Al frente de él se paró un hombre de mediana estatura,
moreno y de rasgos acriollados. Su piel era tostada por el sol, pasaba los
sesenta años: delgado, con unos bigotes bien cortitos, una gorra de tela blanca
con media visera, guayabera amarilla y zapatos blancos que le brillaban.
Miraba a Otto con una chispa atrevida, criolla, de poca vergüenza, y le
preguntó abiertamente:
“¿Es usted el Señor Otto, Otto Tchuse?”, le
clavaba la vista achinando los ojos. Se agarró la visera, peinó su bigotito con
la mano.
“Oh, yah, yah, perrro mi nombrrre es Herr
Schulz, Otto Schulz, y no Tchuse... ¿Por qué, señor?”
Sorprendido el extranjero alemán, observaba a los
taxistas por el otro lado de la calle que se aglutinaban alrededor de los turistas,
igual que un enjambre de abejas en un panal.
“Mucho gusto señor, a sus órdenes... Yo soy Wilfredo
Sánchez, pero me puede llamar Wili.” Se sacó la gorra, hizo una genuflexión, le
extendió la mano. Olía a un penetrante after shave, recién afeitado. “Soy
el chofer del Sr. Wolf y lo voy a llevar a su apartamento, señor. Permítame
ayudarle con el equipaje, señor Tchuse, este, perdón, quiero decir
Schulz” Llevaba una impecable guayabera amarilla.
“Oh, yah, yah...” El extranjero agachó ligeramente la cabeza. “Grrracias, grrracias,
es usted muy amable. Pensé más bien que el Sr. Wolf me iba a recoger, pero, en
fin, qué imporrrta. ¿Y conoce usted también bien la dirrrección?”
Tenía problemas con el idioma. Cuando pronunciaba algunas palabras con la “r”,
la lengua como que se le quedaba pegada en el paladar.
“Pero por supuesto, señor Otto. Yo soy más limeño que
la mazamorra. Conozco todas las calles de Lima, señor. Hasta la guarida más
pequeña de los ratones.” Volvió hacer una genuflexión. Sus cabellos eran negros,
sin ninguna cana, bien peinados con gomina y raya en el centro. “Ah, a
propósito, me olvidaba de decirle, señor... tengo también el encargo de mi
gerente de darle mil disculpas por no estar él ahora aquí. Le ha venido pues la gripina, y ahora está que suelta más que moco nomas, está bastante enfermito el jefe.”
Hablaba con las manos, hacía también piruetas con la gorra.
Se acercó hacia la maleta grande que Otto había
colocado sobre una banca.
“Un consejo, señor Otto, tenga cuidado con los
carteristas. Aquí pululan como ratas.” Advirtió mirando con su ojos vivarachos, y levantó de un porrazo la maleta que pesaba como cuarenta
kilos. A la mierda, seguro que este gringo trae hasta su propia nevera con
televisor, pensaba. Sudaba tanto que se traslucía su piel cobriza casi
negra por la guayabera. Cuando caminaba, sus zapatos de cuerina marca Chasqui,
producían un ruido molestoso, reseco, desgastado.
Otto no le había entendido bien. El chofer hablaba muy
rápido. Tenía que acostumbrase a la pronunciación del idioma, lo mareaba, pero
igual, confió en él.
“Oh, yah, yah, entiendo, entiendo. Perrro qué tal
si mejorrr me llama por mi título: profesor o doctor, por ejemplo.” Dijo el académico alemán muy serio y guardando siempre su distancia, orgulloso por tener tanto conocimiento almacenado.
Ah, ya, o sea que encima engreidito, no, pensó el chofer, sacudió su gorra: “Carambas, usted disculpe, señor Schulz, no sabía que
usted tuviera tantos títulos. ¿No me podría regalar uno? Ja-Ja-Ja”, se reía
solo. A Otto no le había causado gracia, no entendía bromas “¿Y si le
abreviamos mejor las etiquetas, perdón, digo títulos? Podría sonar así: Prodoc, dos en uno, pues, je, je, je”
Entraba en confianza rápido.
“Cómo quierrra usted, perrro a mí me gusta que me
llamen con título” El alemán ajustó sus lentes de fondo de botella, tenía casi
siete de miopía “Además, hombrrre, yo a usted ni le conozco.”
“Ah, perfecto, como usted quiera entonces, señor. A partir de
ahora lo llamaré sólo Profesor, Profesor Otto. Ah, pero eso sí,
a mí humildemente me puede llamar Wilfredo o Wili, para los amigos, ¿le
parece?”
“Yah, yah, gut, gut, Wili”, respondió en forma
circunspecta, distante; y se preguntaba: ¿qué tipo para más raro? ¿serán así
todos aquí?
Por fin llegaron a la playa de estacionamiento de
carros. Era un Mercedes azul del año 95. El chofer puso la valija grande
en la maletera y abrió educadamente la puerta a Otto. Acomodó su maleta de
mano, el Laptop, y bajó rápido las cuatro lunas para que se refrescara
un poco el interior (adentro era un horno); por poco le decía también: con todo
lo que traes, cualquiera regala pues algo.
Cuando el chofer pasaba su revisión de rutina al carro
para ver si no le habían robado nada, se acercó corriendo un niño; se
encontraba descalzo, agitado, todo harapiento, con la cara sucia, y le dijo a
Wili:
“¡Señor, señor, le he cuidado el carro!” Se plantó
frente a él, su respiración era corta y rápida.
“¿Así?... pues anda mejor a vender papas a la Puna.
¿Cómo qué le he cuidado, señor? Esto es una playa de parqueo, chiquillo y ya no
jodas... ¡Fuera, fuera!” Wili se sentó adentro. Con una mano agarró el volante
y con la otra quería cerrar la puerta.
“¿Entonces le limpio el carro, señor?”, insistió el
chiquillo. Y echó detergente a la luna antes que le dijeran no otra vez;
quedó toda melosa y embarrada.
“¡Qué haces, mierda! ¡No ves acaso que está limpio!”,
gritó enervado.
“Aquí tengo agua y esponja, señor. ¿No sea malo, pues,
una limpiadita? Le quedará como nueva. También tengo aceite para sus
puertitas.” Y comenzó a frotar aguerridamente el parabrisas con la esponja
húmeda. No se podía ver nada de lo embarrada que estaba “Limpiecita le quedará,
no se preocupe, Mister...”, frotaba y frotaba. Le echaba un agua turbia
que más parecía de acequia. Como era pequeño, se trepó al techo, lo abolló un
poco. Hacía piruetas con los brazos y miraba también de reojo a Otto.
“¡Carajo, fuera de aquí!...¡Me estás cagando el
techo!”, gritaba molesto Wili. El chiquillo se quedaba prendido en el carro
como un mono, era imposible bajarlo de allí. “¡Ya bájate de allí, carajo!”, la
paciencia se le acababa.
A Otto le llamaba mucho la atención sobre esa actitud
de la criatura que sufría para ganarse el pan. Qué rapidez, qué empeño de
muchacho, pensaba
“Usted disculpe, Profesor Otto, pero no se puede hacer
nada contra esta gente.” Cada vez que el muchacho se movía encima del techo, el
carro se tambaleaba de un lado a otro. “Se reproducen como ratas, vienen de la
sierra con sus padres porque creen que aquí van hacer fortuna, y miren lo que
hacen... empobrecen más la bella Lima. ¡Qué tal joda!” Y le volvió a
gritar: “¡Carajo,
mierda, he dicho que te bajes!”
Otto, sorprendido por todo lo que hacía la pobre
criatura para ganarse unas monedas, comenzó a sentir pena; y mientras lo
contemplaba absorto, el chiquillo le rozaba discretamente el antebrazo a la
altura de la muñeca y sin que se diera cuenta.
“Wili, perrro si es apenas un niño, ¿por qué lo trrratas
así?”
“¿Niño? ... dirá, rata, ja-ja-ja”, y se reía “Estos
son vivos desde que nacieron, más despiertos que usted y yo juntos, señor.
Mírele nomás la nariz, toda pegada con Terokal, le dan duro a la bolsa.
Ese se droga con la química del pegamento.”
El niño por fin terminó su trabajo. Y Otto, con el alma
ya destrozada, no aguantó más y le dio diez dólares.
Se encontraban en plena avenida Faucett. A
Otto, todo ese triste cuadro, ahí, con esa pobre y desamparada criatura que
sufría para ganarse el pan, se le hacía muy difícil borrarlo de su
mente. El chofer que observaba sus gestos de hombre misericordioso, le sonreía
nomás.
“¿Usted le tiene pena a esa gente, no?”, le insinuó.
Manejaba distraído, silbaba alegre.
“Sí, carrrambas. No lo puedo crrreer, tan
pequeños y trrrabajando. ¿Y sus padrrres?¿No tiene acaso padrrres?”
“Uy, Profesor, si usted ya empieza a pensar así de
ellos, pues mejor es que se ponga la sotana. Esto aquí se ve todos los días,
pululan por todas partes: iglesias, hospitales, centros comerciales,
restaurantes. Si usted supiera, en las noches, estos pendejos se transforman en
pirañas para dejarle más que sus huesos a los transeúntes”, le advertía
y miraba por casualidad también la muñeca del brazo izquierdo de Otto. “A
propósito, ¿y su reloj, usted no tenía también un reloj?”
Otto instintivamente se agarró la muñeca, estaba sin
nada. Su reloj había desaparecido.
“OHHH, NEIN!... ¡Dónde está, dónde
está!”, exclamó en voz alta. Otto se puso colorado, pero igual, siempre guardando su
postura de hombre tranquilo, flemático, pensativo. Miró a los costados, en los
asientos, en el piso, palpaba los bolsillos de su saco “¡Dónde está, Wili,
dónde está!...” Hasta que no aguantó más y estalló gritando también en alemán: “Scheisse,
Scheisse!... Verfluchter Kerl!... ¡Me lo robarrron, carrrajo, carrrajo!”
“Ya ve, de seguro que fue esa rata de chiquillo. Lo
sabía, lo sabía. Ahora entiendo porque ese afán de treparse al techo: con una
mano limpiaba la luna y con la otra le tiró su bonito reloj, Profesor. Bien sapo el
chiquillo, un pendejazo.”
“¡Sí, sí, yah, yah, sapo, sapo!... ¡Carrrajo, carrrajo!”,
repetía a cada rato. Otto se había aprendido también rápido la lisura; tragaba
saliva, encogió sus hombros.
Wili paró el carro, la luz del semáforo indicaba rojo.
Ahora se encontraban en el cruce con la avenida La Marina y Faucett.
Wili abrió la luna, expectoró, le gustaba escupir siempre, de cada diez
palabras que hablaba, soltaba una con flema. Sudaba, se secaba con el pañuelo, la
polución de los carros y el polvo que había en el ambiente era desesperante.
Había un embotellamiento de carros.

La gente tocaba bocina. Los microbuseros que ofrecían
sus servicios, gritaban casi colgados de los estribos de las puertas; hacían
sonar las monedas de sencillo que llevaban en la mano: “Ya avanza, avanza que
al fondo hay sitio...” “Todo Faucett, la Marina, la Perla, Callao, Callao...”,
gritaban siempre a voz de cuello. Se paraban en el centro de la pista,
congestionaban más el tránsito vehicular; todos llenos de pasajeros, apiñados,
parecían latas de sardinas; por el sobrepeso humano que llevaban, el chasis se
inclinaba peligrosamente a un lado. Había una viejita que quería subirse a uno
en medio de la pista y con el motor en marcha, no sabía de donde cogerse, le
colgaba medio cuerpo por la puerta, el cobrador le decía: “Agárrese fuerte,
aquí, abuelita.”; otro que mientras vociferaba la ruta: “Todo Argentina,
cementerio el Ángel, el Británico, la Nené, Trocadero, Trocadero...”, comía su
plátano y botaba la cáscara al piso. Los colectiveros manejaban sin bocina,
golpeaban agresivamente la carrocería de sus puertas y gritaban sin miramientos
sacando sus cabezotas por la ventana: “¡Ya avanza, pues, huevón!”
“¡Conchatumadre, abre campo, carajo!”, se insultaban entre ellos.
Detrás del Mercedes se puso un camión
recolector de basura, impaciente, tocaba y tocaba su claxon de sirena de barco.
Había recolectado tanta basura que los olores eran nauseabundos y se cruzó
delante de Wili; le caían pedazos de cáscara de sandía, pepas de mango
chupadas, trozos de carne fétida, y bolsas rotas llenas de desperdicios biológicos;
atrás, pegado en la tolva, tenía escrito en una placa con letras góticas que
decía: LEE LA BIBLIA, QUE DIOS ESTÁ CONTIGO

Otto se había asustado, todo le parecía extraño y
desordenado, muy desordenado. Miraba a todos lados: las calles sucias, mal pavimentadas,
con huecos por todas partes, nadie respetaba las reglas de tránsito; y
los peatones que caminaban por todos lados, menos por la vereda. Para el chofer
esta situación era lo más normal del mundo, estaba acostumbrado. Él tampoco
respetaba las reglas, hacía lo que le daba la gana: se pasaba los semáforos,
esquivaba y sobrepasaba a todo el mundo sin medir la velocidad, tocaba bocina y
maldecía como un energúmeno: “¡Rechuchatumadre, mal nacido! ¡Fíjate por donde
manejas, serrano de mierda! ¡Métetela al culo, hijo de puta!...”
“Discúlpeme, profesor, pero a estos especímenes hay
que tratarlos así”, y sin importarle la cara de impresionado que ponía Otto,
sacó la cabeza por la ventana, hizo un ruido desagradable, y volvió a botar otro escupitajo
con bastante flema. “De otra manera no entienden estas mulas. A esta hora por
esta zona el tráfico es insoportable. Usted ha venido en un mal momento.”
A Otto le daba repugnancia cada vez que escupía y
pensaba: ¡Qué asco! seguro que debe tener problemas también con las
glándulas salivales. Como el chofer manejaba casi sin mirar adelante y con
una mano que la movía siempre cada vez que hablaba, Otto se prendía fuerte de
las manijas de las puertas y ajustaba a
cada rato bien su cinturón de seguridad.
“¡Carrrambas, Wili!, ¿por qué no te
pones el cinturón?”
“¿Cuál cinturón, señor? Eso es para los mariquitas que
no saben manejar, además, me hace sudar, transpiro, y la camisa se me mancha,
pues.”
“Oh, yah, yah...”, fue lo único que se le
ocurrió decir en ese momento.
“Profesor, si nos ponemos ahora hacer todo lo que
dicen las reglas, estaríamos jodidos, pues, no llegaríamos nunca. Supongo que
querrá también llegar rápido a su apartamento de lux, ¿o no?” Esquivaba los
carros como loco, algunos le insultaban y le declaraban también la guerra a
escupitajos. “¿Y ahorrra?... ¿por qué no avanzamos?”,
preguntó Otto y miraba afuera.“¡La puta que te parió!”, exclamó Wili,
con los ojos que se le torcían “¡Otra vez SEDAPAL!, están arreglando. Es
el servicio de agua potable, Profesor.” Golpeaba el timón con cólera. “Esto no
puede ser, ¡hasta cuándo! Estas bestias ya llevan abriendo zanjas dos años y siempre en el mismo
lugar.”
Le entró las ganas de orinar. Vio al costado de la
pista un automóvil viejo que estaba varado casi encima de la vereda peatonal.
Se cuadró detrás de él.
“¿Y ahorrra, qué sucede?”, preguntó Otto. El chofer
apagó el motor y sacó la llave. “Usted no puede parrrarse aquí, es zona de
transeúntes... ¡Qué hace, qué hace, hombrrre! ¡Está Usted loco!”
“Tenga calma, Profesor, es sólo una achicada,
ahorita vengo.”
“¿Achicada?”, preguntó dudoso, no había
entendido la jerga.
“Claro pues,
achicada, pipí, orinar, ¿me entiende ahora, Profesor?”
“¡Perrro usted está loco, aquí, en plena calle!
Aguántese mejorrr hasta que lleguemos. Usted no puede hacer eso.”
Otto vio que en la otra esquina había también un joven
que se puso a defecar junto a un poste de alumbrado público, tenía diarrea, el
olor penetrante a caca llegaba hasta el auto; era peor que sufrir los estragos
de una bomba lacrimógena. Otto se tapó la nariz y los ojos, y comenzó a contar
infinitamente números hasta que el aire no le alcance.
“Ya ve, no soy el único. No se preocupe que no me
demoro, sí” Y corrió detrás del carro viejo. Se le veía todo, sacudía su pene a
vista y paciencia de todo el mundo.
Al poco rato un tipo raro se acercó a Otto por atrás.
Tenía los ojos hundidos, estaba demacrado, escuálido, llevaba puesto un polo
rojo que decía, Centro Victoria. Lo miró con una mirada perdida, el pelo
enredado, largo y mal cuidado (igual que un rappero), y le dijo:
“Hermano, ayúdame a rehabilitarme”, le quería vender
unas golosinas “¿Cómprame pues unos chocolatitos?” Por el calor de su mano sudorosa,
los chocolates ya hace rato que se habían derretido, más bien parecían gomas envueltas.
“Oh, nein, schon wieder!...” exclamó en
alemán, el corazón casi se paralizó del susto. Cerró rápido la ventana y pensó:
otro que quiere algo. “No, grrracias,
señor ... Nein, nein!” Y volteó
la cara, como ignorándolo.
Pero el hombre insistía, golpeaba el vidrio, era un
drogadicto, estaba desesperado, y le confesaba:
“Señor, tenga piedad, le juro que ya he cambiado, ya
no chupo ni me drogo. He pagado mis penas muy duro”, su mano temblaba.
En eso se le cayó una botella de ron al piso que la había
llevado escondida en uno de los bolsillos. Otto no se había dado cuenta y, como
siempre, comenzó a sentir compasión por los más desamparados. Abrió la ventana,
le dio tres monedas de 25 centavos de dólar (era lo único que tenía de
sencillo), y la cerró rápidamente.
El drogadicto las miró y comenzó a maldecirlo:
“Gringo amarrete, conchatumadre, morirás en la hogera
por avaro”, le hacía figuras obscenas con la mano: “¡Rechuchatumadre, qué te
has creído, Yanqui!”, golpeaba fuerte el vidrio con los nudillos. “Eso no me
alcanza ni para medio paco, dame más, ya.” Se volvió agresivo, le
exigía.
Otto perturbado, cerró con pestillo todas las puertas.
Miró a Wili si ya había terminado de orinar. Nada, él seguía sacudiendo su manguera larga. El líquido amarillento de su orín, iba dejando un surco bien marcado
en el suelo que desembocaba en la vereda. Sacudió las últimas gotas, flexionó
ligeramente las rodillas, metió su cosa como carambola en el pantalón, cerró
el cierre, se acomodó los testículos y se dirigió al carro, feliz y aliviado.
“¡Fuera, carajo, fuera...!”, gritó Wili al rappero,
como si ya lo conociera. No le había gustado que ese hombre molestara ahora a su jefe
recién venido de Alemania. Y valiente comenzó a agredirlo con puntapiés y
cachetadas... ¡PUM! ¡PAM! ¡PLASCH!; lo bombardeaba también con escupitajos
(algo que también sabía hacer muy bien): “¡Anda trabaja, ocioso!” Se movía
ágilmente como el Tigre de Malasia.
El drogo esquivaba los castigos de Wili también con gran
destreza, se cubría la cara con las manos y le decía: “¡Cuidado con la pepa, en la cara no vale!” Era también agilito, escupía más rápido que Wili,
quebraba cintura, aleteaba hombros, saltaba con la punta de los pies (esos
saltitos solamente los dominaba cuando se drogaba con pasta básica mezclada
con San Pedro)
“¡Métete los caramelos al culo, drogo de mierda!”, lo
humillaba, hasta que el rappero no aguantó más y se retiró todo magullado y rendido. El Tigre
de Malasia había ganado.
Wili se acomodó la guayabera, había perdido dos botones, y
la suela de sus zapatos blancos ruidosos marca Chasqui se habían despegado.
“A como están las cosas, procuraré mejor cortar
camino.”, dijo, todavía agitado “Ya le dije, Profesor, ha venido usted
en un mal momento. Los viernes, la avenida La Marina es insoportable.
Además, que la zona es tuguriosa. Conozco un atajo por el Parque de las
Leyendas, así nos evitamos también los policías y vendedores
ambulantes.”
Otto, en cambio, bien arrinconado en la esquina de su
asiento, pensó todo asustado: Oh mein Gott!
Pararon en otra intersección. Sintieron que detrás del
carro, junto a las luces direccionales rojas, alguien se había recostado
poniendo el codo sobre la maletera; parecía como si estuviera descansando. El
chofer del automóvil que se encontraba detrás de ellos, gritó advirtiéndoles de
un peligro: “¡CUIDADO, CUIDADO! ... ¡le están robando el faro!” Pero ya era
tarde, la luz del semáforo había cambiado a verde y Wili tenía que avanzar.
Atrás le seguía ese individuo corriendo agilito con sus zapatillas blancas: en
una mano llevaba una herramienta y en la otra el faro recién desmantelado.
Quería robarles el otro.
Por una calle lateral apareció un patrullero escandaloso
que hacía señas a Wili con luces de discoteca y una sirena que volvía sordo a
cualquiera. La bulla era estruendosa. El policía bajó del vehículo: un hombre
gordo, caminaba lento, abría las piernas como escaldado, todo desganado, como
si su trabajo le aburriera; con una mano rozó apenas su quepis y con la otra
acomodó lentamente el arma que llevaba colgada en su cinturón ancho de cuero
negro. Wili veía por el espejo retrovisor que el hombre con zapatillas se
acercaba cada vez más.
“Jefe, ¡me han robado, me han robado!”, decía
desesperado y señalaba al hombre que estaba corriendo.
“¿Así?, bah... ¿quiere que se lo crea? Sus documentos,
señor”, ordenó el policía. Miró a Otto de reojo que se había encogido como un
molusco en la esquina de su asiento, y pensó: Ajá, qué bueno, es Gringo,
aquí seguro hay plata. “Usted no tiene el faro direccional de luz roja,
¿sabía?”
“Lo sé, jefe, pero me lo acaban de robar, y fue ese
mal nacido que viene corriendo.” Lo señalaba con rabia. El ladrón corría y
corría, como si estuviera compitiendo un maratón. Al parecer al policía no
le interesaba su opinión y Wili tuvo que entregarle de todas maneras su
licencia de conducir y la tarjeta de propiedad.
“Veamos, veamos, hm...”, el obeso policía se tocaba el
mentón “Según el reglamento de revisión técnica usted está obligado a manejar
con todos los faros completos, le voy a poner nomas una papeleta de 250
soles, me entiende.”
“¿Pero, por qué, jefe?... Si yo no hice nada, mire
...”, y le mostraba los cables eléctricos que habían quedado sueltos. “Todo
está fresco, son las pruebas del delito, jefe. ¡Me lo robaron, me lo robaron!” gritaba indignado.
Por el otro lado, por fin apareció el corredor
olímpico con el faro, todo agitado, era tan flaco que ni sudaba; encima que también se manejaba una cara de drácula increíble, hasta se veía como le latían las venas
del cuello.
“Señor, señor, se le ha caído su faro. Yo quería pues
ponérselo y usted arrancó nomas”, dijo el hombre, fingiendo preocupación. Miraba de refilón al policía,
haciéndole una seña escondida con la mano izquierda. “¿Si usted gusta se lo
coloco ahorita?” Probaba todavía las conexiones de los alambres.
“Ya ve, ¿qué cosa cree que él es un ladrón?”, le dijo el policía; y sin que tampoco se dé cuenta Wili, le contestó también al tipo con otra clave
secreta; movía discretamente, por no decir torpemente, sus dedos gruesos que parecían ollucos “¡Ah no, señor! Esto merece un perdón, él quería solo ayudarlo. Más
bien dé gracias a Dios que ha encontrado su faro” Miró al deportista ratero y le dijo: “Ya zambito, colócale nomás su faro al señor.”
Wili ya no sabía qué decir, le habían agarrado frío,
pero como necesitaba de todas maneras el faro, dejó nomas que se lo colocaran.
“Listo, señor, ya está bien armadito su faro, le ha
quedado bien chévere, mejor que antes. ¡Mercedes, Mercedes! un carrazo,
señor, muy buena marca, eh...” y se frotaba las manos “Y ahora, suelte nomas pues ahora los chibilines, son
treintas lucas, señor.”
“¿Cómo que treinta? ¿Estás tú huevón o qué?” dijo Wili. Se sacó la gorra, sus pelos bien engomados con raya en el centro
se le habían como erizado. Tenía que controlarse para no volver a convertirse en el Tigre
de Malasia y agredirlo. “Tú eres un ladrón, conchatumadre, no te daré ni mierda.”
“Señor, señor, guarde calma, por favor”, intercedió la
fuerza del orden. “Mejor es que le pague lo que dice, sino nos vamos a la
comisaría y le pongo doble infracción, que también le está faltando el respeto
a la autoridad.” El policía se acomodó el quepis, tomó aire, infló su tremenda barriga y con una papada de pejesapo que también se le dilataba.
“Sí, sí... Je, je, je”, aseveró el maratonista, riéndose
maquiavélicamente. Fue cuando el policía también lo miró, como diciendo: Y
tú cállate y no te rías, imbécil, que se puede dar también cuenta.
¡Mierda, me la metieron!, fue lo único que pensó el chofer, y le tiró nomas los únicos tres billetes de diez que tenía.
Justo cuando ya estaban por partir, Wili escuchó que
el policía le decía al ladrón: “Ya apúrate Miki y dame los veinte que
hemos acordado”. El policía miró a los costados, estiró su mano gorda, arrugó el dinero y se lo metió rápido al bolsillo “Ven y sube rápido,
mierda, que ahorita me toca el relevo y todavía falta completar tres faros
más.”
Wili, por dentro, estaba que ardía, pero ya no podía
hacer nada, desaparecieron como relámpago. Otto se había quedado sin
habla, atónito por todo lo que había pasado.
“Tenga calma, Profesor, parece que hoy la luna llena
se ha cruzado con Júpiter, tenemos un mal día. Hay que guardar la paz nomás.
Y, por favor, no vaya tener usted ahora una falsa imagen de los limeños,
porque el Perú, ah, eso sí... es bello en costa, sierra y selva, ¿sabía?”
Wili quería olvidar, era optimista, y prendió la
radio, pasaban la Flor de la Canela de Chabuca Granda.
Se emocionó, subió el volumen: “Caray, qué lindo valsecito, ¿no, Profesor?”
“Oh, yah, yah, lindo, lindo”, contestó Otto, tratando también de olvidar, pero no podía: “Todo esto es muy rarrro, desde que llegué, no he parado de dar siemprrre prrropinas,
perrro ahorrra, eso lo del policía y ese ladrrrón... Unglaublich!, Wahnsinn!”, a ratos le salían también unas expresiones en su idioma materno. Se tocó la
frente, tenía dolor de cabeza. Ya llevaban más de una hora en el carro
y todavía no llegaban a su apartamento en San Isidro.
“¿Se siente mal, Profesor? ¿Qué tiene? ... Paciencia,
paciencia, falta nomás el cruce con la avenida Basadre, un par de
cuadritas más y ya, llegamos a la calle Flores. Es bien chévere el
apartamento suyo, ¿no, Profesor?” Por momentos lo envidiaba, pero al verlo como
sudaba, pensó: Ah, carajo, no se me vaya deshidratar ahora el gringo, y le propuso: “Profesor Otto, ¿qué tal si le convido ahora una
gaseosita bien heladita?”
“Oh, yah, yah ... buena idea, grrracias, grrracias, señor”
“Wili, Profesor, ¿ya se olvidó?... Conmigo nada de señor,
si no ya sabe, nos vamos también a la comisaría. Je, je, je”
“Oh, yah, yah, Wili, discúlpame. Es que
tú ya sabes, es la costumbrrre... Ho, ho, ho”, y se rió secamente, muy a la alemana, expulsando el aire como una compresora.
Pararon en la otra esquina. Había un ambulante que
vendía canchita, camote frito, emoliente, gaseosas, cervezas, butifarras, empanadas, y todo lo que
podía llenar el estomago.

“Le compraremos a él, Profesor, yo lo conozco, es
Pirulo, vende las bebidas heladitas y baratas.”
Bajó rápido la luna y le enseño cinco soles.
“Pirulo, dame una Incacola y dos rubias bien
heladitas”
“Ya, al toque...”, agarró los cinco soles, los miró y
sin moverse de su sitio le dijo: “Pero, oye,
¿crees que he nacido recién hoy?... faltan dos soles”, y torcía la mirada a donde estaba Otto.
“No importa, mañana te pago, Pirulo.”
“¿Mañana?... No, señor, usted me debe todavía cinco de
la otra vez”, el cholo se frotaba la barriga debajo de la camisa; la tenía
inflada como la de los negritos de Uganda, tenía un ombligo grande y
sobresalido.
“Anda pues, Pirulo, no la hagas larga, mañana me pagan
y te daré todo lo que te debo, ¿okay?”
El ambulante no desviaba para nada su mirada donde estaba Otto.
“¿Y el gringo?... ¿no tiene plata?”
Como hablaban tan rápido en jerga, Otto no entendía nada.
¡Puta, verdad! Pirulo tiene razón, pensó el chofer.
“Profesor Otto, tenemos problemas. Ahora que me
acuerdo, todo el dinero que tenía se lo di al ratero y a ese policía, ¿lo
recuerda? Este... ¿usted no cree que tendrá unos solcitos por ahí?”
“Oh, yah, yah, clarrro, clarrro, ¿cuánto es?...”
“Son más que siete blandos, este, perdón, digo solcitos nomas, señor”, se adelantó Pirulo
y calculó rápido el cambio en dólares, pero con yapa: “Five dollar, Mister”,
y le señalaba todavía cinco, abriendo bien una mano.
“Anda, huevón, no le robes al señor, ya. No le haga caso, son más que
tres dólares, Profesor”, le advirtió.
“No imporrrta, tome, tome...”, dijo Otto, y le alcanzó nomas los cinco dolares.
“Thank you, Mister” Y miraba a Wili como
diciendo, aprende huevón, que no es como tú, amarrete chupamedia. Y aprovechándose de la dadivosidad de Otto, le ofreció también: “¿Do you
like empanaditas? Tengo también choritos a la chalaca, con
su limoncito y cebollita, fresh-fresh, recién saliditos del ocean,
Mister.”
“Ya cholo, no seas huachafo, deja de hablarle así en inglés y
dame la gaseosa y las cervecitas de una vez, que estamos apurados.”
“¿Pero y los cinco soles que todavía me debes?”, le
dijo, todavía incrédulo.
“¡Puta, Pirulo, ya no jodas, pues!... Ya te he dicho
que te pagaré mañana.”
“Te daré entonces sólo las cervezas chicas.”
“Ya, ya, carajo, apúrate nomás.”
Recibió las bebidas y partieron. Mientras se dirigían
a la avenida Basadre ya bien racionados, Wili abrió una cerveza.
“¡Qué haces, hombrrre! ¡Tú no puedes tomarrr, estás manejando!”, dijo Otto, muy sorprendido.
“Está heladita, Profesor, como a mí me gusta. ¿Quiere probar?...”, y le mostró todavía la lata; limpiaba el borde metálico con su camisa. “Ya le he dicho, Profesor, estamos en el Perú, un país libre e
independiente. Salud, pues...” El líquido espumoso se le chorreaba por la
boca.
“¿Perrro y los policías? Puede chocar, causar un
accidente, matarrr a alguien.”
“Ay, señor, cuídame de los inocentes. Si los policías
sirven sólo para crear más desorden y robarle a la gente, son unos corruptos de
mierda. ¿O ya se olvidó lo que me hicieron con ese ratero?”
“Oh, sí, sí, yah, yah ...¡Malo, muy
malo!”, exclamó Otto, meneando su cabeza grande y algo desproporcionada con respecto a
sus delgado y menudo cuerpo.
Estaba cansado y, a pesar de que
el carro se movía también como una licuadora por el infernal estado de las
calles, cerró un rato los ojos. Pasaban por todo tipo de baches, huecos, zanjas, montículos de basura,
cadáveres de animales y otros objetos no definidos. En una de esas, ¡Sass!...
sobrepasó por un sifón de desagüe sin tapa. Otto saltó de su asiento como un juguete de resorte, casi se quedó incrustado en el techo.
“¡Auu!... ¡qué fue eso!”, exclamó y se
frotaba la nuca por el golpe. Se masajeaba y masajeaba el
cuello, palpando sus cervicales a ver si todavía se encontraban en su sitio.
“Un sifón sin tapa, Profesor. Ojalá que el hueco no me
haya cagado ahora la caja de cambios”, dijo, y revisó la
marcha del carro, puso segunda, luego primera y bajó la velocidad.
Salió del carro, se agachó, inspeccionó las ruedas,
los muelles, el motor; el aro de la llanta trasera izquierda se había doblado
un poco, y el tubo de descape se había desprendido de su armazón. Lo ajustó con
un alambre. Otto salió del caro, quería también ayudarlo.
“No, Profesor, de ninguna manera, usted siéntese nomas, que para eso me pagan, ahorita termino.” Probaba la presión del aire,
tirando puntapiés a la llanta. “Todo está conforme, no hay problema,
podemos continuar.” Como no había agua, entró al carro y se limpió las manos con un poco de
cerveza. “No hay nada que hacer, Profesor, se nota que es un Mercedes
made in Germany. Je, je, je”, se reía nomas. Habían transitado por una calle llena de sifones de
desagüe sin tapa, siempre los robaban para luego fundir el metal y falsificar
monedas.
Ahora se encontraban en una de las avenidas
principales más largas y transitadas de la gran Lima Metropolitana: la Javier
Prado.
Pararon en una intersección. Afuera había una aglomeración de vendedores
ambulantes que caminaban bordeando los carros y gritaban a voz de cuello,
vendiendo impacientes sus productos: vídeos, libros, comida, ropa, etcétera;
había uno que ofrecía hasta loros y monos enjaulados. Se amotinaban alrededor
del Mercedes. Un zambo se pegó a la luna de Otto y le dijo: “Gringo,
¿cómo va la cosa? ¿todavía se te para?... Por si acaso tengo condones Sultan”, le enseñaba la hilera de paquetitos “Hay también yohmbina, Viagra, aceite de
culebra, esencia de apio, para que se le ponga palo. Mire, aquí, aquí...” Y
le mostraba las pastillas y los aceites en frasquitos de todos los colores.
“Tengo también películas porno, son buenazas: con animales, caballos, perros,
chivos, zoofilia, hardcore, shemale, carnicería humana, hasta con
chibolitas tiernas, quinceañeras, treceañeras, Mister. Aproveche,
aproveche...” Era un vendedor sin escrúpulos, desinhibido. Dejó a un lado las
cosas que llevaba en la mano y sacó de una bolsa de yute todo el surtido de
vídeos. “Ya, pues, llévese tres por uno, agarre, agarre con toda confianza”, pegaba
las fotos de las coberturas de las películas en la ventana “ ¡Rico, rico!, para hacerlo
también con la gila.” Por la otra ventana una serrana motosa le gritaba también a Otto
con una voz de pito que perforaba tímpanos: “¡Aalfajores, guargüeros, guargüeros, guargüeeeeros...! ¡Camote dulce, canchita salada, maní, maní, maníiii...!” Metía la
mano entre la rendija de la ventana que había quedado un poco abierta “Aquí tengo
también chicharrones, cómprame, cómprame, puis, Papai!”, le lloraba
la serrana.
A Wili le invadieron dos vendedores desesperados, se disputaban la
venta de toda una librería de libros falsificados: Bryce, Vargas Llosa,
García Márquez, Paulo Coelho, las homosexualidades de Bayly; hasta técnicos,
enciclopedias, Biblias de todo tamaño, recetas de cocina, guías de calles, manuales para la declaración
de impuestos, etcétera.
Otto se sentía asediado, invadido, no sabía qué hacer,
qué decirles. A donde volteaba, no veía más que a vendedores y más vendedores, “Scheisse,
Scheisse!... zur Hölle mit dir!, comenzó a insultarlos en alemán.
“Mejor no les diga nada,
Profesor, ni menos en alemán, sino creen que aquí hay plata, porque estos no
creen en nadie”, dijo el chofer.
Al lado del carro que estaba al costado de ellos, había un
cholo que mientras ofrecía sus productos le sacaba también atrevidamente la lengua a la
mujer que se encontraba adentro. Le decía: “Mamacita, cómprame pues algo y te
hago la sopita rico, sí.” El hombre parecía una Iguana, se relamía los labios, achinaba sus ojos.
“Cierre mejor bien su ventana, Profesor. Ignórelos,
ignórelos.”
“Oh, yah, yah... ¡Fuerrra, fuerrra!... ¡Hui,
hui!.¡Hoi hoi!.. ” Otto les gritaba a su manera, muy a la alemana; movía sus manos como si quisiera darles también zarpadas. “¡Hoi,
hoi!… ¡Hui, hui!”
Cuando por fín lograron avanzar como ochocientos
metros, dos cuadras antes de llegar a la avenida Basadre, otro
embotellamiento de carros y gente. Era una manifestación pacífica (entre comillas) de mineros
despedidos a raíz de la nueva ley de estabilidad laboral (ya hacía como veinte años que también los habían despedido) y que reclamaban su
trabajo. Algunos se mezclaban también con la procesión de la Virgen del Carmen que estaba pasando en ese momento, para que les
diera vitalidad y pudieran seguir luchando contra las injusticias del gobierno
y la oligarquía peruana. Caminaban lento, arrastrando los pies, todos vestidos
con uniformes con cascos, guantes de minero, botas y mascarilla antigases;
algunos llevaban colgados en el pecho unos cartones con frases de protesta escritos
con unas fallas ortográficas imperdonables. Mientras pasaban al costado del
Mercedes, botaban un incienso con un olor nauseabundo; observaban sobre
todo a Otto: “Reza por nosotros, Gringo pecador”, le murmuraban despacito, y
botaban a propósito más incienso, casi ni se podía ver por el humo. Uno con
cara de Cacique y levantado sus brazos con puños cerrados, subió el tono de su voz y le dijo: “O tuyo será el reino de
Satanás”, y todos repetían al unísono: “Sííí, reeezaaa, reeezaaa, gringo
pecador”

Otto se sentía indefenso, comenzó a sentir miedo, mucho miedo.
“¿Y ahorrra? ¿qué significa esto?” Cerró la ventana. Por
el incienso de la procesión no podía respirar bien, los ojos le lagrimeaban “¡Nos van hacer algo! ¡Nos van a matarrr!” La gaseosa que había terminado
de tomar le había quedado como un nudo en la garganta.
La bulla era cada vez más fuerte.
“¡Re-zaaa, Gringo, re-zaaa! ¡Re-re-zaaa, re-re-zaaa...!” Gritaban ahora todos en una frecuencia algo más rítmica, y daban
manotazos al Mercedes. Las huellas de sus dedos grasosos,
cochinos, quedaban todas impregnadas en la carrocería; el vehículo se bamboleaba de un lado a otro.
“¿Perrro qué quierrren que rece, si soy
ateo?”, dijo Otto.
“A la Virgen del Carmen pues,
Profesor... Ja-Ja-Ja” El chofer todo lo tomaba siempre a la broma. “No les haga caso, Profesor, son unos vagos. Quieren
llamar sólo la atención. Hace como veinte años que los despidieron y ahora creen que rezando les caerá el dinero del cielo, los muy conchudos. ¡Qué Virgen ni qué Virgen, carajo! Ya se les ha secado
hasta el cerebro. Ja, ja, ja. Son unos ociosos disfrazados de mineros, la mayoría,
vividores y borrachos.”
“¿Así?... pero mírrrelos cómo andan, ¿por qué
no les ayuda el Estado?”
“¿Cuál Estado, Profesor? Aquí, el único Estado es el
de tu existencia. A ese Pachacutec que tenemos de presidente lo único
que le interesa es su bolsillo y fama, igual que el resto de los políticos. Ya
me dijo un día mi madrecita que en paz descanse...” Se persignó rápido dos
veces, besó su dedo pulgar que tenía como dos centímetros de uña, y tocó luego la estampita
de su Fray Moreno que tenía colgado en el espejo retrovisor, junto también al zapatito de su hijo de cuando tenía un año (hoy, el muy conchudo, ya era un hombre de cincuenta años y vivía encima todavía bien entetado en casa de sus padres; como muchos también de otros limeños.) “Que la mejor
profesión es ser político.”
“Oh, yah, yah... Carrramba, carrramba, malo, muy malo” Ya ni las palabras le salían
a Otto, y preguntó: “¿Y es así todos los días?"
“No, Profesor, solamente los viernes, y para mala
suerte cae también fin de mes.”
Otto no dijo nada más. Se recostó
empapado de sudor al lado de la ventana y miraba absorto toda esa procesión de
gente. Afuera todo el mundo le observaba como si él fuera el único culpable de
sus desdichas.
“¡Quierrro salirrr de aquí, porrr favorrr!... No aguanto el humo, el calorrr, todo esto me marrrea.”
“Todavía no, Profesor, aguántese un poquito más, hay
que esperar mejor que pase este circo. No vaya a ser que uno de estos indios
acomplejados le tire una piedra de regalo en la cabeza.”
Felizmente ya habían avanzado un poco más y a
los revoltosos casi ni se les veía. El chofer abrió su segunda lata de
cerveza, se la tomó de un porrazo.
“Qué rico, está heladita la chelita. ¿Y usted, ya terminó su
gaseosa?”, preguntó, también empapado de sudor.
“Sí, ¿porrr qué?”
“Démela que la voy a botar afuera...” Juntó las dos
latas vacías de cerveza con otras seis que tenía por ahí, cáscaras de frutas,
un sándwich de palta pasado, las colillas de cigarrillos del
cenicero, metió todo en una bolsa, hizo un nudo, se sentó encima de ella para
comprimirla, abrió la ventana y la arrojó sin contemplaciones junto a un muladar de basura.
“¡Se ha vuelto loco, rrrecoja todo lo que ha
botado!”, Otto simplemente no lo podía creer "¿Parrra qué están
entonces los basurrreros?”
“¿Así?... ¿cuáles, Profesor? No veo ninguno, si se los
roban todos. Si los demás lo hacen, ¿cuál es entonces el problema, Profesor? Mire nomas afuera como está todo esto, no
acostumbro a nadar contra la corriente.”
Otto se sintió tremendamente incómodo y hasta con vergüenza por estar junto a un tipo como ese, y pensó: Calma, calma, Otto, creo que éste ya no tiene remedio. Mañana mismo hablaré todo esto
con el señor Wolf.
Pero como con Wili no era la cosa, más bien quería darle ahora
ánimos:
“Cámbieme de cara, pues, Profesor, ya pronto
llegaremos, sí. Je, je, je... Ah, sí, y no vaya a creer que todo es malo en esta linda Lima, tierra de la eterna primavera. Usted mismo también se dará cuenta, je, je, je...”, se reía nomás, enseñándole sus dientes tamaño choclo.
Subió el volumen de la radio.
“Por ejemplo: el clima de esta bella ciudad, la comida, la belleza de su geografía, playas; con su gente sencilla,
no complicada. Seremos desorganizados y dejados, pero unos artistas para
sobrevivir, nadie nos gana. De la nada podemos producir hasta petróleo, de
donde come uno comen cinco, señor. Así como lo escucha, Profesor, la pobreza también
se comparte...”
Otto ya no sabía si creerle o no.
“Por eso que también vivimos felices, alegres, adoramos a
nuestras familias. Mientras más numerosa y llena de hijos, mejor pues. ¡Qué
viva el Perú, carajo! Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz...”,
cantaba orgulloso la sonata de su vals criollo preferido. “Ah, y otra cosa... lo
mejor de todo, son nuestras mujeres, ¿sabía? ¡Qué ricas que son! Imagínese, treinta
años arrejuntados y veinte de casado y todavía le hago el amor rico a mi gorda” Sus ojos como que se
le abrían cada vez más. “Vivo enamorado de ella. ¿Usted qué cree?, este
pechito, a pesar de mis sesenta y cinco, está todavía pito y baila y canta
como el Ruiseñor. Por eso que también me enamoré de mi Lupita.
¡Ayayay! No la cambiaría por nadie. Además, tiene oro en las manos
para la cocina, ¿sabía?” Mientras
conversaba, por lo despistado que era, el carro zigzagueaba por la pista; ya había cruzado también dos semáforos en rojo; por poco atropellaba también
a una viejita invidente que cruzaba cuidadosamente una calle con su palo que más parecía una jabalina.
En ese momento, lo único que quería Otto era llegar por fin sano y salvo al apartamento, ducharse, y dormir si fuera posible hasta
el lunes para estar fresco en su primer día de trabajo.
“Perrro Wili, carrrambas, ya llevamos casi dos horrras y todavía no llegamos.”
“Ya falta poquito, mi Profesor, ¿es usted bien
desesperado, no? Seguro que hoy va a caer como un niño recién nacido en su
cama. Felizmente que tiene sábado y domingo para descansar y arreglar sus cosas,
¿no?” Lo miraba por el espejo retrovisor, como buscando más tertulia “Este,
usted disculpe por la impertinencia... ¿Y su señora esposa cuándo viene?”
“No soy casado, ni tengo esposa”, contestó seco Otto;
no le gustaba que le hablaran sobre ese tema “Yo trrrabajo, trrrabajo
nomás.” Y miró a otro lado, como ignorándolo.
“Qué dice, pues, Profesor, no diga eso, caray. Pero si
las hembritas son el elíxir de la vida...”, le entró la duda y pensó: ¿o
será acaso maricón? “Ya verá que de repente conocerá también a una
limeñita bien salerosa, sazonadita, y no la soltará nunca, ¿verdad?” Prendió un
cigarrillo que apastaba peor que guano “¿Quiere que le dé un
consejo? El trabajo es importante, Profesor, pero no exagere, hay que tomarse también de vez en cuando un wellness para el machito.”
“¿Machito? ¿wellness?... Yo no entiendo.”
No había entenido el doble sentido.
“Claro, pues, Profesor, a meter pinga, pinga, rico sexo”, y
todavía le insinuaba con señas obscenas con la mano.
“Oh, yah, yah, sí... ¿usted dirá Bumsen, no?”,
prefirió decirlo mejor en alemán; su castellano
no daba para tanto.
“Sí, sí, eso mismo, Profesor: Bum-bum-sen, pues” Wili repetía nomas.
“Hmm... perrro no hay tiempo, yo trrrabajo, trrrabajo siemprrre mucho” Y se
rascaba su frente de hombre profesional, trabajador, y responsable de la
dependencia de recurso humano de todo el consorcio multinacional.
“Ah, bueno, eso está muy bien, mis respetos, Profesor.
Caray, el Perú necesita en verdad de hombres así talentosos y empeñosos como usted.
Ojalá pues que tenga también éxito aquí. Pero, mire, una cosita nomás, yo no
quiero menospreciar su trabajo, ni menos desanimarlo, sé que es usted un
magnífico profesional, recién pues llegadito de las Alemanias made in Germany,
profesor enumerado, numérico, ¿o se dice acaso
numerario?, este... bueno, no importa, disculpe mi analfabetismo, de una distinguida Universidad, un doctor
en análisis de los análisis y ultra especializado y con muchas ganas
de aplicar su sapiencia, pero creo que a esta empresa no la salva nadie. ¿Y
sabe por qué?... Porque los que ahí trabajan, son todos una sarta de gallinas y
tramoyistas hasta las cangallas.”
Como Otto era hipertenso y encima con problemas al hígado, el color de su cara comenzó a cambiar en forma intermitente: de rojo a amarillo, de amarillo a verde, y de verde nuevamente a blanco. Mientras lo escuchaba detenidamente, porque, igual, el tema también le interesaba, comenzó a entrarle también las dudas y pensó: Ach du
scheisse!... ¿Si éste, que es un simple chofer se comporta así, cómo será el
resto? "Hmm, interrresante, interrresante... Porrr favorrr, hábleme un poco más
sobre el personal.” Y lo dejó nomas que siguiera
hablando.
“Uy, Profesor, con ellos tiene que tener mucha
paciencia y cuidado. Todos son unas ratas, los más pendejos son los
supervisores, unos hipócritas de primera, chupamedias todos. Ya le contará todo
el señor Wolf, él es buena gente. Ah, pero eso sí, no confíe mucho en lo que le
diga el señor Horn (se trataba del gerente de ventas) Ese, con tal de
no perder sus jugosas comisiones, es capaz de vender su alma al diablo. Usted
disculpe, no es que tenga algo contra los alemanes, pero el señor Horn,
lo único que le interesa es la buena vida y poca vergüenza, se acriolló rápido,
vive como un rey en una mansión en las Casuarinas. Figúrese usted, es el más
tramoyista de todos.”
“¿Así? ¿tan malo es?...”, escuchaba atentamente, y comenzó a escribir unas notas en un
papel.
“Mejor ya no le diré nada más, Profesor. Usted mismo
se dará cuenta. Pero le advierto, su trabajo no va ser fácil. Esta
empresa, es como la inhóspita selva Amazónica: hay que cuidarse de las víboras
y animales salvajes y todos esos parásitos que andan por ahí. Éstos conchasumadres no respetan a
nadie. Y cuidadito nomás con las secretarias, gringo que viene, se lo devoran
vivo. Casi a todas les pica la zorra, pues, este... ¿no sé si usted me entiende? Y de yapa, a que las inviten a los restaurantes más caros de Lima. ¡Tremendas sanguijuelas! ”
“Oh, yah, yah... Zorrra, zorrra.” Otra vocablo nuevo que aprendía, y apuntaba en su papelito. Para conversar con los otros empleados, tenía que enriquecer también rápido su léxico en castellano.
“Pero, por favor, esto que le acabo de contar, que quede mejor entre nosotros nomas, sí...”, le dijo el chofer, despacito, casi murmurando. “Es que usted me cae muy simpático, Profesor Otto, por eso que le confieso también este secretito. Estoy siempre para servirlo, jefecito, je, je, je”
Se encontraban en el último cruce antes de llegar a la
calle Flores, donde estaba el apartamento. Y apareció de pronto una
mancha de mendigos y gente lisiada: mancos, macheteados, minusválidos, enfermos
que se arrastraban por el piso, algunos se hacían los cojos con tubos
incrustados en la rodilla; se acercaban a los carros para pedir dinero,
mostrando orgullosos sus esparadrapos pegados que parecían heridas sangrantes y
gangrenadas. A Otto se le acercó de sorpresa un ciego, movía los ojos raros, en
círculo, como si presintiera todo. Le palpó por sorpresa la cara, contorneaba su cabeza grande con poco pelo y se burlaba de él despacito y hablándole rápido, como para que no entendiera:
“¿Conque cabezoncito y encima peloncito, no?” El
falso mendigo minusválido se divertía
y se aguantaba para no reír; le hablaba todavía en diminutivo: “Dame pues una limosnita
por Diosito, que mire que encima estoy cieguito.” Sus manos sucias, llenas de
verrugas, apestaban a pila de gato.
“¡Aj!... Raus raus, Verfluchter!”, exclamó
con asco, lo empujaba apenas con la punta de los dedos. Y le dio nomas un billete de cinco dólares, con tal de deshacerse
rápido de él.
El hombre cogió el dinero con mala gracia y le dijo
amargo: “¡Qué, nada más! ¡Gringo conchatumadre, hijo de
puta!...” Y en el momento, justo cuando la luz del semáforo cambió a verde, le
escupió un flema verde que calló felizmente en la ventana.
Cruzaron por fin la intersección y llegaron a la calle
Flores, donde estaba el apartamento.
“Listo, Profesor, por fin llegamos”, dijo el chofer y
sacó su gorra empapada de sudor, por poco también no la exprime “Ah, y no se preocupe, si usted gusta, el lunes
paso también por usted a las ocho en punto, precisión alemana, para llevarlo a la
oficina” Bajó del carro para ayudarlo con las maletas. Pero
Otto, como previniéndolo, le dijo solamente:
“Oh, nein, nein, muchas grrracias, vaya mejorrr nomás que yo me encarrrgo del resto, y tómese también el
lunes librrre."