SecuenciaSonar


-------------------------------------------------------------------------------


C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

www.fredericlujan.com

www.flujanz.blogspot.com

www.reverbnation.com/secuenciasonar




Friday, October 10, 2008

La carta




Carlos agonizaba, le quedaban pocas horas de vida. Estaba acompañado por la enfermera de turno en el cuarto de cuidados intensivos de la clínica. Su cuerpo se encontraba conectado a una máquina que controlaba las pulsaciones de su débil corazón. Al fondo en una esquina, la enfermera controlaba atentamente sus signos vitales en un monitor. Su respiración era lenta. Casi no sentía el dolor de su cuerpo –hace media hora le habían inyectado una doble dosis de morfina- pero su mente estaba todavía lucida, podía recordar todo como si fuera ayer. Eran sólo los órganos los que ya no le respondían. Carlos sentía como por sus venas, arterias y vasos capilares fluía esa sangre espesa, infectada con células malignas. Un tumor en el hígado había debilitado todo su sistema inmunológico y un carcinoma se propagaba agresivamente por todo el organismo. Encima del velador en un lugar visible había un sobre cerrado donde decía: Para mí hermano Julián; y junto a él, un número telefónico escrito con letra grande en un papel y pegado a la mesa con una cinta adhesiva. Dentro del sobre se encontraba una carta que él había escrito unos días antes con gran dificultad por los tubos que tenía inyectados en el brazo. En ella decía:


“Querido Hermano:

Quería comenzar esta carta llamándote a ti como lo hacíamos cuando estábamos juntos en el colegio, donde éramos verdaderos amigos o si me permites el denominador hermanos: Te decía Musculín, eso te gustaba... ¿Lo recuerdas? Desde pequeño te agradaba lucir tus músculos, tu fuerza corporal; y yo, cómo te envidiaba por tener esa anatomía, el Sansón, el Hércules de la familia. Yo fui siempre el escuálido, el de la sinusitis crónica, el de las infecciones bronquiales, neumonías y todo lo demás; siempre más enfermo y más débil que tú. ¿Y cómo es la vida, no?... pues parece que así moriré. Creo que el ácido desoxirribonucleico me salió medio defectuoso. A ti te gustaba mucho el deporte. Representabas al colegio en casi todas las disciplinas: natación, carreras de cien metros planos, vallas, salto alto, largo, triple, en triatlón, decatlón y todas las que terminaban en “ón” –es decir, un campeón olímpico nato. Qué tal entusiasmo y capacidad física tenías. Te clasificaste hasta en dos Bolivarianos de natación. Recuerdo que a mis padres también les diste una gran alegría, todos estábamos muy orgullosos de ti. Buena por eso, Musculín. ¿Practicas todavía tu joggen? Siempre te había gustado correr, jugar a la paleta, tenis y todo lo que sirva para mantener tu bello cuerpo de Goliat, bien formado. Dime mejor la verdad y nada más que la verdad, que eso quedará entre nosotros: ¿Te gustaba tu cuerpo, no? ¿Vivías para él, te complacía verte siempre en el espejo y apreciar como se desarrollaban tus fibras musculares, no era así? Y no me niegues porque te he visto; tampoco tiene nada de malo, cuántos quisieran tener esa estructura corpórea: esos paquetes musculares con esa composición de tendones, nervios y fibras. Eras toda una institución atlética, para mí la anatomía perfecta; creo que si hubieras vivido unos 450 años antes de Cristo, Mirón te hubiera contratado de inmediato como modelo para hacer sus esculturas: con esos brazos que parecían piernas y un abdomen más duro que el concreto. Sigue adelante, mi Musculín, y espero de todo corazón que no abandones nunca tus músculos, así te mantendrás siempre fuerte y sano. Cuánto no daría por tener un físico así. Discúlpame el atrevimiento de seguir llamándote Musculín, sé que ya han pasado varios años desde que nos vimos por última vez; me corroe la curiosidad de saber cómo se te ve ahora, pero no importa, así te guardaré siempre en el recuerdo, mi hermano fortachón.
Tú sabes que el deporte nunca me había gustado, prefería los libros: en una noche me podía comer una enciclopedia entera. Nunca olvidaré ese día en la clase de historia universal donde me había aprendido de memoria toda la historia de Sócrates con puntos y comas –tú también te debes de acordar, haz un esfuerzo-, me había identificado de tal manera con su vida que me imaginaba ser él mismo en persona. Los de la clase me miraban con envidia y rabia –igual que tú, mi hermano fortachón, y no lo niegues porque te decían: Oye Julián, ¿tu hermano se reencarnó en Sócrates o qué? ¡Chupa medias de profesores! ¡Saco largo! Al decir verdad y respetando el orden cronológico de la historia, admito que también había algo de cierto, porque claro, que después de Platón y Jenofonte, me hubiera gustado también ser discípulo de ese gran filósofo griego, maestro de todos los maestros. Quizás por eso adopté sin saber el método de la mayéutica cuando dictaba mis clases universitarias: me fascinaba instruir a los demás con preguntas inductivas. ¿Siempre fui así, no?... Gozaba luciéndome en el colegio y eso a ti nunca te gustó –¿Dime la verdad, te hacía sentir incómodo, me detestabas? ¡Confiésalo!; recuerdo que hasta nos pusieron en la misma sección, la “B”; querían hasta sentarnos juntos en la misma carpeta y tú te revelaste, fuiste malo, repulsivo y desconsiderado conmigo. Te juro, Musculín, nunca comprendí esa reacción tuya, ¿por qué tanta perturbación, si yo no mordía? ¿Qué era lo que no te gustaba de mí: mi estatura, cómo me vestía? Si yo –mansa paloma- nunca te había hecho nada, era tranquilo. ¿O será porque sentías envidia, rivalidad? Sí, eso debe haber sido: porque me gustaba el estudio y a ti no, verdad. Pero a pesar de eso tú eras mi brother. Aunque no lo creas, pero te admiraba mucho, muchísimo, claro que a mi manera, y tú no te dabas cuenta. ¿O a lo mejor te incomodaba mi presencia porque al cambiarnos de colegio tuviste que repetir un año y yo no? ¿Tenía razón? ¿Era eso lo que te molestaba?... Júralo, Musculín, que tampoco me voy a resentir. Habías tenido también problemas con tres cursos. Compréndeme por favor, y te lo escribo con toda la autenticidad del caso: quería simplemente demostrarte que yo también podía ser en algo tan bueno como tú, y nada más. Además, admítelo, tú nunca fuiste para el estudio ni menos para la lectura y los libros.
Los del colegio, recuerdas, eran también unos desgraciados, malos amigos, te tildaban de inepto, bruto, te apodaban: Cerebro de pajarito o Turtupilín. Jimmy y Toñín eran los que más te molestaban. Sin embargo, tú no eras el único, a mí también me fastidiaban, les gustaba poner sobrenombres a todos: a mí me decían Platanazo, Sacuara, Maguila el Gorila, Pasmarote –caminaba siempre colgando los brazos y doblando el tronco hacia delante-; y a las mujeres, les decían: Mandril, la Porky; había una que era un poquito sueltita con los hombres y la bautizaron con el nombre de Perra... Tú lo sabes bien, Julián; te la comiste un día en el quiosco durante el recreo largo: cerraste la puerta con candado, le bajaste la falda y... ¡bundungún!, le metiste tu pieza, la machucaste todita, gritaba de placer. La hiciste muy feliz, pendenciero. Todavía tuviste el descaro de contármelo con lujos de detalles en la casa. Eso sí, hay que reconocerlo que con las mujeres del colegio eras experto, vivían enamoradas de ti, se te derretían todas: ¿Te acuerdas de la gorda Magali, cuando te esperaba ansiosa durante los recreos y toda cariñosa te regalaba siempre chocolate el Cuzco –un dulce concentrado que se usaba sólo para la repostería-, hasta con dedicatoria y todo?... Haga usted memoria, hermano: terminabas con una diarrea monstruosa que bajaste de un porrazo cinco kilos. Solamente después de haber salido del colegio y te casaste, te tranquilizaste por completo; diste un vuelco de trescientos sesenta grados, mi hermano. Qué tal cambiazo que habías dado: ¿Cómo lo lograste? ¿Tuviste un encuentro con la Virgen María y te absolvió de todos tus pecados? ¿Visitaste a San Pedro? ¿Te convertiste en el Espíritu Santo? Qué te pasó don Juan, seductor irresistible de colegialas, campeón de tiro al blanco. Si tú habías sido quien me enseñó por primera vez a onanar, o como se dice vulgarmente: a correr la paja. Eso nunca lo olvidaré, y te lo digo con todo la consideración que te tengo: no debiste hacerlo, no debiste instruirme en esos placeres viriles, debiste dejarme así de inocente con la mano tranquila; porque más adelante terminó gustándome de tal manera, que me masturbaba cada hora; la mano se me volvió epiléptica; algunos pensaban que sufría hasta de Parkinson. Lo tengo bien presente como si fuera ayer: un día nos fuimos al baño juntos y yo todo inexperto te pregunté: ¿Cómo se hace el amor?, ¿por qué a veces en la mañana siento cosquillas en los genitales, crece y se me pone duro como palo?, ¿de qué tamaño la tienen los adultos?... etcétera, etcétera. Y tú, hombre viril, me demostraste con lecciones prácticas cómo es que se podía estirar más rápido, y me decías: “Qué cojudo eres, ven bájate el pantalón que te voy a enseñar primero a masturbarte. Mira, se hace así...” Así fue, te lo cuento ahora sin pudor: te bajaste también el pantalón sin vergüenza y le diste rienda suelta a tu mano, ejercitaste tu pieza flácida con movimientos tan sincronizados que se te puso al ratito como tronco y, luego disparaste ese líquido lechoso como metralleta. Así fue, hermano mío, y no me abochorna escribirlo: fuiste tú quien me enseñó por primera vez a copular, a ejercitar la bayoneta para hacer tiros al blanco; a eyacular los espermas y sentir la felicidad en su máximo esplendor. Hacíamos hasta competencia quién la daba más rápido y escupía la lechada más lejos. Esas cosas no se olvidan, hermano: disparábamos a todas las direcciones, y tú, te sorprendías porque a pesar de yo ser más flaco y débil, la tenía grande y gruesa. A partir de allí me tomabas siempre el pelo llamándome Jumbo. ¡Ayayay, qué tiempos aquellos, no!
Cambiando de tema y haciendo un poco de remembranza de cuando éramos aún unos niños que cruzábamos la primaria: Yo siempre quería ser más bajo, aborrecía mi prominente estatura y para aparentar menos, andaba siempre encorvado. Los de la clase me fastidiaban siempre y yo no sabía defenderme. Era tímido, retraído. Tú, en cambio, te mantenías valiente. Sí que te hacías respetar, me sacaba el sombrero ante ti: con tu fuerza granítica, agarrabas a quien te molestaba o te ponía sobrenombres, lo llevabas al baño y lo descuartizabas sin compasión. Por tus condiciones herculianas imponías siempre mucho respeto, cómo te envidiaba. A veces te extralimitabas un poquito, por no decir te pasabas de la raya, no medías tu devastadora fuerza gladiadora. Lo puedo recordar clarito: cada vez que jugabas fulbito con los de cuarto, tirabas tales cañonazos que le rompías los lentes a uno que le decían Huaco... ¡Pobre, Huaco! Con esos pelotazos le desfigurabas la cara y lo volvías más feo de lo que era. Eso no era justo, pues, mi Musculín. ¿Por qué le hacías eso? Si todos sabíamos que tú eras el mejor puntero del colegio, bastaba con sólo mirar tus piernas de rinoceronte. ¿Era necesario demostrar tanta agresividad? Cada semana escogías a una nueva víctima. Un día con tus puños de Trinitrotolueno, reventaste el estomago a Arturito solamente porque no te gustaba su forma amanerada de ser. ¿Qué culpa tenía el pobre de sufrir desequilibrios hormonales?; o a Chicho, con su voz de pito, le arrojabas siempre en plena clase y sin compasión todos los restos de las frutas que comías: cáscaras de plátanos, pepas de mango, medio melón. No, querido hermano, eso no se hace. Espero que te hayas calmado un poco. Te exaltabas con facilidad. Se te hacía difícil controlar tu temperamento volcánico. Más que respeto, te tenían miedo, terror, algunos hasta miccionaban por temor a que les hicieras algo. ¿De dónde sacabas tanta fuerza, si papá y mamá nos alimentaban siempre por igual –con avena Tres Ositos y bastante jugo vitaminizado? Te envidiaba por tener esa fuerza. ¿Dime la verdad, o es que le dabas también a los anabólicos?
Con las palabras eras igual de explosivo que con el cuerpo. Un día en la clase de castellano, después de jugar un disputado partido de fútbol en el recreo, apareciste en clase todo sudoroso, abanicándote de calor con el libro “Claves del Español” –el texto básico de enseñanza-, y la profesora te preguntó muy consternada por qué no prestabas atención, y tú inmediatamente, hombre valiente, temperamental, gladiador indomable, sin importarte nada ni a nadie le contestaste: ¡A usted qué carajo le importa! ¡Mona de mierda! Los cuarenta que estábamos en el salón nos habíamos quedado pasmados, con la boca abierta. Te juro que en ese momento no sabía dónde esconder la cara, sinceramente hubiera preferido no estar allí, me moría de vergüenza. Pero a pesar de ello y muy en el fondo te admiraba, a eso se llama tener cojones, carácter, porque yo nunca me hubiera atrevido a decirle semejante cosa –a pesar de que ganas no me faltaban.¡Bravo, mi Hércules!, te ganaste un nombre, salvaste el honor de nuestra clase, así se hace. La insultaste con tal seguridad y convicción, entonando aguerridamente los vocablos “carajo” y “mierda”, que nos dejó atónitos. Sin embargo, prométeme que para la próxima cuando quieras inferir a una persona no emplees esos vocablos ordinarios, vulgares. ¿Dónde está la educación que nos dieron papá y mamá? Fuiste siempre muy directo y crudo, y me decías: “al buen entendedor pocas palabras”; sólo que a veces escogías cada sustantivo, verbo o adjetivo, que horrorizabas a cualquiera.
Siempre te he tenido mucho respeto, pero, no sé por qué, también miedo, o mejor dicho pavor y todas sus posibles derivados. Eras imprevisible, hermano lindo. En algunas circunstancias también se me hacía muy difícil tratar contigo, tal vez porque nuestros caracteres no armonizaban. Me gustaría darte un consejo aunque venga de un conejo: cuándo sientas que se te suba la mermelada, acuérdate mejor de la Santa Paciencia y verás que te irá mejor. Hablando en serio: ¿No podías acaso controlarte? La verdad, hermano de mi corazón, a veces creo que mejor debiste haber nacido en otra época, luchando junto a Julio César, conquistando el imperio Romano con armadura de hierro y la espada bien desenvainada. En este tercer milenio globalizado, de gente civilizada y tecnócrata, donde más vale la maña que la fuerza, tanto exhibicionismo ya no vale. A veces conviene usar más la tutuma, retroceder un paso para luego avanzar dos. Y por favor, si por si acaso todavía no te has calmado, pues te pediría que te apacigües –controla esos instintos recios y no te exaltes ahora conmigo, reza dos Avemarías y la oración de la Serenidad. Pero es que te lo tengo que decir: ¡Fuiste un desgraciado conmigo! ¡Injusto, abusivo! ¡Un bravucón desalmado!... ¿Recuerdas cuando jugábamos ladrones y celadores en el jardín de la casa? Me ahorcaste sin compasión con tus manos que parecían un par de alicates; creo que ese día tomaste muy en serio el rol del celador en el juego, ¿o qué? ¡Qué barbaridad para triturarme el cogote! ¿Por qué lo hiciste, Musculín, contéstame, qué te tentó? ¿Si era sólo un juego? ¡Carajo!... Me dolió mucho, muchísimo. Pero no le dije nada a mamá, y sabes por qué, porque talvez allí sí hubieras terminado ahorcándome por completo y te hubieras quedado sin tu hermanito querido.
¿A ver, qué habría pasado, cómo habría quedado después tu conciencia, recapacita, ponte la mano en el corazón? Tus dedos se quedaron marcados en mi cuello como tatuajes. Recuerdo que demoré mucho días, semanas, en recuperarme del susto y perdonarte, pero te perdoné de todas maneras, hermano; y mejor no me preguntes por qué, pero lo hice –no soy rencoroso. Pero tú, insensible, seguías tratándome con ojos de celador, frío, sin sentimientos, como si ese juego no hubiera terminado nunca. ¿Por qué pues tanto rencor, tanta agresividad junta? ¡Confiésate! ¿O preferías verme muerto, no era así?
Discúlpame y lamento decírtelo, pero a partir de ahí mi miedo también aumentó, pero no te lo mostraba por temor a que te aprovecharas más de mi debilidad. Pero allí estaba, latente como esperando un día el desenlace final. A pesar de tu agresividad, te admiraba, tenías algo que me llamaba la atención, me gustaba tu forma jovial y abierta de ser, eras sincero, emotivo, dadivoso. Nunca te hacías problemas, vivías sólo el momento y disfrutabas de la vida. Tenías más cualidades positivas que negativas y muchas habilidades. Al pescar por ejemplo, eras todo un campeón sacando cangrejos, zambulléndote casi tres metros al fondo del mar; te introducías valientemente entre las peñas rocosas de las playas San Bartolo, La Tiza y Santa María. Qué agilidad, con qué destreza te trepabas sobre esos pedruscos resbaladizos, tenías tal dominio de tu cuerpo que yo mismo me sorprendía. Un temerario pescador. Hubieras podido ser la inspiración de Ernest Hemingway para su personaje principal en: “el Viejo y el Mar” –talvez le cambiaría el nombre por: “el Musculín y el Mar.” Te podías quedar horas y horas en la misma posición, esperando a que un pez picara tu anzuelo. ¡Carajo, y sí que lo lograbas! Lo que pescabas no eran peces sino cetáceos, esos animales eran gigantescos. Viniste un día a casa todo orgulloso y llenaste la tina de esos cangrejos inmensos. Traías otra veces pulpos y otras especies acuáticas raras. Te despertabas temprano (cinco de la madrugada o algo así), correteabas por toda la orilla y atrapabas los Lenguados con la mano con una presteza soberana. ¡Qué tal rapidez! Por un tiempo tu afición a la pesca fue tan grande que le dijiste a mi mamá un día que querías ser igual que Tumba –un pescador veterano que proveía siempre pescados frescos a los restaurantes más conocidos de la playa-; querías tener un barquito y perderte en el mar hasta que caiga el sol y regresar con todo un cargamento de animales oceánicos. A nosotros nos sorprendiste con tu propuesta, palabra que por un momento me pareció que hablabas en serio: lo dijiste con tal firmeza y convicción, que me dejaste más congelado que el océano Ártico.
Me hubiera gustado tener siquiera la tercera parte de todas tus cualidades. Nadie te podía ganar, para mí eras el mejor, tenías oro en tus manos. Pintabas también muy bonito, hasta ahora guardo los retratos que hiciste de papá y mamá en la casa, son hermosos; además, de todos los otros trabajos manuales que solías hacer, uno más ingenioso que el otro: la lámpara de cartón, esas cometas inmensas que podían volar tan alto, la mesa de madera que la usábamos para las parrillas, y muchas otras cosas más. Ojalá sigas con esas inclinaciones artísticas; uno nunca sabe, a lo mejor un día, a alguien se le ocurra hacer una subasta pública de todos tus trabajos y ahí sí... ¡Agárrate Catalina!, podrían valer mucho más de lo que te imaginas. Así que ya sabes, mi hermano artistón: a guardar bajo llave y con candado todos tus trabajos –¿me lo prometes, que hablo en serio?-; no todos tienen ese don que poseen tus manos.
Yo me incliné por algo más concreto: el estudio, una carrera, seguir una profesión sólida para poder ganar dinero, mucho dinero y ser famoso. Quería demostrarte que yo también sabía hacer algo: y escogí la carrera de Administración de Empresas. Ambicionaba ser jefe, sí, eso quería ser, un gerente inquebrantable, que no se dejara influir por nadie –como dicen los americanos con sus palabritas de moda: un manager, to be the business-; quería tener bajo mi mando a muchas personas. Desde pequeño me gustaba que los otros hicieran los trabajos menores y que trabajaran solamente en pro de mis metas. Disfrutaba más organizando, planificando actividades con otros; los engañaba vilmente, porque les hacía creer que conmigo podrían alcanzar más fácilmente sus objetivos. Fui un falso líder, un reformador egoísta. Me extralimitaba con las órdenes de trabajo, exageraba con las metas –a veces inalcanzables- un soñador de cosas grandes, fama y éxito. Vivía ciego de la realidad, sin disfrutar nunca del momento. Y tú te dabas cuenta y comenzaste a despreciarme, a mirarme con malos ojos –igual que ese día cuando me trituraste el cogote jugando a los ladrones y celadores. Confiésalo, franquéate conmigo hermano, que ya no tengo nada que perder: ¿Era así, no? ¿No me engañes, mira que te escribo con el corazón? Tú habías sido siempre más conformista que yo, más sencillo: vivir la vida era tu lema. Qué curioso, después de todos estos años, y ahora que me encuentro tirado en esta maldita cama, esperando la muerte, puedo comprenderte mejor el verdadero porqué de tu forma de ser. Así es, recién ahora cuando ya no puedo hacer nada, me he dado cuenta de lo verdaderamente valioso en la vida. Ahora te digo con franqueza: ¡Caramba, hermano, tú sí que sabías aprovechar de tu existencia! Ahora te envidio más que nunca. ¡Mierda!... Me he dado cuenta muy tarde. Yo que te advertía todo orgulloso: “Ya verás que un día de éstos...” o “Cuándo logre ésto o lo otro...”; y tú me refutabas moviendo la cabeza: “Tú eres un idiota, no sabes vivir. Ay, Carlitos, ¿cuándo aprenderás?” Ahora aquí, postrado en este lecho de dolor, esperando que el cáncer termine de carcomerme el cuerpo y luego me devoren los gusanos, me pregunto: ¿Qué es lo que en verdad logré en la vida si nunca fui feliz? ¿Hice algo productivo para los demás aparte de sólo trabajar y ganar dinero? ¿Es eso vivir? ¿Es acaso tener éxito demostrar que uno sabe más que el otro sin aplicar a conciencia las cosas que uno divulga? Ahora pongo las cosas en una balanza y reflexiono: ¿De qué me valió el éxito si nunca lo compartí con nadie? ¿Adónde me llevó ese borrascoso camino que yo elegí y que ahora terminará? ¿Fui en verdad sincero conmigo mismo? ¿Escogí la ruta adecuada para ser alguien? ¿Qué ejemplo he dejado a los demás, cuáles han sido mis logros?... Pues me contestaré yo mismo: sólo un poco de dinero que tengo depositado en una cuenta corriente y que nadie lo puede tocar porque es intransferible, la póliza de un seguro de renta y un carro viejo que ahora espera a que un día alguien lo maneje o lo demuela como chatarra, y nada más. Eso es lo que he logrado en la vida, mi apreciado Julián. Si quieres, te puedes también quedar con todo. En pocas palabras, ¡no logré nada en estos puta años de existencia!¡Absolutamente nada! Moriré solo, vacío, solitario en este cuarto, sin amigos ni familia ni nadie quien me quiera. Talvez te reirás de mí e incluso te complacerá –la venganza es dulce-, y lo puedes hacer, que tampoco me molestaré. Yo sé que fui el único culpable de mi desdicha y nadie más. Fui un imbécil, sí, un pobre y triste imbécil, y no me avergüenzo ahora de decírtelo porque nunca viví el momento: esos minutos, horas, días, semanas, meses y años que se iban cada vez más rápidos y que no volverán nunca más. Mi ego cada día se inflaba más y más, parecía un globo aerostático, volaba sobre nubes. Nadie, pero absolutamente nadie podía saber más que yo; me consideraba el Dios de la sapiencia, el Sócrates del siglo veinte, un teórico omnipotente que nada practicaba. Asimilaba conocimientos de otros, aprendía de memoria libros. Ahora me pregunto golpeándome con piedras en el pecho: ¿para qué tanta teoría sino supe nunca aplicarla con sabiduría? Fui sólo un descarriado que andaba por un camino vacío, frío, lleno de vanidad y codicia. ¿Qué diferente éramos, no hermano? Te congratulo y a la vez de envidio porque ahora eres RICO; sí, y no te rías que hablo en serio, hasta te lo marcaría en el frente: posees ese gran tesoro llamado Paz y Alegría que yo nunca tuve. Enhorabuena, mi Musculín, te mereces un nuevo título académico: A nombre de la Nación, el Rector de la “Universidad de la Vida” otorga el título de “Doctor en Paz y Alegría” a don Julián Córdova García. ¿Qué tal? ¿Te gusta? Eres doctor, el Doctor Julián Córdova; te puedes sentir importante, ya que yo me quedé sólo con Licenciado. ¿De qué me valió ese rótulo si por adentro siempre fui vacío?
Me dio mucha pena que después de la muerte de mamá nuestra hermandad se haya resquebrajado por completo. Mamá había sido mi único consuelo y sustento emocional, la quería horrores. No sé por qué, pero tú siempre habías creído que ella me engreía sólo a mí, como si yo fuera su hijo mimado. Pues te equivocas rotundamente hermano, y pongo la mano sobre la sagrada Biblia: por el contrario, ella era capaz de dar su vida por nosotros, nos quería a los dos por igual. No olvides nunca que fue ella quien nos engendró y protegió en su vientre y nos hizo también grandes; sólo que yo desde chico siempre fui algo más débil que tú: el enfermo y raquítico. ¿O es que ya se te olvidó cuando me internaban siempre en la clínica cada vez que me venía la gripe? Podían freírme hasta huevos en la frente por las fiebres que me venían; ni los supositorios de elefante con vaselina que me ponía y que me irritaban el ano la podían bajar. Por eso es que mamá me protegía un poco más a mí. Tú en cambio siempre fuiste el toro de la familia, nunca te enfermabas. No lloré delante de ti cuando ella murió, simplemente para demostrarte que también podía ser tan fuerte como tú; luego en casa y a escondidas no aguanté más y explote en un llanto descontrolado, tenía ganas hasta de quitarme la vida; y tú, hermano aguantador y fuerte, por primera vez mostraste también tu lado débil: inundaste de llanto el velatorio delante de todo el mundo y me dijiste sin medir las consecuencias de tus palabras: que yo era un insensible, frío como el hielo, que ni llorar podía. Te juro que ese día me partiste el alma, me acusaste infundadamente, y yo te contesté con un nudo en la garganta: “Cómo es posible que me digas eso, si fui yo quien la acompañé siempre en su lecho de dolor, ayudándola en todo, en las buenas y en las malas.” Ese día fuiste muy injusto conmigo, te comportaste vilmente como si yo fuese un hombre sin corazón, un mal hijo que no quería a su madre. ¡No, Julián! ¡Eso sí que no! Yo también tengo mi corazoncito, quizás no tan grande como el tuyo, pero lo tengo. Ese día sufrí doblemente: uno por la muerte de mi madre, y otro por ti, porque me decepcionaste profundamente. Te perdoné muchas cosas en la vida pero eso de haberme llamado insensible ante la muerte de mi mamá, creo no te lo perdonaré ni aún después de muerto.
En esa época me esforzaba por querer ser una persona famosa, buscaba las relaciones con gente influyente, importante entre comillas; anhelaba ser como ellos, donde la notoriedad y el materialismo se encontraba en primer plano. Fue así como tú y yo casi ni nos veíamos. Fue el inicio del fin entre nosotros. ¡Lo sé!... y por favor no me digas ahora nada, lo puedo leer en tus pensamientos: eso nunca te había gustado, no comprendías mi forma egoísta y utilitaria de proceder. Y es también cierto que nunca me interesó tu opinión. Perdóname, Julián, lo único que yo quería era alcanzar a como de lugar mis objetivos y nadie, ni tú, podían impedirlo. Si quieres, ahora pégame a puñetazos, ven y mátame de una vez (me harías un gran favor), quítame de una vez la vida. Quería también hacerte de menos. Me deleitaba rebajándote: tú trabajabas en una agencia naviera haciendo trabajos menores, o qué sé yo, y yo, ya era jefe de un laboratorio transnacional y enseñaba en la universidad. Qué bien que me sentía así, viéndote abajo, disminuido, machacándote el orgullo, cómo si todo las cosas que yo hacía, hubieran sido lo más importante en la vida. Tú no me decías nada, más bien me ignorabas de una forma muy astuta, me observabas de lejos, siguiendo cada cosa que hacía y cómo me comportaba. Ignoraste siempre mis logros, y eso, ¡cómo me reventaba! –dime acaso que estoy equivocado-; lo notaba clarito, me amargaba tu indiferencia, menospreciabas mi esfuerzo y eso me dolía. Lo hacías a propósito para que sintiera las punzadas de mi falso orgullo. ¡Sí, eso había sido! Y no me digas ahora que es mentira, Julián. Tú no solamente has sido más fuerte físicamente, sino que además, demostraste ser más sabio, no te dejaste nunca afectar por mis malas intenciones. ¡Carajo!, cómo admiro tu vivacidad y esa forma siempre abierta y franca de ser. Créeme ahora estoy arrepentido. ¡Perdóname, perdóname, hermano de mi corazón! Yo el académico sabelotodo y tú el bruto, el menos capaz e incompetente; yo el jefe todopoderoso y tú el pobrecito empleadito de oficina, subordinado, dependiente. ¡Cómo he podido ser tan desalmado contigo! Sé que pequé y ojalá que el de arriba también me perdone, pero me regocijaba con esas comparaciones pecaminosas, deshonestas, endebles, falsas. Por más que tratabas de disimular se te notaba el malestar en la cara, te acalorabas con facilidad, y yo me divertía de lo lindo. Todo había sido una farsa, hermano, una ficción que ahora quisiera borrar: yo era en verdad el acomplejado; tú valías mucho más de lo que te imaginabas. Y te lo digo no porque ahora me estoy muriendo sino porque siempre lo he pensado así.
Recuerdo un día que me dijiste: Ya para de hacerte siempre el importante que vas a ganar sólo enemigos. A nadie le interesa tus éxitos. Qué sabias palabras, hermano, porque así fue verdaderamente, nunca pude vivir en paz, me gané de muchos enemigos; mi vida fue una constante lucha. Y tú me mirabas con una mezcla de sentimientos, creo que con más pena, que molestia. Te había desilusionando por completo. Estudié otras especialidades, quería hacerme más conocido en el ámbito profesional, buscaba sólo la fama, notoriedad, popularidad, me encantaba tomar la delantera en todo. Vendí mi alma al diablo, lo reconozco, y ahora te doy toda la razón. Tú seguiste trabajando en lo mismo durante un tiempo y te decidiste por algo muy inteligente: casarte para formar una familia. ¡Bravo hermano! Supiste escoger el camino indicado. Conociste a tu mujer en tu trabajo y como era también de esperar, a mí ella nunca me agradó –no nos podíamos ver ni en pintura. ¿De seguro que tu mujer también te hablaba pestes de mí? Claro, cómo no... si eran marido y mujer, vivían el uno para el otro, se amaban, se querían con pasión, como un par de tortolitos. ¡Cuñadita!... A usted sí que no la puedo tutear, si me permite, y con todo el respeto que le tengo, le escribo también estas líneas: Por favor, cuñadita... ¿No se amargue pues conmigo, cámbieme de cara, piense más bien en cosas positivas, en el amor que le tiene a su marido, vuelque toda su energía y conviértala en pasiones de amor, sí? ¿Le sigue preparando su plato preferido con frijoles: y espero que sean los canarios porque los negros, sí que lo hinchan a uno, qué tales flatulencias? ¿Julián ya debe tener barriguita, no? Carambas, cómo le engreía usted siempre con la comida. No tenga temor, métale nomás cuchara en la cocina, que a nuestra edad ya la pinta es lo de menos. Cuñadita, por favor, ya no me odie más, mire que estoy arrepentido de todos mis pecados veniales porque de los mortales, mejor ni le cuento, eso será tarea de San Pedro. Lo único que quisiera decirle es que tenga también misericordia con este pechito que está enfermito. Mire que me estoy muriendo, cuñadita, ¿no me tiene acaso pena?; tenga pues un poquito de compasión que tan malo no soy: quizás un poco mujeriego con inclinaciones algo livianas. ¿Qué? ¿No me cree?... Bueno, pues, o si quiere, llámelo con toda confianza: tendencias libidinosas, que tampoco me avergüenzo. Pero con usted nunca me he metido, ¡ni en pensamieto, por favor! –prefiero la rubias y con minifaldas (por si acaso es broma). ¿No me aborrezca, pues, cuñadita? Piense en los católicos, en Cristo que murió por nosotros los pecadores en la cruz (yo también lo haré, pero echado en esta maldita cama). ¿Quiere que le diga algo?... Usted se ha casado con el mejor marido del mundo: Julián es un esposo abnegado y muy fiel, incapaz de acostarse con mujeres intrusas y putañeras como yo; su corazón late solamente para usted, señora cuñadita, palabra de hermano; pongo hasta mi mano huesuda al fuego por él. Sí, sí, ya sé, usted se preguntará: ¿Y que fue de esa noche cuando llegó tarde oliendo a ese perfume penetrante Chanel Nr.5?... No se preocupe, cuñadita, estése tranquila que yo fui el culpable: lo tenté a que se acostara con Nani; es que la carne es débil, Usted compréndalo por favor, no sea rencorosa que Dios castiga; aprenda a perdonar. Sé que nunca debí hacerlo y Usted disculpe, pero Usted siempre me pareció una mujer muy seria, demasiado formal para mi hermano; quería solamente que se soltara un poquito esa noche. A Nani le gustaba también los tipos musculosos y bien formados: “¡Ayayay, qué guapo, me gané la lotería!”, exclamó ella toda caliente, y... ¡suácate!, se aventó a lenguazos a mi hermano. Felizmente que terminó en besuqueo nomás, yo mismo los separé y le dije a Julián: “Julián, contrólate un poco, la noche también hay que compartirla, ella es para mí. Cálmate que tú ya estás casado, reserva mejor tus municiones para tu mujer.” Eso fue todo, cuñadita. ¿Ya ve que no había pasado nada? Así que le pediría encarecidamente que en este momento, sea buena, acérquese donde su marido y demuéstrele ese gran amor que le tiene: béselo, mímelo, cocine sus frijoles flatulentos y dígale lo mucho que le quiere. ¿Me lo promete? Mire que pronto yo le estaré también vigilando desde arriba o desde el infierno, no importa.
Y tú, mi querido hermano, también no me mires ahora con mala cara, sabes perfectamente que nunca he podido con mi espíritu mujeriego: un día con Pocha y otro con Chichi, etcétera, etcétera; nunca nada fijo; conviviendo sólo con putas refinadas, probando conchas peludas, culos y tetas. No, hermano, tú eras muy diferente: amabas verdaderamente a tu mujer, dabas todo por ella, se te notaba en los ojos. Tus sentimientos eran honrados. Quién como tú porque yo nunca había amado a nadie, más que a mí mismo: prefería los amores de una noche –y mejor ni me preguntes con cuántas porque ni me acuerdo. La única relación que duró un poco más de los nueve meses fue con Karina, pero que luego la mandé al diablo porque me estaba estorbando: Yo viajaba mucho a provincias y eso me estresaba. ¡Ay, hermano, si te contara!... Por esa época yo era un jodido de mierda, un juerguero insoportable, quedó hasta escrito en los anales de la historia del vicio y perdición limeña: mi pinga se revoloteaba como culebra, nadie podía frenarme; me creía un supermacho, hacía lo que me daba la gana.
Sin embargo, hermano, y por más que casi ni nos veíamos, nunca podía olvidarte, te tenía siempre muy presente. Te admiraba no sólo por tú forma de ser, sino porque, además, vivías con una mujer que te amaba, igual que tú a ella; compartían juntos los momentos buenos y malos de la vida. Querías formar un hogar temprano, te gustaba la vida familiar y les dijiste a mis padres que te mudarías a un departamento más grande como para preparar la cría. Tenías otras metas en la vida, querías tener hijos para poder brindarles una adecuada educación, afecto y mucho cariño; formar un hogar con calor humano, transparente. Mi hermano, te trazaste los objetivos más nobles y que darían un verdadero sentido a tu vida: La Familia. No como yo que terminé solo, sin nadie, viviendo del recuerdo, frustrado y enfermo. Recién cuando tus dos hijos se hicieron grandes, pude también comprender por qué es que le habías dado siempre más importancia a la familia: tus hijos Julián Jr. y Enriquito, habían sido tus mejores logros –un par de muchachos fuertes, sanos, bien educados y muy inteligentes. ¡Bravo, hermano, así se hace! Cuánto me gustaría ahora abrazarte y decirte: “Musculín, tú eres un hombre de pundonor, un ejemplo de padre y esposo abnegado.” ¿Por qué no pude ser como tú, si crecimos juntos, bajo las mismas condiciones, con los mejores padres del mundo y que nos querían a los dos por igual? ¿Por qué, por qué, Julián? ¿Por qué malgasté tontamente mi energía en cosas superfluas, sin sentido? Ahora, desgraciadamente ya es tarde, todo se oscurece. ¡Me estoy muriendo, hermano! Sí, ya pronto me iré... ¿De repente cuando termine esta carta, o dentro de una hora, en esta noche, o talvez mañana? Me marcharé para siempre; entregaré mi cuerpo y voluntad al Todopoderoso; porque eso sí Julián, habré sido un mal hermano, desconsiderado, egoísta y putañero, pero la fe en Dios nunca la he perdido, me hicieron católico y moriré como tal. Como último deseo me gustaría que llegado el momento, me bendijera un cura con los santos óleos y me dieran también cristiana sepultura. Eso sería todo. ¿Por qué es que nos separamos y comenzamos a odiarnos, hermano, si en el fondo, en lo más profundo de mi ser quería ser siempre como tú? ¿Por qué es que recién después de cincuenta años me doy cuenta cómo he desperdiciado tontamente mi vida? Si tan sólo te hubiera hecho caso y hubiera aprendido de mis errores, todo habría sido mucho más fácil. ¿Ahora a dónde me iré? ¿Qué vendrá después?... No lo sé, ni tampoco me interesa. Lo único que deseo en este momento es estar bien con mi alma, por eso que te escribo esta carta; y te lo afirmo por última vez, aunque seguro que no me lo creas: tú eres y serás siempre mi ADMIRADO HERMANO.

Cuídate mucho Musculín, y no cambies nunca. Tú hermano que te quiere, Carlos.”

La enfermera vio en la pantalla de control que las pulsaciones de su corazón eran irregulares: sus curvas marcaban picos altos y bajos con gran frecuencia y en intervalos muy cortos. Eran ya los síntomas irremediables de la muerte que se avecinaba. Se paró y atinó a llamar rápido a ese teléfono que Carlos había escrito en el papel.
“Aló... ¿quién habla?”, contestó una voz ronca. Por suerte era Julián.
“¿Es usted pariente del señor Carlos Córdova García?”
Silencio en la línea, se demoró en captar de qué se trataba. Y se acordó que tenía un hermano.
“Sí, soy su hermano”, balbuceó sorprendido. Pasó saliva. Hace como quince años que no habían establecido contacto. Se veían esporádicamente.
“Venga por favor rápido a la Clínica Americana, sala de cuidados intensivos, segundo piso, cuarto número 201 B. Su hermano está muy mal, está agonizando.”
A los veinte minutos apareció Julián solo, muy nervioso, el corazón le latía fuerte. En el cuarto, a pesar de ser más que un lecho de dolor y de espera a la muerte, se percibía paz, tranquilidad. Eran las diez de la mañana, afuera resplandecía el sol.
Julián se acercó a él sin saber que decirle, cómo comportarse. A él le remordía también la conciencia. Revivió por un instante todas las cosas buenas y malas que habían hecho juntos. Carlos se encontraba muy demacrado, el carcinoma le había deformado la cara. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo. Se sentó junto a su delgado cuerpo, agarró su mano todavía tibia y, vio el sobre que estaba con su nombre encima de la mesita. Lo abrió desesperado. Cuando terminó de leer la última línea de la carta, Carlos inhaló fuerte una bocanada de aire, abrió sus ojos y le sonrió. De pronto el monitor dibujó una línea recta continua con un chillido agudo. Julián lo sacudió, sintió en ese momento una mezcla de emociones que no podía controlar: quería reconciliarse nuevamente con su hermano y decirle lo mucho que también lo quería. Explotó en llanto, lloró, lloró mucho, pero ya era tarde, había muerto.
Música de Alex Campos - Sueño de morir:
Publica Flujanz

5 comments:

Anonymous said...

Realmente muy conmovedora la historia entre los dos hermanos. El tema es fuerte y más si nos imaginos que podrí­a ser la vida real........
Pienso que en todas las familias existen conflictos pero hay familias más "sanas" que otras.
Si me pongo a pensar a la hora de la hora hay que tener suerte para todo, con las familias, parejas, esposos, etc., pero DEFINITIVAMENTE UNO NACE SOLO Y MUERE SOLO.
Te felicito por lo bien que escribes y sigue adelante, realmente lo haces excelente.
Cariños, Elena

Anonymous said...

Freddy,

Que carta mas bella...

voy a tener que leer tu libro....

un besote
Ile

Anonymous said...

Acabo de leer 'la Carta'y te cuento que me hizo llorar. Muy interesante la relacion entre hermanos. Aca en Japon siempre comentan que es mejor tener 1 o 3 hijos. Porque cuando son 2 siempre hay la relacion de rivalidad. No se si sea siempre, debe ser dificil para los padres enseñar a no odiarse. Yo solo tuve una hija por la razon que 3 no jalaba para tener (nisiquiera 2.. ja,ja).
La hermosa enseñanza de tu carta es que pese a todo el amor entre los dos persiste y tambien el reconocer los errores. No es tan facil reconocer los errores! Yo siempre admiro a los que lo hacen. Uno siempre aprende en esta vida, muchas veces mas en los momentos malos.
Las experiencias humanas son muy interesantes.
Gracias por compartir con nosotros una lectura tan emotiva.

Luci.S.

Anonymous said...

Con el esfuerzo que le debió de costar tamaña carta, no me extraña que la diñara...

Y es que la enfermera en vez de mirar el monitor, debería estar mirando lo que hace el enfermo....

Por lo demás, muy bien señor Flujanz. Aunque yo, que soy un pijotero irreverente, creo debería evitar los ambientes de telenovela.


Salu2
Josef K.

Anonymous said...

...me preocupa tus alusiones a la muerte y tu blog. Qué tan autobioráfico es?
Cuídate.

Un abrazo,

Augusto