulo.

el doctor

Anonymous said...

Yo creo que en el fondo, muy en el fondo, en cada hombre se esconden siempre estos bestiales instintos.

Me ha encantado esta tu historia.

besos, Lola

Anonymous said...

este es el Frederic Lujan que extrañaba tanto... buenísima la instruccion 13 jajaja


Alberto Barriga

Anonymous said...

"Asu !!! Fredy q tal imaginacion"


Ani

Anonymous said...

Como siempre, extraordinario!!

Patricia Santos