SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Friday, February 16, 2007

La desgracia de Prudencio


Prudencio tenía que viajar a las seis de la mañana a Londres para reunirse con un cliente importante. Para no molestar a su jefe, en cuyo apartamento había dormido esa noche, pues el suyo quedaba muy lejos del aeropuerto, se levantó sigilosamente y antes de ir a la cocina a prepararse el desayuno, decidió entrar al baño.
“Me alistaré rápido, porque, ¡ay, Dios, qué vergüenza!... qué pensará sí me ve en éstas fachas”, dijo, pensando en su jefe; y cerró la puerta empujándola apenas con la yema de los dedos.
Como sabía que su jefe no toleraba ni los silbidos de los pájaros, tenía que ser muy cauteloso para no incomodarlo; sobre todo, si el ominoso recinto estaba separado del dormitorio principal donde él dormía, solamente por una angosta pared de fibrocemento de apenas una pulgada de diámetro. El apartamento era tan chico que se podía escuchar hasta los pasos de una hormiga: 60 m2, dos dormitorios, un solo baño, sala-comedor, y una pequeña cocina.
Se quitó el pijama silenciosamente, colgó la toalla de mano al lado del lavatorio, acomodó el jabón en la jabonera de cerámica, enganchó la bata en el garfio de la puerta; luego abrió su neceser, sacó una toallita larga, y la extendió en la repisa de vidrio que había en el espejo, como para atenuar los ruidos de las cosas que iba poniendo encima. Empezó primero con el cilindro de la espuma y la navaja de afeitar; luego el after shave; el vasito de plástico con el cepillo y pasta de dientes; el corta uñas y, por supuesto, su inseparable desinfectante bucal. Así era Prudencio, aparte de pudoroso era un hombre muy pulcro, cuidaba mucho su apariencia, decía siempre: “¡Ah, qué agradable, no hay como sentirse siempre limpio y fresco!”
Se miró las ojeras en el espejo del baño, y mientras bostezaba abriendo la boca, pensaba en el largo viaje que le esperaba, el hotel donde se iba a hospedar, y las cosas que conversaría con ese cliente en Londres.
Mientras tanteaba con la mano el agua que salía del lavatorio, un cólico intestinal repentino le obligó a sentarse en el escusado y a esperar... En ese momento Prudencio no sintió vergüenza, ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezaría más bien suave y silencioso; y pensó bienaventuradamente en ese cuarteto de ese autor anónimo donde proclama: “... que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado...” Acordándose –esas cosas de la infancia que nunca se olvidan-, de ese momento cuando él tenía apenas cuatro años y sin importarle nada ni a nadie, se acercó donde su madre y con esa inocencia y simplicidad digna de una criatura de esa edad, le anunció delante de todos los invitados: “Mamá quiero caca” Hasta que un fragor seco pero acolchado, como si se escucharan golpes de resortes con almohadazos, o algo parecido (era su jefe quien se había volteado bruscamente en la cama, como para cambiar de perspectiva de lo que estaba soñando), le hizo volver a la realidad.
“¡El jefe!...” exclamó asustado, acordándose de que no estaba en su casa: “¡Suéltala mejor despacito, ajusta, ajusta!... ¡Ayayay, se me sale, se me sale!... ¡Hummm!... ¡Aiiiiii!” Se concentraba, ajustando valiente, mordiéndose los labios, y con unos ojos, que se le salían de la cara. “Carambas, ¿qué es lo que me habrá caído mal?...”, se preguntaba preocupado: “¿Habrá sido el arroz con pollo?¿O la maldita empanada de yuca con carne, que comí donde la negra Tomasa?” Pudoroso como era, y para evitar que su jefe se diera cuenta de otros posibles ruidos o resonancias que pudieran venir, dejó que siguiera corriendo el agua del caño.
Se acomodó lo mejor que pudo en la taza del escusado: era delgado, pero con un poto que con las justas le cabía solo una nalga. Se sentó inclinándose un poco hacia la izquierda y manteniendo la otra nalga en el aire, como para que el tiro no le saliera por la cu...lata. Sus tripas intestinales crepitaban igual que el volcán Mauna Loa, momentos antes de estallar.

Hasta que no aguantó más, y soltó la primera emisión vertical y viscosa, junto con el ¡AHHHHHH...! de alivio, seguido del ¡HAAA-LAAA-LÍII! de ignominia. Casi al final y guardando la misma intensidad ultravulcaniana –que más parecía stromboliana-, disparó una horrenda detonación, y luego otra y otra, que hizo estremecer hasta la cortina de la ducha; las cosas que había acomodado en el aparador del espejo, también se bamboleaban de un lado a otro.
Qué es lo que no hacía Prudencio para silenciar esos ruidos: se echaba hacia atrás, estirando los pies hasta rozar la puerta; se cubría los muslos con todas las toallas que encontraba a la mano: metiendo aquí y encajando allá; se inclinaba hacia delante con la cabeza tocando las rodillas y juntando bien las piernas; taponaba la rendija de la puerta con la correa de la bata; se agarraba las nalgas, separándolas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto tempestuoso. Pero nada, todo era en vano. En ese momento pensó solamente en el fin del mundo, la profecía de Nostradamus, el maremoto en el Golfo de Bengala, la bomba de Hiroshima. Al final, después de haber expulsado la última escoria, prorrumpió tumultuosamente el pedo final, que hizo vibrar hasta la puerta.
“¡Mierda, questa situazione non mi piace!…¡Io sto malissimo!” Exclamó en perfecto italiano (era el temperamento genovés que lo tenía del abuelo); se encogía de vergüenza, frotándose la barriga y arrugando la cara. Sin embargo, tenía que guardar la calma y atenerse a las consecuencias: “Qui mangiare forte, caga forte, ma non le teme da morte”, pensaba dándose ánimos.
Al no encontrar el papel higiénico por ningún lado, haló nomás el tanque de agua del retrete, cerrando bien los ojos para no ver el alud que había ocasionado en la taza. Se paró y embarrado como estaba, cerró la puerta con llave y cuando quiso poner la llave a un costado, se le resbaló de la mano, cayendo justo en medio de ese torbellino de aguas servidas, rumbo a la canalización del desagüe principal.
“¡Y ahora, cómo salgo!” Fue lo único que se le ocurrió decir.
No tardó mucho tiempo en darse también cuenta que el escusado había sufrido un embotellamiento y que el agua seguía y seguía corriendo hasta colmar el límite de la taza. Por el piso comenzó a navegar una flota de pequeños submarinos marrones, junto con una escuadrilla de otros desperdicios orgánicos no identificables, que encallaban en el borde de los pies de Prudencio, y terminaban aglutinándose en la base de la tina. Pobre Prudencio, su situación se complicaba cada vez más, porque ahora no sabía cómo diablos contener ese violento desborde de aguas excretadas: Taponaba la taza del retrete metiendo todo lo que encontraba: las finas toallas bordadas a mano, el pijama de seda, su gorra de dormir, calcetines, la bata; hasta sus chancletas cuzqueñas forradas con lana de oveja. Luego bajó la tapa de plástico, ajustándola bien con la cortina de la ducha que la había convertido en soga, y amarró fuerte un nudo triple alrededor de la llave general de agua potable, que también se había atascado. La presión de agua había aumentado de tal manera, que comenzó a salir disparado un líquido beige apestoso por los caños del lavabo y de la tina. El pequeño recinto se había convertido en un vertedero pantanoso: todo lo que podía flotar, flotaba encima de una poza pestilente, empantanada de deyecciones y secreciones.
Las aguas servidas no solamente provenían del retrete que Prudencio había atorado, sino que, además, confluían desde los otros apartamentos a través de una compleja red de conductos (y que no eran pocos, porque se trataba de un edificio de quince departamentos, todos equipados con tres confortables baños con bidé inclusive –los de servicio son aparte-, y donde vivían: papá, mamá, con sus hijos y los hijos de estos, tíos, abuelos, bisabuelos, y en algunos casos uno que otro amigo íntimo, compadre o pariente que venía a visitarlos el fin de semana con toda su cría –que también no dejaban de ser numerosos), por el tubo de desagüe principal, que por la presión del atranco, también se había reventado justo a la altura donde se unían las cañerías del baño de su jefe.
Para evitar que lo vieran en pelotas (le daba vergüenza que le descubrieran lo que le colgaba entre las piernas), alcanzó ponerse con las justas el calzoncillo, que lo había encontrado flotando en medio de toda esa desgracia suspendida. En el momento que quiso apagar la luz chica del espejo, como para disimular semejante catástrofe, ocasionó un corto circuito, achicharrándosele el dedo como un chorizo en el interruptor. Por la humedad estancada que reinaba en el ambiente, los finos azulejos españoles que adornaban el interior del baño, comenzaron a desprenderse, saliendo disparados verticalmente –igual como cuando uno cocina palomitas de maíz, sólo que con la olla destapada-, hacia todas las direcciones. Mientras se defendía contra las siniestras esquirlas de cerámica que se incrustaban agresivamente en su piel, pisó una rata (o mejor dicho de lo que quedaba de ella) que se había colado por el hueco de una alcantarilla, y se resbaló golpeándose la frente con el filo de la tina, y junto, se le vino también toda la rinconera de perfumes eau de toilette, que su jefe, amante de los buenos aromas, coleccionaba de cada viaje que hacía en el extranjero. La mezcla aromática de esos líquidos bienolientes, desparramados en la cabeza de Prudencio y que se combinaban con el tufo penetrante a excremento, hubiera podido espantar al gallinazo más hambriento.
Completamente desaliñado, cochino, y humillado por la desgracia, no le quedaba otra que frotarse el cacho que le había brotado en la frente, y olvidándose de que había cerrado la puerta con llave, haló con tal desesperación la manija, que se le quedó prendida en la mano. De puro arrebato y frustración, arrojó el metal a la tina y sin saber cómo, colisionó contra el espejo, haciéndose éste añicos: las astillas de vidrio le habían reventado el ojo derecho, y otro buen pedazo le ocasionó un tajo en la cara, que se tiñó toda de rojo. Tuerto y quejumbroso desprendió las manos de la faz, y como no podía ver sangre, palideció, vomitó, y cayendo nuevamente en la tina desmayado, se zambulló lentamente en ese lodazal de aguas usadas que aumentaba y aumentaba cada vez más de volumen.

Por cuestiones más bien de olfato que de bulla, su jefe se levantó abruptamente de la cama y tapándose la nariz, pegó una oreja en la puerta del baño y, como sospechando que podría tratarse de su invitado, le gritó preocupado:
“¡Prudencio, Prudencio, eres tú!... ¿Ha pasado algo?”