SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Friday, February 16, 2007

La desgracia de Prudencio


Prudencio tenía que viajar a las seis de la mañana a Londres para reunirse con un cliente importante. Para no molestar a su jefe, en cuyo apartamento había dormido esa noche, pues el suyo quedaba muy lejos del aeropuerto, se levantó sigilosamente y antes de ir a la cocina a prepararse el desayuno, decidió entrar al baño.
“Me alistaré rápido, porque, ¡ay, Dios, qué vergüenza!... qué pensará sí me ve en éstas fachas”, dijo, pensando en su jefe; y cerró la puerta empujándola apenas con la yema de los dedos.
Como sabía que su jefe no toleraba ni los silbidos de los pájaros, tenía que ser muy cauteloso para no incomodarlo; sobre todo, si el ominoso recinto estaba separado del dormitorio principal donde él dormía, solamente por una angosta pared de fibrocemento de apenas una pulgada de diámetro. El apartamento era tan chico que se podía escuchar hasta los pasos de una hormiga: 60 m2, dos dormitorios, un solo baño, sala-comedor, y una pequeña cocina.
Se quitó el pijama silenciosamente, colgó la toalla de mano al lado del lavatorio, acomodó el jabón en la jabonera de cerámica, enganchó la bata en el garfio de la puerta; luego abrió su neceser, sacó una toallita larga, y la extendió en la repisa de vidrio que había en el espejo, como para atenuar los ruidos de las cosas que iba poniendo encima. Empezó primero con el cilindro de la espuma y la navaja de afeitar; luego el after shave; el vasito de plástico con el cepillo y pasta de dientes; el corta uñas y, por supuesto, su inseparable desinfectante bucal. Así era Prudencio, aparte de pudoroso era un hombre muy pulcro, cuidaba mucho su apariencia, decía siempre: “¡Ah, qué agradable, no hay como sentirse siempre limpio y fresco!”
Se miró las ojeras en el espejo del baño, y mientras bostezaba abriendo la boca, pensaba en el largo viaje que le esperaba, el hotel donde se iba a hospedar, y las cosas que conversaría con ese cliente en Londres.
Mientras tanteaba con la mano el agua que salía del lavatorio, un cólico intestinal repentino le obligó a sentarse en el escusado y a esperar... En ese momento Prudencio no sintió vergüenza, ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezaría más bien suave y silencioso; y pensó bienaventuradamente en ese cuarteto de ese autor anónimo donde proclama: “... que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado...” Acordándose –esas cosas de la infancia que nunca se olvidan-, de ese momento cuando él tenía apenas cuatro años y sin importarle nada ni a nadie, se acercó donde su madre y con esa inocencia y simplicidad digna de una criatura de esa edad, le anunció delante de todos los invitados: “Mamá quiero caca” Hasta que un fragor seco pero acolchado, como si se escucharan golpes de resortes con almohadazos, o algo parecido (era su jefe quien se había volteado bruscamente en la cama, como para cambiar de perspectiva de lo que estaba soñando), le hizo volver a la realidad.
“¡El jefe!...” exclamó asustado, acordándose de que no estaba en su casa: “¡Suéltala mejor despacito, ajusta, ajusta!... ¡Ayayay, se me sale, se me sale!... ¡Hummm!... ¡Aiiiiii!” Se concentraba, ajustando valiente, mordiéndose los labios, y con unos ojos, que se le salían de la cara. “Carambas, ¿qué es lo que me habrá caído mal?...”, se preguntaba preocupado: “¿Habrá sido el arroz con pollo?¿O la maldita empanada de yuca con carne, que comí donde la negra Tomasa?” Pudoroso como era, y para evitar que su jefe se diera cuenta de otros posibles ruidos o resonancias que pudieran venir, dejó que siguiera corriendo el agua del caño.
Se acomodó lo mejor que pudo en la taza del escusado: era delgado, pero con un poto que con las justas le cabía solo una nalga. Se sentó inclinándose un poco hacia la izquierda y manteniendo la otra nalga en el aire, como para que el tiro no le saliera por la cu...lata. Sus tripas intestinales crepitaban igual que el volcán Mauna Loa, momentos antes de estallar.

Hasta que no aguantó más, y soltó la primera emisión vertical y viscosa, junto con el ¡AHHHHHH...! de alivio, seguido del ¡HAAA-LAAA-LÍII! de ignominia. Casi al final y guardando la misma intensidad ultravulcaniana –que más parecía stromboliana-, disparó una horrenda detonación, y luego otra y otra, que hizo estremecer hasta la cortina de la ducha; las cosas que había acomodado en el aparador del espejo, también se bamboleaban de un lado a otro.
Qué es lo que no hacía Prudencio para silenciar esos ruidos: se echaba hacia atrás, estirando los pies hasta rozar la puerta; se cubría los muslos con todas las toallas que encontraba a la mano: metiendo aquí y encajando allá; se inclinaba hacia delante con la cabeza tocando las rodillas y juntando bien las piernas; taponaba la rendija de la puerta con la correa de la bata; se agarraba las nalgas, separándolas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto tempestuoso. Pero nada, todo era en vano. En ese momento pensó solamente en el fin del mundo, la profecía de Nostradamus, el maremoto en el Golfo de Bengala, la bomba de Hiroshima. Al final, después de haber expulsado la última escoria, prorrumpió tumultuosamente el pedo final, que hizo vibrar hasta la puerta.
“¡Mierda, questa situazione non mi piace!…¡Io sto malissimo!” Exclamó en perfecto italiano (era el temperamento genovés que lo tenía del abuelo); se encogía de vergüenza, frotándose la barriga y arrugando la cara. Sin embargo, tenía que guardar la calma y atenerse a las consecuencias: “Qui mangiare forte, caga forte, ma non le teme da morte”, pensaba dándose ánimos.
Al no encontrar el papel higiénico por ningún lado, haló nomás el tanque de agua del retrete, cerrando bien los ojos para no ver el alud que había ocasionado en la taza. Se paró y embarrado como estaba, cerró la puerta con llave y cuando quiso poner la llave a un costado, se le resbaló de la mano, cayendo justo en medio de ese torbellino de aguas servidas, rumbo a la canalización del desagüe principal.
“¡Y ahora, cómo salgo!” Fue lo único que se le ocurrió decir.
No tardó mucho tiempo en darse también cuenta que el escusado había sufrido un embotellamiento y que el agua seguía y seguía corriendo hasta colmar el límite de la taza. Por el piso comenzó a navegar una flota de pequeños submarinos marrones, junto con una escuadrilla de otros desperdicios orgánicos no identificables, que encallaban en el borde de los pies de Prudencio, y terminaban aglutinándose en la base de la tina. Pobre Prudencio, su situación se complicaba cada vez más, porque ahora no sabía cómo diablos contener ese violento desborde de aguas excretadas: Taponaba la taza del retrete metiendo todo lo que encontraba: las finas toallas bordadas a mano, el pijama de seda, su gorra de dormir, calcetines, la bata; hasta sus chancletas cuzqueñas forradas con lana de oveja. Luego bajó la tapa de plástico, ajustándola bien con la cortina de la ducha que la había convertido en soga, y amarró fuerte un nudo triple alrededor de la llave general de agua potable, que también se había atascado. La presión de agua había aumentado de tal manera, que comenzó a salir disparado un líquido beige apestoso por los caños del lavabo y de la tina. El pequeño recinto se había convertido en un vertedero pantanoso: todo lo que podía flotar, flotaba encima de una poza pestilente, empantanada de deyecciones y secreciones.
Las aguas servidas no solamente provenían del retrete que Prudencio había atorado, sino que, además, confluían desde los otros apartamentos a través de una compleja red de conductos (y que no eran pocos, porque se trataba de un edificio de quince departamentos, todos equipados con tres confortables baños con bidé inclusive –los de servicio son aparte-, y donde vivían: papá, mamá, con sus hijos y los hijos de estos, tíos, abuelos, bisabuelos, y en algunos casos uno que otro amigo íntimo, compadre o pariente que venía a visitarlos el fin de semana con toda su cría –que también no dejaban de ser numerosos), por el tubo de desagüe principal, que por la presión del atranco, también se había reventado justo a la altura donde se unían las cañerías del baño de su jefe.
Para evitar que lo vieran en pelotas (le daba vergüenza que le descubrieran lo que le colgaba entre las piernas), alcanzó ponerse con las justas el calzoncillo, que lo había encontrado flotando en medio de toda esa desgracia suspendida. En el momento que quiso apagar la luz chica del espejo, como para disimular semejante catástrofe, ocasionó un corto circuito, achicharrándosele el dedo como un chorizo en el interruptor. Por la humedad estancada que reinaba en el ambiente, los finos azulejos españoles que adornaban el interior del baño, comenzaron a desprenderse, saliendo disparados verticalmente –igual como cuando uno cocina palomitas de maíz, sólo que con la olla destapada-, hacia todas las direcciones. Mientras se defendía contra las siniestras esquirlas de cerámica que se incrustaban agresivamente en su piel, pisó una rata (o mejor dicho de lo que quedaba de ella) que se había colado por el hueco de una alcantarilla, y se resbaló golpeándose la frente con el filo de la tina, y junto, se le vino también toda la rinconera de perfumes eau de toilette, que su jefe, amante de los buenos aromas, coleccionaba de cada viaje que hacía en el extranjero. La mezcla aromática de esos líquidos bienolientes, desparramados en la cabeza de Prudencio y que se combinaban con el tufo penetrante a excremento, hubiera podido espantar al gallinazo más hambriento.
Completamente desaliñado, cochino, y humillado por la desgracia, no le quedaba otra que frotarse el cacho que le había brotado en la frente, y olvidándose de que había cerrado la puerta con llave, haló con tal desesperación la manija, que se le quedó prendida en la mano. De puro arrebato y frustración, arrojó el metal a la tina y sin saber cómo, colisionó contra el espejo, haciéndose éste añicos: las astillas de vidrio le habían reventado el ojo derecho, y otro buen pedazo le ocasionó un tajo en la cara, que se tiñó toda de rojo. Tuerto y quejumbroso desprendió las manos de la faz, y como no podía ver sangre, palideció, vomitó, y cayendo nuevamente en la tina desmayado, se zambulló lentamente en ese lodazal de aguas usadas que aumentaba y aumentaba cada vez más de volumen.

Por cuestiones más bien de olfato que de bulla, su jefe se levantó abruptamente de la cama y tapándose la nariz, pegó una oreja en la puerta del baño y, como sospechando que podría tratarse de su invitado, le gritó preocupado:
“¡Prudencio, Prudencio, eres tú!... ¿Ha pasado algo?”


Te mataré mosca de mierda



Se escuchaba un zumbido molestoso en el cuarto. Como persona tranquila, calmada, siempre serena, que nunca se dejaba dominar por las emociones, intentó no dejarse irritar por ese ruido. Se encontraba en su estudio preparando el ensayo: “Domine mejor sus emociones y aprenda a vivir en Armonia”, que iba a presentar como material para una ponencia en el Centro de Técnicas Curativas del Instituto Nacional de Psiquiatría. Era psicólogo de profesión, con una vasta experiencia en técnicas de motivación y autocontrol.
Pero el ruido de esa mosca de seis milímetros de tamaño con cabeza elíptica era desesperante; por momentos parecía como el sonido de una broca eléctrica que le perforaba hasta las neuronas. El animal volaba alegremente alrededor de su cabeza; a ratos se posaba sobre su escritorio, moviendo las patas como si estuviera bailando un merengue, provocándole: “A ver, atrápame si puedes”, parecía decirle; no se dejaba atrapar. Inmediatamente emprendía vuelo rumbo a su oreja, nariz, manos y dedos. Descansaba por momentos en su frente fruncida, recorriendo las hendiduras y subiendo las lomas de su piel marcada por el tiempo; y nuevamente alzaba vuelo, explorando las partes más sensibles de su cara. A la mosca le gustaba el olor de su piel húmeda, cálida. Rastreaba su epidermis con la trompa sucia de materia orgánica en fermentación.
“Dante, cálmate, que es sólo una mosca”, se decía manteniendo su postura de hombre ecuánime; movía la cabeza para espantarla, abanicaba la mano.
Como psicólogo sabía cómo dominarse. Se inspiraba en los sentimientos que experimentaba en ese momento para preparar su ponencia; esbozaba sus ideas en un papel:
“La emoción es una experiencia sentida que se produce en algún punto por debajo de la nariz” Y sentía como la mosca se desplazaba bordeando su orificio nasal. Volvió a mover la cabeza, se rascó la nariz.
Se paró, arrimó a un lado la silla del escritorio y abrió la ventana.
“¿Y ahora dónde te has metido?...Ven y sal mejor por aquí”, le decía. A pesar de ser un insecto despreciado y fastidioso, prefería dejarlo ir a matarlo. Dejó la ventana abierta.
El animal no era idiota, y salió de su escondite detrás de la cortina para volver a ser gala de su destreza en molestar al prójimo. Se divertía con Dante. El insecto múscido salió del cuarto, feliz y contento rumbo a la cocina para alimentarse un poco con los restos del desayuno. Al cabo de cinco minutos volvió donde Dante con la barriguita más llena, para seguir molestándolo aún con más energía: Enredaba sus patas largas delanteras a los vellos de su cuello, esparciendo miles, millones de microbios y bacterias; se desplazaba por los orificios más sensibles de su cara; espulgaba con la trompa los restos micro-orgánicos de su piel; se movía por el borde de su labio inferior igual que un equilibrista; se paseaba entre los dedos, uñas, y a ratos hasta por el palmar de su mano derecha.
Dante aprovechaba para escribir teorizando las molestosas experiencias con esa mosca:
“Domine sus músculos concentrándose más en la experiencia emocional. Es necesario dosificar la tolerancia por intermedio de la intensidad emocional para que el coeficiente intelectual (CI) se acostumbre a compartir el control con el coeficiente emocional (CE)”
Conclusiones muy sabias. Equilibraba los pensamientos con los sentimientos, el control de la razón por encima de la emoción.
Y volvía el insecto: se posó en la mejilla de Dante, suspendiéndose en el aire, moviendo sus alas transparentes en el vacío –vibraban a mil por segundo, como retándole a jugar. Dante seguía allí, sin dejarse avasallar por lo nervios, y acordándose de las palabras mágicas que le habían enseñado sus sabios profesores: conceder, liberar, permitir, invitar. Le hablaba a ese Díptero ciclorrafo como si fuera humano:
“¿Con qué quieres jugar conmigo, no...?”, preguntó; y se acordó de otra importante regla: “Haga ejercicio, estírese, muévase, tonifíquese, sólo así estimulará mejor su conciencia física y emocional.
Dejó lo que estaba haciendo, se echó al suelo, y comenzó a hacer un poco de abdominales. Mientras hacía sus ejercicios, hablaba con la mosca, que se había quedado prendida en el techo como un arácnido:
“No te haré caso ni tampoco de odiaré, sería cómo rebajarme, porque sé que tampoco tienes la culpa de ser así: un animal sin cerebro que se guía solamente por los instintos, ¿me comprendes?”
Contraía los músculos del abdomen con fuerza.
“Así es, porque yo no soy como tú, puedo pensar, tengo inteligencia, actúo emocional y racionalmente. Así que ya sabes, a mí no me vas a irritar.”
Mientras más se movía Dante, tratando de espantar al animal, agitando sus brazos y piernas al vacío, éste más le molestaba. El insecto lo miraba atrevidamente. Y Dante, saltaba, aleteaba hombros, movía el cuerpo; y otra vez se agachaba, estiraba, volvía a encogerse, ejercicios y más ejercicios, pero nada. La mosca se había prendido a él como un parásito.
Dante se esmeraba en mantener la calma, y trataba de poner en practica las técnicas de autocontrol behaviorista, holista, budista y todas las que terminaran en ...ista ; el poder del espíritu, de la mente y su energía positiva con todos sus derivados:
“Dante, por favor, ese insecto nunca de dominará, ¿entiendes? Los animales no piensan como nosotros, o mejor dicho ni piensan. Escucharé mis palabras con los ojos, el corazón, el estómago, y con todas las otras partes de mi cuerpo donde me toque esa mosca. Me relajaré y neutralizaré la parte nociva, destructiva que hay dentro de mí y no le haré daño. Yo no me rebajaré ante ese bicho descerebrado sin inteligencia. Sí, eso es... me quitaré los zapatos y aflojaré la ropa.”
Se puso más cómodo. Se tapaba los oídos para no seguir escuchando ese zumbido que parecía hacerse cada vez más agudo.
Calentó un té y volvió al cuarto algo más tranquilo para continuar con su ensayo. Respiró tres veces, contó hasta diez, y procedió a escribir el siguiente esquema para su presentación:
“Primera parte: Siéntase inteligente; Segunda parte: Viva con inteligencia; Tercera parte: Siga siendo inteligente”, y empezó a desarrollar para la primera parte, los siguientes capítulos: “1.1-Acepte lo que siente; 1.2-Viva el momento: conciencia emocional activa; 1.3- Sea empático: cómo la inteligencia se vuelve sabiduría...”
Y así desarrollaba la teoría, capítulo por capítulo, acápite por acápite. Tenía que impresionar a sus colegas, los sicólogos.
La mosca merodeaba persistentemente alrededor de la taza de té que tenía junto a sus apuntes. Estiró sus alas y se lanzó al vacío, aterrizando justo en el borde de la taza con una precisión única: lamía con la trompa contaminada de microbios el líquido azucarado, mezclado con la saliva de Dante que se había quedado impregnada en el filo.
Dante levantó la vista por un momento para descansar un poco, y se dio cuenta que la acompañante molestosa nuevamente estaba allí, poniendo a prueba su paciencia, bañando su taza con bacterias patógenas. Sintió asco, mucho asco, contuvo una vez más ese sentimiento de antipatía y fastidio que llevaba adentro y con el afán de espantarla, dió un manotazo, botando la taza sobre su ensayo. Al ver como el líquido desparramado caliente desintegraba su trabajo –fruto del esfuerzo de horas de concentración-, su cerebro estalló en un corto circuito, se le bloquearon los pensamientos, borrándosele de la mente toda posibilidad de actitud templada, equilibrada: palideció, apareció en un ser indomable capaz de destruir la tierra en un segundo; la mosca diminuta se convirtió en un moscardón inmenso asesino que crecía y crecía; un enemigo de alta peligrosidad a quien había que matar a como de lugar.
“¡Ahora o nunca!”, le gritaba “¡Ya me llegaste, carajo!... ¡Te mataré mosca de mierda!”
Gritó tan fuerte que hasta los vecinos se habían asustado. Asomaban sus cabezas para ver qué sucedía en esa casa. En ese momento Dante ya no era el de antes, sus nervios le habían traicionado. Se había transmutado en un ser fiero, arisco, rabioso, intratable, lleno de odio y animadversión: se halaba los pelos, botaba espuma por la boca, clavaba las uñas en su escritorio; se arañaba hasta sacarse sangre; se mordía los labios, la lengua, lloraba desesperado. Su paciencia había llegado al límite.
“¡Al diablo con la inteligencia emocional, qué sicología ni autocontrol ni nada, carajo!... ¡Te asesinaré gasterophilus intestinalis! Apachurraré tu cuerpo, sacándote todo los líquidos... ¡Dónde estás, dónde estás, moscardón!”
Tiraba las cosas por la ventana, halaba las cortinas; destruía toda las cosas dónde ella pudiera posarse. Se fue a la cocina y agarró un mazo y un cuchillo de treinta centímetros para descuartizarla. Gritaba sin control por los cuartos y pasillos de la casa, totalmente trastornado; se enfrentaba a los armarios y estantes de libros tirando patadas, golpeando con el mazo, igual que Don Quijote luchando contra los molinos. Todo pero absolutamente todo lo que veía lo destruía: sus apuntes, ensayos de sicología, los libros de estudio de psicoanálisis y autocontrol.
“¡A la mierda con todo!... ¡Lo único que me interesa ahora eres tú, ven y enfréntate conmigo!”, retaba a la mosca. Daba cabezazos contra la pared, una y otra vez.
Se imaginaba que la mosca había depositado sus huevos en los asientos de la sala, y que miles, millones de larvas se convertían en una hippobosca equina, calliophora vomitoria, mosca borriquera, la Tsé Tsé.
“¡Sal de donde estás, carajo, que de aquí no saldrás viva!”
Levantaba los muebles de un porrazo, punzaba los cojines con el cuchillo, despegaba las alfombras del piso, cortaba los cables de las lámparas.
“Pero qué idiota... las moscas no pueden reproducirse aquí. ¡En la basura!... ¡Sí, eso es, la buscaré donde están los desperdicios!”
Regresó a la cocina y metió la cabeza en el basurero: despedazaba los restos de pellejo de carne putrefacta que había quedado de ayer; tiraba las cáscaras avinagradas de fruta al piso; las latas de conservas las hacía trizas. Lamió los platos sucios de comida que no había limpiado de hace dos días, y dijo:
“Bien, bien... así me tragaré también sus huevos y cuando defeque, veré las larvas de esas malditas moscas en mi excremento y las mataré una por una... Je-je-je” Se reía, completamente desequilibrado.
Ya era tarde, con todo lo que había roto en la sala, más los destrozos de las luces, se había quedado en tinieblas. Los vecinos que no se perdían ninguna escena, miraban sorprendidos por el balcón y comentaban preocupados:
“¿Qué le habrá pasado a Dante, él que ha sido siempre tan tranquilo y equilibrado? ¿No estará tomando drogas? ¡Pobre, se ha vuelto loco!... ¿Por qué grita así?”
La voz histérica de Dante retumbaba por el vecindario:
“Salvaré a la humanidad de este flagelo... ¡Cuídense, cuídense del moscardón, la Tsé Tsé!... Que yo mataré a ese múscido transmisor de la enfermedad del sueño... ¡PUM! ¡PAM! ¡PIM!” Se escuchaba los golpes secos de karateca que tiraba en forma precisa contra las paredes y puertas. Pero nada, seguía sin encontrar nada.
Comenzó a imaginarse otros escondites.
“¡Ya sé dónde podrías estar!... ¡Ajá, ajá!... ¡En el baño!”
Caminó hacia el baño sigilosamente como un felino, moviendo sus brazos en forma de serpiente, digno de todo un maestro en artes marciales. Giraba la cabeza como una lechuza; imitaba ruidos de animales para confundir a la presa. Cortó la cortina de la ducha de un solo tajo con la esperanza de encontrarla allí, pero nada. Se metió a la tina para refrescarse un poco y tomar agua. Fulminaba cada rincón del baño con la vista: raspaba la loza; metía uña y nariz en cada rincón, igual que un oso hormiguero; abría, levantaba aquí y allá.
“¡El escusado... claro, el escusado! El olor a mierda te atraerá. Cómo no se me ocurrió antes. Ahora sí que te atraparé, mosca de mierda. Ja-ja-ja... Je-je-je… Ji-ji-ji”
Levantó la tapa, se sentó y defecó una mierda apestosa, espesa. Se quedaba allí, sentado esperándola.
“¡Carajo!... ¡cómo apesta!...”, y se tapaba la nariz. “Ven mi mosquita y chúpame el ano con tu trompa, igual como lo haces con las vacas y caballos. ¡Mmm, qué rico!... Te cautivaré con mi aroma” Alerta con el cuchillo carnicero por si la cogía al vuelo.
Nada, no daba indicios. Se levantó, cogió un poco del excremento y comenzó a embarrar cada rincón de la casa; mezclándolo con lo que encontraba en los basureros.
“Eso es, para que huela todo rico. Además, te tengo otra sorpresa...”
Se fue al depósito, sacó un insecticida concentrado de DDT, cerró todas las ventanas y puertas de la casa, roció todo el ambiente con ese veneno mortal.
“Je-je-je... Ahora sí, te mataré insecto odioso, esperaré, esperaré... Je-je-je”

Mientras esperaba a su víctima, que ya hace rato había escapado volando por una ventana, sentía que su cuerpo se debilitaba cada vez más, hasta que cayó con la lengua afuera, botando una espuma amarillenta.



Wednesday, February 14, 2007

Reencuentro inolvidable





Llegada del primer convoy...


...“Izabela, ¿pero estás segura que vendrán a la hora?”
“Claro que sí, Frederic” Así me llamaba siempre “Y ahora por favor déjame seguir durmiendo que son las c-i-n-c-o y m-e-d-i-a de la mañana, por Dios.” Me lanzó una mirada que parecía torcérsele los ojos.
Yo me encontraba despierto desde la cuatro. Había tomado un ligero desayuno porque el fuerte lo iba a tomar a las nueve, cuando vinieran Mónica y Fátima. Era un día que prometía ser verdaderamente lindo, con un alba de matices azul morado y un olor a aire fresco increíble. Afuera, los pajaritos hace rato que me habían ganado la posta: cantaban felices, aleteando sus alas, llenando el buche a sus crías con gusanitos. Los árboles se movían con el fresco viento mañanero; y las hojas de los árboles vibraban atrevidamente como si me estuvieran anunciando algo.
“Piii... Piii... ¡Alégrate, alégrate, porque hoy será tu día!... Alle Vögel sind schon da...” imaginaba que me cantaban los pajaritos con flautita, guitarra y todo, recordando con nostalgia las clases de música del profesor Mattenberger, allá cuando tenía ocho años o más.
“¡Sí, qué alegría!... ¡Hoy día por fin vendrán, caray, son tantos años!” Me decía todo contento.
Felizmente que este cuerpo de mierda enfermo por la polineuropatía y vasculitis crónica que me manejaba, ese día, no me había molestado para nada. A lo mejor se debía a la avena con germen de trigo y rodajitas de plátano que había comido una hora antes. En fin, no importa, la cosa era que me sentía con un positivismo que parecía ultravulcaniano. Con decirles que llegué hasta a rezarle a nuestro difunto director del colegio, prendiéndole también una velita misionera. Él, que siempre había sido tan pero tan buena gente con nosotros... ¡Tremendo jabalinero de secretarias culoncitas! Hasta ahora me acuerdo cómo le gustaba lucirse con su carro Camaru y llantas con cocadas de avión, ¿se acuerdan, hagan memoria muchachos?
Ya desde tempranas horas mil pensamientos mariposeaban por mi mente.
Izabela se encontraba tan cansada que ni caso me había hecho; pero yo, hombre siempre enamorado de ella, le besé la frente haciendo una succión larga y sonora. ¡Pero nada! Ni caso me hacía. Por el contrario, se volteó a un lado de la cama, dándome la espalda, como para cambiar de perspectiva en sus sueños.
Yo estaba que sudaba desde temprano. Los climatólogos, o digamos que físicos atmosféricos –muy acertados como siempre, por supuesto-, habían anunciado por la radio que hoy la temperatura máxima iba a llegar a 30 °C, o tal vez más. Así que aproveché para enfriarme un poco, o perdón, digo asearme en la ducha, donde, por lo distraído y siempre despistado que soy, casi me metí con pijama y todo. Luego me afeité, me eché mis cremitas humectantes, gotitas para estos ojitos que siempre se secaban por las quimioterapias esas de mierda, y... en fin, a ponerme rico papá para las Suizas, pues.
Notaba también como el tiempo pasaba volando. Sí, así es, porque haciendo nomás un pequeño análisis retrospectivo de los casi treinta y cinco años que habían transcurrido desde que nos vimos por última vez, ahora ya ni me acordaba de las caras de Mónica y Fátima, ni menos la de Ernesto y Peter. Así que aproveché rapidito y cantando reloj que marcas las horas de los Panchos, para preparar la mesa del desayuno: cubiertos, los platos con dibujos incaicos, tazas, la mantequillera con su buen trozo de mantequilla light, la cafetera, la panera llena de panes; la velita azul para la mesa del comedor y la verde para la sala; servilletas con bastante colorinches (como le gusta a los alemanes, porque me imaginaba que seguro a la suizas también les iba a gustar.)
La Luxus Lady, ay, perdón, quiero decir mi mujercita linda preciosa, ya hace rato que rondaba por la casa a ver si es que no nos habíamos olvidado de algo.
“Listo, mi amor, ¿qué tal te parece la mesa?”, le pregunté orgulloso; miraba satisfecho mi obra de arte.
Ella, claro, como buena alemana detallista, minuciosa, y después de haber inspeccionado con ojos críticos cada rincón de la casa, se volteó donde mí y consolándome con una caricia en la espalda que comenzaba a ponerse dura, me dijo con su vocecita dulce y primorosa:
“Bravo, das hast du aber toll gemacht, mein Schatz!… sólo que falta un pequeño detalle: cómo mierda me pones pues ese mantel que usamos todos los días. Mira, hasta se notan las manchas de Hühner Suppe que comiste ayer. Además, esas servilletas de porquería que no cuadran para nada, que encima habría que doblarlas con estilo para que se vean mejor.” Su ceja izquierda comenzaba a levantarse.
“Ay, sí, verdad, Liebling, tienes razón. Pero... no te molestes pues conmigo, que mira hasta soñé que había resucitado a nuestro Director del Colegio Pestalozzi, Joseph Trost.”
Y para evitar que Tongo le dio a Borondongo y Borondongo le dio a Bernabé, a lo caballero, dejé mejor que se encargara de la decoración y detalles artísticos finales.
A pesar de sentir que las extremidades, especialmente las manos comenzaban a temblarme como onanero, terminé de ayudar a Izabela en lo que pude ayudar y me enrrumbé solo y con mi bastoncito de lux con mango ortopédico y gorrita con visera de sunny boy, hasta la estación del tren en Coswig, a recibir el primer convoy.
Entonaba alegre mi canción preferida “Pedro Navaja”, por la esquina del viejo barrio lo vi pasar. Menos mal que Mónica me había anunciado por el celular que se iban atrasar como media hora.
El tren había llegado tal como me lo había anunciado, a las 09:30 sin ningún minuto más.
De tanto silbar y cantar que por el tumbao que tienen los guapos al caminar, haciendo quiebres aquí y levantaditas con bastoncito allá, alcancé a recibirlas con las justas en la escalera que daba al corredor principal de la estación. El corazón me latía a cien por hora.
“¡Hola!... ¡Qué alegría, por fin llegaron!”, fue lo único que se me ocurrió decir. Todo me temblaba: la voz, manos, piernas. Intenté bajar unos peldaños donde casi trastabillo, pero ellas ya estaban subiendo para abrazarme; y antes que pusieran sus equipajes al suelo, alcancé a darles a cada una, una rosa amarilla. Por los poros de las manos me transpiraba como medio litro de agua.
“¡Freddy!... ¡Ay, qué lindo! ¿Este... son rosas, no?”, exclamó Mónica, mirando mi regalo como si se tratara de todo menos de flores. Claro, pero por lo catastróficamente que se veían se confundían hasta con una lechuga. La abracé primero a ella y luego a Fátima. Nos embadurnamos con saliva las caras de pura euforia. Cómo habrán sido de efusivos nuestros abrazos que hasta la Fátima con sus ojitos pícaros y todos saltones me dijo:
“Oye, bandido, qué bien perfumadito que te has venido... Ja-ja-ja”
“Power Rush de Gillette, y todavía bañadito con jaboncito Johnson para bebés ultra sensitive... Je-Je-Je”, le contesté riéndome.
Intercambiamos sonrisas, sonrisas y más sonrisas. Por mi mente, digamos que siempre algo proxeneta y fantasiosa, y no sé por qué, comencé a recordar todas las horas que habíamos pasado juntos en la clase de química, el paseo a Casta, Marcahuasi; con la profesora Ada Morales y su mirada diabólica, lavándonos siempre el cerebro con reglas de unidades sintácticas y categorías gramaticales, hasta que un día, cansado de escuchar siempre la misma cantaleta, le zampé un plátano podrido en la mesa para que ya no jodiera más. En ese momento y por cuestiones de segundos, hasta me había alcanzado el tiempo para acordarme también de las modestas, modestísimas clases de historia, con limpiada de uñas y todo de nuestro muy querido e ilustre profesor Modesto Jibaja alias cebichito; a parte, porque claro, eso también nunca se olvida, las apocalípticas escenas en la clase de religión, donde al final el profesor terminaba tan apaleado, que a veces por miedo no se aparecía durante un mes.
Las ayudé como podía con las maletas, porque, carambas, creo que no traían ropa sino rocas.
“Oye, ¿qué traen ahí, ah?... ¡Pasu machu, sí que pesa!”, les dije torciendo la boca y encorvando el tronco como para soltar un poco mis entumecidas extremidades; dentro de mí pensaba riéndome: Je-je-je... Caray, ¿a lo mejor de sorpresa traen también escondidos a Ernesto y Pieter que son chiquitos?
“Noooo, no es nada, es sólo la lona de las maletas que pesan así”, respondió Mónica, fingiendo como si no le molestara. Felizmente Fátima halaba su maletín con rueditas, pero igual, parecía como si tirara un lastre de cincuenta kilos.
Yo ayudaba a Mónica con una mano.
“Vengan, vamos a cortar camino por aquí, sí...”, dije, señalando con el dedo índice igual que Cristóbal Colon cuando descubre tierra.
En el camino, mientras conversábamos de cómo ha pasado el tiempo y qué es de fulano y mengano, y te acuerdas de esto y de lo otro, nos chequeábamos cada gesto, arruga, pelo que teníamos en la cara. Mónica, con su rostro aguileño y de mujer pensativa, no paraba de analizar cada cosa que yo decía y hacía. Fátima, en cambio, se entretenía con la conversación contando cada paso que avanzaba. Halábamos las pesadas maletas como si estuviéramos cruzando el Mar Muerto sin agua pero con sal, en camino hacia la tierra prometida.
“¿Por qué no ponen mejor el maletín de Mónica encima del mío?”, sugirió Fátima, siempre tan linda, condescendiente, y a pesar de que también sacaba la lengua de cansancio.
Al final, ya casi al llegar se nos ocurrió hacer lo que Fátima nos había sugerido.
“Bueno, aquí tienen, esta es mi humilde posada que más se parece a uno de esos nichos del cementerio El Ángel de Lima... Je, je, je.” Me reía solo porque creo que ni me habían entendido la gracia.
No, hablando en serio, ambas se habían quedado gratamente sorprendidas por ese orden y belleza tan peculiar de Coswig.
El encuentro con mi Izabela en casa había sido muy emocionante, se chupeteaban efusivamente las mejillas: “¡Hola qué tal, mucho gusto!... MUA, MUA... ¡No, qué va, el gusto es mío!... MUA, MUA” Mi mujer, que es más blanca que la tiza, se había puesto roja hasta el pelo (por si acaso la pobre sufre también de presión alta) Ese cuadro de abrazos y besos que se hacían las mujeres, como si se conocieran desde hace tiempo. Notaba que desde el comienzo habían hecho muy buena química. Yo estaba que ya no cabía en mi pellejo de lo feliz que me sentía. Era algo muy difícil de explicar.
“Pasen, pues y bienvenidos”, dijo Izabela, mostrando su acostumbrada sonrisa de oreja a oreja.
Mientras acomodaban los equipajes beduinos y cajas de Pandora en el suelo, Fátima me alcanzó una bolsa gigante, llena con hielos y envases de plástico que, por mi sensible olfato, inmediatamente supuse que se trataba de una comida exótica. Por supuesto que ni me atreví a decirle nada. Fue cuando ella, muy cariñosa y poniéndome una mueca como diciendo, ay, ojalá que te guste lo que te preparé, me dijo despacito al oído:
“Freddy, por si acaso es ají de gallina. Guárdalo mejor rápido en la refrigeradora antes de que se malogre, sí.”
“¿Ají de gallina?”, pregunté sorprendido. “¡Has dicho ají de gallina!... ¡Fátima, qué rico, eres un amor, es el plato que siempre me cocinaban en Lima!”, exclamé con la boca que se me hacía agua. Lo había preparado hasta con aceitunas negras, huevos cocidos, y su media docena de papas. Yo que no podía con mi genio, casi le decía: pero... ¿y los anticuchos y picarones?
Izabela, que no entendía de estas recetas ni platos culinarios tercermundistas, me miró también extrañada, como diciendo, anda pues mi amor, dime de que rareza comestible se trata. No le dije nada y preferí mejor cederle la posta a Fátima para que le diera una explicación pormenorizada sobre el suculento potaje.
“Ohhh... sehr interessant!.” Prorrumpió algo dudosa y con su ligero acento sajón. Miraba a Fátima con un ojo agradecido y con el otro que lo torcía hacia la bolsa que ahora la tenía yo, como diciendo: y ahora, seguro que si como esto me picará como diablos y se me hinchará la lengua, traquea y retorcerá el esófago” Pero felizmente, como buena diplomática que era, ablandó su gesto y le dijo sonriente: “Hmm, lecker, lecker!!!... Nicht war?”
Yo como la conocía (casi 8 años que vivimos juntos, que hasta le conozco todas las cremas humectantes matinales y vespertinas con rodajas de pepinillos, tomate y todas esas verduras que le gusta echarse las mujeres en la cara) le dije:
“Mi amor, si te pica, kein Problem, estoy seguro que Fátima despellejó la gallina, enjuagándola solamente con el ají pipí de mono turco, porque el rocoto peruano sé que es difícil de conseguirlo. Además, para eso hemos comprado también dos botellas grandes de agua con natruim.”
Consolaba a mi mujer, acariciándole sus blanditos hombros; y a Fátima, por supuesto que por tan bello gesto, a ella, tan chiquita y delicadita, le volví a sacudir como a un oso.
Mónica también no se había quedado atrás. Como sabía que a mí me gustaba escribir, me había regalado un maletincito con toda una gama de utensilios: bolígrafos de lujo, bloc de hojas blancas, borradores y hasta con klinex para secarme las lágrimas en el caso de que me emocionara cuando escribiera algo romántico y no esas cosas esperpénticas y pervertidas como "las fantasías de Luchito" Me decía toda cariñosa:
“Mira, a ti que te gusta escribir tanto, aquí tienes estas cositas que espero te sirvan, a ver si cuando estés inspirado y te vengan las ganas de dar rienda suelta a tus imaginaciones, nos escribas por fin pues algo bonito y romántico... ¿Qué tal te parece, te gusta?” Sus ojos brillaban de felicidad.
Yo la apachurraba de tal manera que hasta me pareció escuchar un crash de clavícula, esternón o algo parecido.
“¡Ay, Mónica, Fátima, qué buenas que son ustedes!...” dije emocionado; ya casi ni podía hablar porque tenía que concentrarme que no se me salieran las lágrimas. Eran muchas emociones juntas.
A mi mujer también le habían traído de todo: chocolates suizos de marca de todos los sabores y tamaño; un frasco de miel Imka hecha por la misma Mónica y con esencia de propolis; una linda chalina rosada de seda; un precioso arreglo floral con un florero ornamental de vidrio artísticamente tallado; y lo más importante, la alegría de compartir los momentos más lindos e imborrables y que quedarían marcados para siempre.
Yo estaba que la piel se me hacía gallina: ñato de alegría, porque para mí lo que más me llenaba de felicidad era ver como entre ellas se entendían tan bien. Por todas esas emociones juntas, mi cuerpo desgraciadamente ya estaba que pedía chepa, así que las dejé para que salieran juntas a recorrer los rincones del pueblo de Coswig y conocieran también algo de su peculiar naturaleza y belleza.


Llegada del segundo convoy...

...Ya después de olfatear y curiosear toda la tarde los principales rincones de Coswig, las chicas (claro, entiéndase por favor que hablo en el sentido figurado, ya que si entre las tres les sumamos sus edades, creo que llegarían suave a cuando se dio por declarado el fin de la guerra del opio en Nanjing), llegaron un poco cansadas y sudorosas a la casa a esperar el segundo convoy Pieter /Ernesto. Para eso hacía como una hora que Ernesto me había amenazado por teléfono que se encontraban en el umbral de la ciudad y que en cualquier momento llegarían.
Dicho y hecho, sólo que se aparecieron como a la cinco y media de la tarde, y transpirando agua salada por los poros peor que un caballo de carrera después de una corrida. Los pobres parecían como si hubieran viajado en una incubadora de pollos. No era para menos, el pobre Pieter creo que batió hasta el record de Dakar, recorriendo él solo como 800 kilómetros non stop, desde Holanda pasando por Marburg. Bien valiente el holandés, ¿no?
Felizmente que viajaron también acompañados con alguien que se parecía mucho a ese artista inglés medio tronado y con su característico lunar en la mejilla, que no estoy muy seguro cómo se escribe, Mr. Bean, Beem o Bin, o algo por el estilo, y con su enamorada: una pareja de estudiantes colombianos que decidieron también venirse a pasar unos días a Dresden, y bajo el estricto control de su profesor principal y tutor del curso de fósiles y determinación de la esencia humana, Pieter de Vries (al menos eso lo suponíamos).
El encuentro del segundo convoy me había conmovido en especial, digamos que hasta perturbado, y ojo, que no solamente porque hayan venido Ernesto y Pieter, sino porque nunca, never in my live, había visto un carro tan cochino y cagado por pájaros, como en el que habían viajado: ¡Carajo!, el guano lo tenía hasta en las llantas. Pero, bueno, lo pasé mejor por alto.
El negro Noriega, que de pura emoción al verme se volvió blanco, me abrazó de tal manera que hasta me besaba las dos mejillas como árabe. Pieter, en cambio, algo más recatado y enseñando sus fornidos brazos de antropólogo, prefirió envolverme braquialmente como si estuviera triturando un saco de nueces. Si yo no me contenía en ese momento, creo que estaba a punto de venirme un infarto. ¡Full emotion!
“¡ERNESTO!... ¡PIETER!... ¡UTEDES TERMINARÁN DE PARALIZARME EL CUERPO POR COMPLETO, CARAJO!” grité conmovido, casi llorando. “¡Pasen, pasen, por favor!, que las chicas y mi mujer están esperando adentro.”
Todos sudaban como pollos remojados. A Pieter lo notaba bastante cambiado, maceta, musculoso.
“Oye, hermano, ¿haces pesas?”, pregunté curioso. Se manejaba unos pectorales que cada respiración como que se le deshilachaba el polo.
“No, mira, lo que pasa como antropólgo que soy, tengo que mantenerme siempre en forma con la gente, por eso que hago dos veces a la semana un poco de fierros, eso es todo.”, me miraba también contentísimo de que por fin, después de tantos años nos pudiéramos ver.
Ernesto, con sus bigotes de charro a lo mejicano, como que no había cambiado casi nada; salvo que lo noté un poco más desteñido de color y con sólo cuatro pelos en su occipucio.
Mientras veía el cuerpo fornido de Pieter, con las fibras musculosas que se le traslucían entre el polo, pensaba:“Ajá, ¿con que practicas fierros porque eres antropólogo, no?... Nada, pichina, me meto el dedo, lo que pasa, pendejo de mierda, que te has conseguido una chamba de cafiche para cuidar a las mulatas allá por Río de Janeiro, Curitiba y Porto Alegre... Je, je, je”. me contenía para no explotar de risa. Él como que también se había dado cuenta.
De tanta agitación y asombro como que se me había bajado un poco la presión. Esa avalancha de química emocional entre las chicas, los chicos, y ahora, hasta con Mr. Bean y su compañera –que la verdad, no cuadraban ni para el estampado de un mameluco de cocina-, era increíble. Creo que ni los 33 grados de temperatura que imperaba afuera, alcanzaba para sofocar ese calor humano que percibía adentro. ¡Lindo, simplemente lindo!
Ya una vez sentados todos en la sala a lo largo del sofá de forma L, por supuesto que el tema principal de conversación se había centrado principalmente sobre mis libros, o mejor dicho, mi autobiografía novelada, ¿Por qué a mí?
Pieter, por ejemplo, le insinuaba a Izabela, mirándola de arriba a bajo como si se tratara de una de esas diosas de la mitología griega:
“¿Conque tú eres Anabel, no, su Ángel de la Guarda?... Y díme, ¿cómo has hecho pues para aguantar a éste espécimen lujurioso todos estos años?... Je, je, je” Se reía, cruzando sus brazos de apache.
“Me creerías si te digo que todavía no lo he leído... Je, je, je.” Sabía que se reía por compromiso. “Estoy esperando nomás que salga la versión alemana.”
Felizmente que allí reaccionó Pieter, y antes de que salieran más trapitos sucios míos al aire y me divorciara por tercera vez, decidió como buen amigo moverle mejor otros puntos más dulces.
Yo en cambio, como galardonado en literatura lasciva e intemperante y cagándome por supuesto en la nota, saboreaba los deliciosos comentarios de mis amigos, respondiéndoles sus inquietudes, dudas y asombros a mi manera, con cinismo, cómodamente sentado desde mi sillón.
Mónica, siempre con su rostro aguileño, de mirada penetrante y de mujer que sabe lo que dice, más bien me defendía y me decía:
“Ay, Freddy, a mí me pareció muy bueno tu libro. Imagínate, hasta la Denise Beyeler, que no entiende ni quiere entender de estas cosas porque le asustan, me había dicho: ¡Ay, qué horror, Mónica, éste Freddy es bárbaro! Figúrate, ahora que he leído su libro hasta creo que he aprendido también cosas nuevas.”
Al mirarla que su semblante cambiaba de rosado a rojo tomate, me preguntaba: este... ¿se referirá al personaje de la Cubanita y eso lo del pepinillo? ¿o más bien lo que Félix le hizo a la italiana Carla Peschetto?
Y así, con los comentarios que venían, se digerían y luego desaparecían, me iba también enterando de la vida de cada uno: sobre sus familias, lo que hacían, trabajaban, cómo vivían, sus planes, etcétera. Como notaba que el hambre también iba imperando (comprensible, después de tan largo viaje), aproveché ese momento de feliz algarabía para proponerles salir a comer e Radebeul.
“¡Sale caliente, qué rico!”, exclamó Ernesto, saltando de su asiento que parecía como si le hubieran entornillado un para de resortes. Al toque le siguió Pieter que sugirió –creo que eso también formaba parte de sus acostumbradas investigaciones antropológicas-:
“¿Pero crees que ahí se podrá tomar también un vinito?”, el vocablo que en un comienzo lo había dicho en diminutivo, como que quería ahora magnificarlo: “Este, o que tal sería mejor una damajuana, sí... Tú me entiendes, me refiero pues a esos bidones de cinco litros. Es que mira, hemanito, entiéndeme, después de tan largo viaje como que la garganta se me ha secado... Je-je-je” Se reía; las venas del cuello se le hinchaban y con sus lentes que parecían un par de espejos empañados. Miró primero a Ernesto, contrayéndosele el ojo izquierdo y luego le dijo a Fátima, dirigiéndose en plural: “Ah, y no se preocupen que Fátima maneja... ¿di que sí pues, Fatimita?”, le codeaba la cintura.
La linda Fátima, que a nadie le podía decir no, por supuesto que aceptó, y así fue como enrumbamos al restaurante Unke: una linda taberna al estilo campestre con bastante muebles de madera y asientos de mimbre.
Todos quedaron enamorados de Radebeul. Un pueblito no muy lejos de Coswig, con sus casitas al estilo Noruego y sus vistosas calles construidas con adoquines de piedras granito.
Ya una vez en el restaurante, cada uno pidió un plato típico de la zona y, por supuesto que el Pieter, profundo conocedor de vinos internacionales, no alcanzó a tomar su damajuana, pero si su buena botella italiana (perdón, botellas) de un auténtico Merlot Venezie, cosecha 2001, y todavía unificato nelle Cantine dei Colli Berici. (Palabras que leyó de la etiqueta en perfecto italiano).
Ese día habíamos tenido mucha suerte porque éramos prácticamente los únicos. Mientras yo conversaba con cada uno un poco, de refilón notaba que a Ernesto se le brincaban siempre los ojos a la camarera que, para qué, estaba bien simpaticona. Hasta que no aguantó más y le dijo, acomodándose esos pelos de paja que le sobraban en el occipital:
“Mira... por qué no mejor nos tomas una foto a todos, porque nosotros no somos de aquí. Yo, por ejemplo, soy arquitecto de ciudades perdidas y templos históricos como el Taj Mahal y aquí, mi amigo es holandés pero que hace mucha investigación con el calor humano, o sea antropólogo, introduciéndose aguerridamente en las favelas brasileras.”
Pieter que cruzaba nuevamente sus brazos como indio en pie de guerra (¿o conquista?), inflando sus poderosos pectorales, como que iba también agarrando gustito a la conversación.
A Fátima se le notaba que le encantaba todo lo que comía que parecía un ratoncito masticando su Wiener Schnitzel a mil por segundo. Hasta me daba la impresión de que a veces tenía que hacer malabares para comer y hablar a la vez. Mónica y Izabela, en cambio –qué lindas que se veían las dos, todas tranquilitas-, y muy acorde con sus personalidades, comían primero su verdurita con su tomatito, masticándolos despacito y sin apuro (immer mit der heilige Ruhe, meine Freunde)
“Mujer, ¿pero por qué no piden otra cosa?”, me atreví a preguntarle a Isabela; porque yo, al igual que Fátima creo que devorábamos los platos como piraña.
“No te preocupes, Liebling, que lo que ahora me alimenta son ustedes y la alegría de verlos todos juntos.” Qué lindas palabras, ¿verdad? Apreciación que lógicamente me había llegado como un flechazo hasta el corazón.
Pero como casi siempre los buenos momento pasan volando, ya eran casi las doce de la noche y nos retiramos del local sin olvidarnos de antes, por supuesto, agradecer a la bella camarera por habernos atendidos tan bien. De pronto, ya casi pasando el umbral de la puerta, las mujeres y yo escuchamos unas chupeteadas medias ruidosas y ventoseadas, ¿qué es lo que había sido?.... Bingo, era el galante de Ernesto y el antropólogo de Pieter que se habían despedido de la camarera, y encima a doble cachete y con guiñadita de ojo.
“¡PICARONES!” les grité.


El paseo a Dresden...

...Al día siguiente, domingo, Izabela y yo pasamos a recoger temprano a toda la tribu del hotel donde los había hospedado. Una pensión relativamente cómoda, que se usaba también como teatro y para eventos culturales, porque atrás, en la zona lateral, tenían un gran auditorio. Cada cuarto era doble y con nombre propio: el de las mujeres, por ejemplo, se llamaba Neu-Sernöwitz y el de los chicos algo como Neu Coswig, Weinböler, o algo por el estilo.
Qué pena, me dije, porque en verdad quería que ellos durmieran en penumbra y con su ducha de cianuro en otro cuarto que se llamaba Auschwitz, como castigo por pretenciosos e infanticidas de niñas camareras.
Antes de partir a la ciudad de Dresden, Izabela y yo compartimos con ellos un rico desayuno. Todos nos habíamos sentado en una gran mesa que la habían equipado con tantos panes, que parecía como si hubieran contratado especialmente a una panadería. Gracias a las suficiente tazas de café, jugos, huevos revueltos, mermelada, queso, y embutidos hasta para regalar que íbamos tomando, nuestras conversaciones sobre nuestro pasado se tornaban cada vez más interesantes y nostálgicas. Nos acordábamos, por ejemplo y con mucha añoranza que, mira, te acuerdas de Borsos y su mandíbula con dientes qué se le habían caído; o de la diabólica Mona con sus ancestrales clases de historia del Perú, que hoy día hablaremos algo sobre Pizarro y la capital de Juniiiiiiin; o los castigos sin compasión que nos mandaba el creído y jabalinero de Trost cuando nos encontraba hueveando en el campo de fútbol; o qué gracioso se le veía siempre a Mattenberger con su cabeza de nido de pájaro; y así, hasta llegar a los super tonos etílicos en la casa de los gorditos alegres Ábele.

Ya una vez en Dresden –la ciudad imperial de August dem Starken-, Izabela y yo, nos turnábamos para explicarles que, miren, este es el Hauptbahnhof, que como podrán también apreciar lo están hermoseando con no sé con cuánta plata que se tiran de nosotros, que pagamos siempre un huevo de impuestos; y aquí, por favor, subamos a la romántica Brülsche Terrasse, que se pueden también apreciar los lindos barquitos a vapor, flotando en el Elba; y ahora, miren aquí por favor, que este el majestuoso Theaterplatz con su Semperoper... Fue cuando en ese momento Ernesto aprovechó también para explicarnos que había leído mucho sobre ese tal Semper, revelándonos, por ejemplo: que a Semper, su papi y mami lo bautizaron con el caricaturesco nombre de Godofred, también arquitecto de profesión como yo, profesor de la Academia de Arquitectura de Dresden; principal representante del estilo epiléptico, perdón, esteee... quiero decir ecléctico, allá por la segunda mitad del siglo XIX.
Hecha la gran explicación catedrática de Noriega sobre su coleguita Semper, y justo cuando acabábamos de ingresar al monumental Zwingerhof –una verdadera obra arquitectónica-, mi machacado cuerpo polineuropático prácticamente había llegado a su límite: no podía avanzar pero ningún paso más. Afuera reinaba un calor tropical que se podía freír hasta huevos, a parte que por las dos horas de caminata que teníamos, como que mi cuerpo se había debilitado. Así que antes de que yo sacara lengua y cambiara de color igual que un camaleón, les tuve que decir con mucha pena:
“Muchachos, hasta aquí llega este pechito. Qué tal si mejor nos separamos. ¿Por qué no se quedan con Izabela a seguir disfrutando la ciudad que todavía tienen que conocer la Frauenkirche, Kreuzkirche, el Lutherdekmal, Secundogenitur, así como el Albertinum entre muchas otras cosas más, sí?” Forzaba mi sonrisa, porque la verdad ya no tenía energía ni para reírme; comenzaban a venirme unos calambres que hasta veía el fundador de la ciudad August dem Starken en un Judas calato.
Odiaba que me miraran con pena, además, no quería molestarlos ni menos perjudicarlos por mi dolencia.
“No, qué va, nosotros hemos venido para estar contigo, Fredicito”, protestó por ahí Fátima; como no podía quedarse sin comer, esta vez se metió una inmensa fresa a la boca, que más parecía una manzana –linda era la Fátima.
“¡Síiii, ni hablar, nosotros nos regresamos contigo!”, gritaron al unísono, Mónica y Pieter.
Ernesto se acercó al toque, me abrazó y me dijo:
“Cholo, ¿qué tienes? ¿te sientes mal?... ¿Creo que no debí hacerla tan larga con Semper, no? Si quieres la cortamos aquí nomás y nos regresamos juntos, ¿necesitas un taxi?”
Por esta enfermedad de mierda que tenía, sentía por momentos como si se incrustaran mil dardos envenenados en mis extremidades; presionaba fuerte las manos en los muslos para que no notaran como me temblaban; poco a poco la capa de músculos que me recubría las piernas se iba transformando también en una masa densa que parecía más un par de columnas de granito. Pero igual, aguantaba porque no quería decirles nada para no estropearles la fiesta.
“Por favor, no se preocupen por mí que el día es largo, sí. Quédense con Izabela, por favor”, insistía. Tenía que sentarme, ya ni podía coger bien el mango de mi bastón. Todo me temblaba y la cabeza me daba vueltas peor que una licuadora.
Por fin, y gracias a las refinadas cualidades plenipotenciarias de mi mujer, pude regresar a casa pero con ella acompañándome, ya que les había dicho:
“Miren, hagamos lo siguiente: por qué no mejor se quedan ustedes un rato más, cosa que yo aprovecho para prepararles también un rico cafecito en casa y de ahí la empalmamos con un suculento chifita vietnamés, ¿qué dicen, aceptan? Me imagino que ustedes tendrán también tantas cosas de qué conversar, reír, y recordar.”
Llegando a casa, y a pesar de sentirme hasta las cangallas, no quería tumbarme a la cama sin antes probar ese sabroso potaje de ají de gallina que Fátima tan cariñosamente nos había traído.
“¡Mmm!... mein Schatz, pero si está riquísimo” Profirió Izabela después de haberse metido el primer bocado. “Se parece mucho al Hühner-Frikassee, sólo que sin esa cosa roja que pica un poquito... ¿Cómo se llama, cómo se llama?”, trataba de acordarse el nombre; saboreaba con tanta delicia la comida que casi se atora.
Yo, por supuesto que no comía sino lo engullía.
“Te refieres al ají, rocoto, ajiaco, o si quieres llámalo como los italianos: peperoni.”
“¡Ohhh, sí, jawohl!… ¡Eso, eso!”
Mientras yo paladeaba como cinco minutos cada bocado, comencé también a recordar la papa rellena, la riquísima causa de atún y el exquisito arroz con mariscos que me cocinaban siempre en Lima.
“¡Oye, mi amor, no te pases pues, deja algo! Mira que ella en verdad me lo preparó para mí”, le advertía serio y muy celoso por lo que veía que estaba quedando en la olla; me provocaba comerme hasta la cerámica del plato.
A Izabela, de tanto mastica que mastica la gallina, le sonaba hasta la mandíbula.
“Deja siquiera un poco para los otros, que también me han pedido que les dejara. Además, qué es eso de compararlo con lo que tú llamas Huhn oder Hünerfrikase, frikassa, o como diablos se llame. Nada de eso, cariño, porque lo que tú estás comiendo ahora es y será siempre el más puro y legítimo ají de gallina peruano, ya.”
Trataba de aleccionarla sobre este potaje folclórico, pero al rato como que me había entrado también la duda, y pensaba: ¿será así?... ¿Pero si con qué ingredientes lo habrá hecho si en Suiza también no conocen de esto, porque para que sea cien por ciento auténtico lo tendría que haber cocinado sólo con los condimentos Sibarita y el culantro de la negra Tomaza? Mas bien en lo que respecta a la gallina, no me importa que no sea de la avícola San Fernando; mejor todavía, porque sé que aquí en Europa las papean bien.
Hecho mis análisis deductivos y después de terminar de engullir la última cuchara, ayudé a mi mujer a lavar los platos en la cocina y me eché en la cama a recargar nuevamente la batería para estar pito cuando vinieran mis amigos.
Mientras dormía como topo, Izabela, como siempre, muy detallista y aplicada al orden, no hizo otra cosa que reordenar, remover y sacudir todo de nuevo para tenerlo listo y limpio para el lonchecito.

A las cuatro y media y tal como nos habíamos imaginado, aparecieron mis amigos, se unieron a nosotros más tarde Tania –la hija de Izabela- y el larguirucho de su enamorado Steffen.
A Tania le impresionó mucho la visita, porque unos días más tarde –creo que fue un miércoles o jueves-, me comentó que se había quedado encantadísima, sobre todo con Pieter; me decía por ejemplo:
“Frederic, tu amigo ese tan gracioso con sus lentecitos y corpulento, ¿no será por si acaso tunecino?”
Pieter le había hecho recordar mucho a Kalím, un amigo tunecino que conoció hace como diez años atrás en una playa turística en Cartagena.
“¿Quién?... ¿te refieres a Pieter, Pieter de Vries? Noooo, que va, lo que pasa que de tantas favelas cariocas como que se ha tostado un poco (prefiero evitar la palabra quemado porque suena feo), eso es todo. Él es muy buena gente. Siempre viaja mucho a Brasil con alumnos universitarios y empeñosos como el Mr. Bean, ese. Porque así como lo ves, es todo una eminencia en el campo de la antropología con títulos de Doctor y Phd en sociografía y sociometría. Por eso que según él hace pesas muchas pesas y así mantenerse en forma y fortachón; cosa que cuando visita las chinganas de de las favelas, o si quieres llámalos meandros, los sicarios zambotes de descendencia angoleña que deambulan por ahí también lo respeten y así pueda seguir investigando con sus nerds tipo Mr. Bean el hábitat económico-socio-político de esa población.”
“¿Ah, sí?.... ¡Qué interesante! Ja, ja, ja...” A Tania no le quedaba otra cosa que reírse porque sabía perfectamente que exageraba: “Ay, tú, cuándo no, siempre distorsionando la realidad con tus fantasías”
“Je-Je-Je... es que así soy yo, pues, Tania: me gusta bromear sólo con las personas que quiero y aprecio como mi gran y muy recordado amigo Pieter... Je-Je-Je” Yo también me reía de las estupideces que decía.


La comida en el chifa...

...Nos encontrábamos más que entusiasmados con la idea de ir a un chifa y todavía vietnamita. Eran casi la seis de la tarde y el calor que imperaba era tan intenso, que antes decidimos primero refrescarnos y arreglarnos un poco.
Habíamos escogido un rincón bonito y confortable, cosa que podíamos también vernos bien las caras y charlar de las cosas que todavía nos faltaba conversar o recordar. Teníamos que apurarnos, porque desgraciadamente Mónica y Fátima tenían que irse antes en el tren de las ocho que partía de la estación de Coswig.
El local por dentro se veía muy exótico, se parecía en algo al templo budista Tay-Ninh: todo decorado con un rojo madarín y lleno de bambús con plantas ornamentales oriundas de la selva tropical monzónica; aparte de que tenía una que otras tripas de lianas con cocoteros artificiales que también se veían por ahí. Faltaba solamente los macacos. Pero felizmente teníamos al negro Noriega, ¿verdad? La complacencia de Ernesto era tal que hasta se creía ya Ho Chi Minh, con achinada de ojo y todo; me decía: “Qué liiico hoy comelemos bataaaante, bataaaante aloooos, no”
La camarera, esta vez no tan agraciada como la jovencita que nos había atendido en el restaurante de Unker en Radebeul, nos explicaba con gran esfuerzo lingüístico –porque la pobre, con su magro por no decir pobrísimo conocimiento del alemán, creo que ni ella misma se entendía, nos decía:
“Clalo, clalo... lico, lico, batante alooos, no. Pol supuesto y también gallina Tipakai pelo con muuuucha veldula y poca glipe, glipe”
Por si acaso la vietnamesa nos estaba advirtiendo de que se trataban de gallinas sanas, destripadas y degolladas en Alemania y no tailandesas que venían enfermas y con gripe avear.
A Fátima que se le derretía la boca, saltaba las líneas de la carta con sus ojitos saltones con una rapidez impresionante. Mónica e Izabela, en cambio, algo más tranquilitas y dándole siempre tiempo al tiempo, miraban concienzudamente si es que no había algo con pescado y verduras. Cómo me llenaba de alegría ver que se complementaban tan bien, y aquí por si acaso lo vuelvo a recalcar: parecía como si se hubieran conocido desde hace tiempo.
Unos días después hasta me lo comentó en la sala:
“Ay, tus amigos son encantadores, a pesar de todos estos años que no se han visto, pero se ve que también te quieren bastante, ¿no? ¿Vistes cómo me observaba siempre la Mónica, y por si acaso a ti también, siempre tan tranquila, serena, igual que yo?... Y la Fátima, qué linda, también un amor, ¡súper, súper buena gente!”
“¡Pero, señora!... ¿y el Wantán frito, porque tiene también Wantán frito, no?”, reclamó por allí Fátima, pensando quizás que se encontraba en un chifa al paso, allá por la avenida Arenales en el Lima.
La camarera torció ojos y mirando al techo como si lo que hubiera pedido caería del cielo, y le dijo:
“Sí, sí... pol supuesto: Wantán flito, mucho Wantán flito, ya... Ji-Ji-Ji” Enseñaba sus dientotes de conejo.
A Ernesto, Pieter y yo, en cambio, que nos habíamos sentado en la otra esquina, nos observaba con un ojo chueco (parecía que sufría de estrabismo):
“¿Y lo senioles, que desean?... Ji-Ji-Ji... Pol que yo apunto, yo apunto, nomás.”
“Sí, por favor, y a mí tráigame también una sopita de Wantán”, dije yo; casi le decía también arroz chaufa con su Inca Kola “Ah, y también arroz, mucho arroz blanco, ¿me entiende?” Vocalizaba a propósito cada vocablo para que me entendiera.
“Señorita, y... ¿tiene también vino francés?” Otra vez el Pieter exhibiéndose con su cultura alcohólica. Ni se había tomado la molestia de chequear la lista, al parecer lo único que le apetecía desde el sábado cuando recién llegaron, era tirarse su buena tranca. Eso era todo.
Ernesto y yo que lo mirábamos, como diciendo, ¡Ay, Pietercito, Pietercito!
Pero como con Pieter no era la cosa, nos decía riéndose:
“Je-Je-Je... Hay que festejar bien pues la despedida de las suizas... Je-Je-Je.”
Y así íbamos pidiendo cada uno sus platos favoritos con bastante de esto y de lo otro, que al final en la mesa no cabían pero ni los cubiertos.
Entre todos aprovechábamos también para compartir de nuevo bellos recuerdos, y de paso también hablar de otros que recién se habían visto en la casa de playa de Carlos en Lima, como... oye, qué liiiinda está Marilú, ¿no?, con esa naricita toda puntiagudita, estiradita, escote divino (tremendo navajazos que se ha tirado, no)... we are the world, we are the children; o tratar de resucitar aquellos que no sabíamos si es que ya se habían muerto o no, como... ¿y se acuerdan del delicado de Tommy, qué es de él que tampoco ya ni escribe? ¿y, Roland: es verdad que su mujer lo trata a punta de contrasuelazos? ¿y las gorditas Diana y Judith, todavía viven?... Y así, entre conversaciones aquí y rajaditas allá, el tiempo –como siempre- también había pasado volando y las chicas ya tenían que irse.
Creo que la despedida fue más emotiva que la recibida: nos besamos y abrazamos hasta el cansancio. Hasta le habíamos pedido a la camarera –y a pesar que veía doble con su ojo que lo tenía chueco- para que nos tomara con la cámara de Fátima varios close up del recuerdo.
Al final, antes de que partieran a la estación de Coswig, Mónica, toda cariñosa, me alcanzó un sobre, supongo que a nombre de todos, donde aparecía mi nombre escrito a mano y con una letra artísticamente escrita, diciéndome:
“Toma, para ti... pero prométeme que lo abrirás sólo cuando llegue el 29 de julio, que es tu cumpleaños, versprochen?”
Creo que en ese momento me volví tan sensible que hasta tenía que sentarme, antes de que mis piernas se convirtiera nuevamente en un par de columnas rocosas.


El último día...

...Era lunes, el día en que también partían Pieter y Ernesto. Como siempre, ya desde tempranas horas el astro rey nos iluminaba con un cielo verdaderamente lindo, despejado. Quedé en acompañarlos, sin Izabela ya que ella tenía que trabajar, para tomar desayuno con mis amigos en el comedor de la pensión donde se habían alojado. La mesa se encontraba llena de panes blancos y por supuesto que con sus suculentos embutidos, quesos y mermeladas. Ernesto ya se había devorado como tres panes, pero eso sí, remojándolos sólo con matecito de coca y todavía con cañita. En cambio, el musculoso de Pieter –aunque seguro lamentándose en pensamientos, que mierda, cómo no pude tomarme en esta Alemania una damajuana de vino-, trataba, repito, trataba de saborear su taza de café, ayudándose con medio pancito con mermelada.
Como siempre, los comentarios de esa mañana, nuevamente se habían centrado principalmente sobre el contenido y estructura de estilo de mi libro ¿Por qué a mí?, y uno que otros comentarios sueltos sobre los relatos del El expersionista. Polemizábamos también sobre otros autores como por ejemplo el creído y con voz de pito Vargas Llosa, con su “Lituma en los Andes” ; y, por supuesto sobre una de sus discutidas creaciones “El paraíso en la otra esquina”, que según Pieter, le había parecido más que un simple retrato histórico de hechos que acontecieron allá a mediados del siglo XIX, y nada más. En fin, creo que entre gustos y colores no han escritos los autores, ¿verdad?
Luego los acompañé hasta su cuarto para que terminaran de cambiarse y prepararan también sus maletas.
“¡Carajo, Pieter, por favor, apúrate que todavía hay que recoger a Mr. Bean con su hembrita!”, le recordó Ernesto; miraba su reloj algo perturbado.
“Verdad, hermano, tienes razón. Me tiro un duchazo, me afeito y al toque salimos, ya” contestó de Vries, calatéandose delante de nosotros. Notaba que cuando se ponía nervioso como que le salía saliva por la boca.¡Qué cuerpo por Dios!... con esos pectorales que se parecía a uno de esos desnudos de Rodin. Sólo que le daría un consejo aunque vengan de un conejo: métale mejor un poco más de fierro a ese abdomen que todavía se le ven algunos tejidos adiposos.
El negro Noriega al ver tanta fibra musculosa, aprovechó más bien para contarme las odiseas de cama que hizo con una estudiante de su época cuando era universitario (prefiero reservarme los comentarios por respeto a las suizas y todas nuestras lindas compañeras decorosas y recatadas como Patricia Valdivia, Susi Vox , Judith Abele, Diana Fort y Denise Beyeler ).
Después de la refrescada que efectivamente no duró ni cinco minutos y con su talquito entre las zonas sensibles; a parte de la puesta, claro está, de su polo Lacoste super cuete, por fin nos dirigimos donde se encontraba su Peugeot.
Aquí, por favor, sí me gustaría hacer un pequeño paréntesis: ¡A la mierda!... Nunca en mi vida había visto un carro tan cagado como ese. Con decirles que hasta me hizo recordar
"la desgracia de Prudencio" que narré hace poco en mi último libro la dulce espera, donde el pobre Prudencio termina también hundiéndose con sus propias deyecciones. Al entrar a ese carromato para acompañarlos a recoger a Mr. Bean, adentro se veía peor que afuera: un mar de botellas vacías de agua nos bailaban entre los pies; el piso y asientos recubiertos de una impenetrable capa de polvo mezclado con pelusas y otros restos biológicos no identificables; por dentro todo se veía más que penumbra, ya que las lunas se encontraban totalmente polarizadas de caca blanca, amarilla y marrón, que por el tamaño de los manchones más parecían de pelícano.
“¡Hermano!.... ¿hace cuánto tiempo que no lavas tu carro?”, pregunté, haciendo arcadas, porque, carajo, apestaba también a circo de barriada. “¿O es que aparte de viajar en avión a Brasil te gusta hacer también safari por el Congo?”
Pieter, mi buen amigo Pieter, se reía nomás, porque sabía que lo decía en broma.
“¡MIRA, AHÍ ESTÁN!...”, gritó Ernesto, ya casi llegando a la estación del tren. Se reía escandalosamente, hinchándosele las venas del cuello: “... ¡Míralo, pues, pero si es igualito!... Ja-Ja-Ja…¡Qué tal cague de risa!... ¡Mr. Bean!¡Mr. Bean!”, casi se asfixiaba de tanto que se reía.

Efectivamente, el hombre era una caricatura. Yo también carcajeaba tapándome la boca. De como le había visto por primera vez, cuando recién llegó, esta vez me parecía como si hubiera bajado 20 kilos: totalmente demacrado, chupado y con los ojos que se le hundían en el cráneo; se le veía amarillo y con ese lunar en la mejilla (símbolo característico de Mr. Bean) que encima había aumentado por lo menos cinco veces más su tamaño. Su pareja en cambio –una colombianita toda apetitosa y que creo que también se lo llevaba de encuentro a éste mamerto-, se encontraba más bien fresquita y rosadita como una melocotoncito tierno, todo lo contrario él. Perecía que irradiaba a través de sus ojitos la felicidad de un one night stay increíble; hasta con kamasutra, el salto del frayle, beso negro y todo.
El profesor Pieter de Vries, que ya conocía a su alumno del curso de antroposofía, como que no le había gustado la cosa, ya que unos días antes le había dado la estricta instrucción, apenas llegara a Dresden, para que durante esos dos días de permanencia indagara más información a cerca del cráneo de ese australopiteco que habían encontrado hace poco en las catacumbas de la cuidad y cotejara la información mediante el método fenomenológico de E. Husserl. Fue así, y entrando en un absoluto desconcierto, que nos soltó también un comentario bastante enérgico:
“¡Mierda, me desobedeció!... ¡Carajo, y yo que le dije que no culeara! Ahora va a ver, apenas lleguemos a Holanda le pediré cuenta sobre este problema de antropogenesia.”
Ernesto y yo por supuesto que nos orinábamos de risa.
Pero como sabía que Dios era también bueno con él, el profesor Pieter como que se ablandó un poco, y pensando en la regla hoy tú mañana yo, lo perdonó de todas maneras.
Fue así como tuve que salir del carro para que Mr. Bean y su pareja pudieran también entrar, y así, colorín colorado, nos despedimos con abrazos, abrazos y más abrazos, que hasta le rompí los lentes al negro Noriega.

FIN
Frederic Luján

Tuesday, February 13, 2007

Mi biografía





















En mi partida de nacimiento aparezco con el nombre de Frederic, pero la mayoría prefiere llamarme Freddy, cosa que en verdad nunca estuve de acuerdo, ya que con mis casi dos metros de estatura, parece el nombre de una caricatura de dibujos animados. Bueno, cambiando mejor de tema, hasta ahora no sé si fue de chiripazo o un milagro, pero la cosa es que nací en la estudiosa ciudad Universitaria de Giessen, en Alemania, allá en un lluvioso 29 de julio de 1957, donde después de apagar mi primera velita de cumpleaños me quedé huerfanito. Pero como Dios es precavido, inmediatamente me mandó unos padres de reemplazo. Fue así como me registraron en el Perú –masticando coca con chicha de jora, cebiche, canchita salada, y la yuca debajo del brazo-, con el apellido Luján por lo del paterno, y Zeisler por el lado de mi santa madrecita que ya murió.
Allí fue donde crecí, me desarrollé, y me hice todo un hombre. Porque eso sí, mami desde muy pequeño me acostumbró a alimentarme con bastante quinua, espinaca y pescado. Me decía: “... Hijito, come mejor bastante de esto y de lo otro, porque... ¡Ay, qué horror, cómo estás creciendo!” Por esa época me estiraba como medio metro por año, ¡qué barbaridad! A los doce años parecía un adulto con cara de bebé. Recuerdo que un día una mujer me dijo muy seria y desvistiéndome con su mirada de loba hambrienta: “Oye, papito, quítate mejor esa mascara que no cuadras.” Eso lógicamente me hizo medio inquieto y perfeccionista con las mujeres, siempre buscando la pareja ideal, hasta que un día me dije: “¡Basta!.. con ésta me caso” Y así fue, sólo que al año terminamos divorciándonos, tirándonos sartenazos y cacerolas por la cabeza. Pero como no podía quedarme sin teta (complejo de Edipo), volví a reincidir y suácate, cayó mi segunda víctima. Mejor ni me pregunten qué fue lo que pasó, creo que más se debió al concentrado de aceite de bacalao con germen de trigo que me daba siempre mamá, con el pretexto de abastecerme siempre de suficientes reservas energéticas para el futuro. Felizmente este segundo impase conyugal todo terminó en paz y armonía. Siguiendo lo que se dice por allí que en la tercera va la vencida –aunque pensándolo bien, creo que más se debió a la purificación que quería dar a mi alma, confesándome con el padre Tadeo de un porrazo de los cuarenta mil pecados (¿o fueron cincuenta mil?... Bueno ya ni me acuerdo) que había cometido desde que nací-, encontré por fin a mi Izabela, el gran amor de mi vida, a quien cuido, mimo y engrío hace más de 8 años en Dresden, Alemania.
En mi carrera como Licenciado en Administración de Empresas, con estudios aquí y allá, y, siempre con la idea de hacer algo nuevo, amante del orden y de la no rutina, comencé (o mejor dicho me obligaron), a coordinar, organizar y dirigir actividades en diferentes empresas e instituciones: trabajé desde de recogedor de papeles, hasta de jefe con poder para firmar cheques –cosa que al decir verdad, también me complació mucho. Como desde pequeño me gustaba decir siempre lo que pensaba, o mejor dicho lo que a mí no me gustaba, sobre todo cuando creía que las cosas se podrían hacer mejor, ingresé como docente en los claustros académicos de la Universidad de Lima (mi alma Mater), para enseñar planificación, organización y racionalización administrativa, y otras actividades que organizaba con los alumnos, como para que se soltaran un poquito y aprendieran en verdad lo que hace un administrador de empresas, vale decir: hacer, demostrar más que hablar, y lavar el cerebro a los que no quieran. Me gustó tanto que terminé capacitando también a profesionales experimentados y de mando directivo, en otros centro de sapiencia (este... me refiero en el sentido figurado, porque de sapiencia no tenían nada: la mayoría una sarta de viejos verdes, sapos arrechos, que aprovechaban esas horitas para quedarse dormidos y soñar con sus amores furtivos, enredadas truculentas, y queridas que se quedaban esperando afuera todas ansiosas, calentando sus tortas para empalmarla luego con el segundo round de la noche) Como verán, ya desde esa época gozaba de una gran capacidad observadora, y sin pelos en la lengua comencé también a encrudecerme un poco. Me volví ácido. Me emocionaba de tal manera con mis teorías que a veces me disparaba por la tangente, donde algunos –me refiero a los mayorcitos y más conservadores-, hubieran preferido mejor botarme a patadas de su oficina, o sino cachetearme delante de todo el mundo. ¿Será acaso porque ya nadie me entendía? ¿O es porque ya no me aguantaban?
Cambié de estrategia y terminé como consultor independiente haciendo reformas organizacionales, estructuralistas, behavioristas, humanistas, holistas, idealistas, generalistas, mediatistas, izquierdistas, derechistas, fascistas, fetichistas, chamanistas, y todo lo que terminara en –istas. Trabajaba con laboratorios farmacéuticos, distribuidoras, centros logísticos, bancos, compañías de seguros, municipalidades, entidades estatales, supermercados, hoteles y hasta en mi propia casa. Me tenían viajando como un chasqui, de sur a norte y de este a oeste. En 1995, y con el ánimo de querer publicar algo, lancé en el Perú una interesante herramienta de gestión que patenté con el nombre de PMC –el Proceso de Mejoramiento Continuo. Algunos animosos y contagiados por la euforia del momento –cosa que también me complacía mucho-, de puro entusiasmo y por supuesto que sin mala intención (¡Nooo, que va!), comenzaron sin querer a degenerar el significado de las siglas de mi programa; me decían: “Jefe, por qué no en vez de Proceso de Mejoramiento Continuo, le cambiamos por: Ponte Mosca Compadre”; otros, en cambio, sobre todo los más reacios, me sugerían frases algo más subiditas, como: “¡Puta Madre Carajo!”... y hasta más picantes todavía.
Quería que con la ayuda de mi programa, los trabajadores, principalmente obreros y empleados de oficina, tuvieran un mecanismo más efectivo de participación, para plantear y aplicar mejoras en forma continua. Eso era todo. Al comienzo –sobre todo los de las esferas directivas-, me miraban como un subversivo agitador de masas, amenazándome hasta con denunciarme ante el Ministerio de Trabajo. Pero al ver que poco a poco los resultados se hacían también más tangibles, algunos terminaban pasándose al bando de los verdaderos pemecistas.
Al poco tiempo se me abrieron las puertas para dictar seminarios, conferencias, charlas, foros, además de dar mis primeros pasos como escritor en diferentes diarios y revistas especializadas. Hasta tuve la dicha que me entrevistaran por la radio y todavía junto a Sandróx –un esotérico de esos que le gustaba leer el futuro a través de las estrellas. Recuerdo que saliendo nomás del local me dijo: “Cuídese amigo, mejor no vaya tan rápido. Veo que las sombras de Marte y Neptuno podrían traerle problemas.” Extrañado y casi sin mirarlo, pensé: “Con la única sombra que podría tener problemas es con la suya” Y pedí permiso a fin de que se hiciera a un lado, porque me estaba estorbando la salida.
Andaba como siempre proponiendo aquí y cambiando allá. Al final (¿habrá sido acaso el presagio de Sandróx?), comencé a llenarme de enemigos, y no por culpa mía ni menos por el PMC, sino porque todo el mundo andaba con eso del cambio de gobierno, los nuevos candidatos, elecciones municipales, arreglos aquí y manejos allá; con tarjetazos, sobonerías, y arrejuntadas hasta para regalar. Los muy patriarcas se halaban los pelos, arrancándose los ojos como cuervos y requintándose hasta llegar a la generación de sus primeros ancestros –o sea: el mono-, para ver quién era que se quedaba con el mejor pedazo de torta. En medio de este Sodoma y Gomorra, fue cuando me acordé que mi padre un día me dijo: “Hijo mío, tú escribes muy bien, ¿por qué no mejor te dedicas a escribir un libro?”
Y eso fue justamente lo que hice. Di un vuelco de 360 grados a mi vida. Entre desilusionado y con las tripas que todavía se me removían pero nunca derrotado, decidí recluirme como autista en un cuartito de tres por tres metros, en la teutónica Dresden, y con mi mujer Izabela de musa, para intentar incursionar un mundo que para mí era algo más que un reto y lo sigue siendo: escribir mi primera novela, o mejor dicho mi autobiografía novelada:“¿Por qué a mí?” Al comienzo tuve que hacer malabares para que se vendiera siquiera un ejemplar, ya que como ustedes saben, sino te encuentras a la altura de un premio Nobel de literatura, o te descubre una editora influyente y prestigiada es difícil encontrar lectores y aún peor compradores. De todas maneras mi satisfacción fue tan grande que inmediatamente me puse a escribir mi segundo libro: “El expresionista” –una antología de relatos fantasiosos que a veces a mí mismo me asombran y me hacen reír; y luego, éste último: “La dulce espera”, que la verdad, no se lo recomiendo a las personas recatadas ni finas ni delicadas –¡Ay, FOO... cómo puede ser posible! Bueno, ahora al menos ya saben qué es lo que hago para matar el tiempo. Por el momento me encuentro masturbándome mentalmente en otros proyectos literarios, como éste, el de "Flujanz" y muchos otros más que espero lanzarlos próximamente, siempre y cuando él de arriba me dé la fuerza para seguir avanzando.


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Frederic Luján Z.,
Alemania, Coswig, enero 2006