SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Tuesday, March 13, 2012

Me mataré hoy



“Sí, hoy es el día... ¡Me mataré, me mataré, carajo!”, repetía decidido.

En verdad lo quería hacer desde hace tiempo, sólo que no había encontrado el momento propicio. Por su pesimismo y forma tan negativa de ver las cosas, la vida le parecía aburrida, tan aburrida que cada minuto que transcurría le parecía etéreo, sin sentido ni propósito. Todo lo que hacía o planificaba le salía mal: la desaprobación de sus nuevos proyectos de trabajo en la oficina; la ruma de memos que le llegaban casi todos los días del gerente general, advirtiéndole sobre el incumplimiento de sus metas; la astronómica deuda de impuestos que tenía que pagar al fisco; el lío amoroso que tuvo ahora último con la querida numero veinte (ninguna la aguantaba, a causa de su negatividad); el corto circuito que le quemó la mitad de la sala de su casa; las interminables peleas con los vecinos...

Con el único que se entendía era con Nabo –un viejo pastor alemán cruzado con lobo-, lo llamaba así porque tenía una cola mocha y pelada, igual que un nabo. Durante los últimos años había sido su única compañía. El perro respiraba agitadamente, sacando su lengua sudorosa; movía su colita mocha como si sospechara algo.

“Lo sé, y te entiendo, pero es que lo tengo que hacer de todas maneras, ya no aguanto más esta situación.” Hablaba al perro como si fuera una persona, pero en el fondo le remordía la conciencia tener que separarse de él. “Así es la vida, Nabo, ingrata, injusta, siempre todo me sale mal, y encima todos contra mí.”

Se encontraban debajo de un olivo viejo en el jardín interior de su casa. Era una noche ideal, soplaba un viento frío del norte, lúgubre, con el cielo cubierto de nubes y reflejado por la luz de una luna plateada. Perfecto, así me gusta, probaré esta vez la muerte”, pensaba. Actuaba fría, calculadamente. Nabo le lamía la mano, soltó dos ladridos fuertes.

“¿Qué?... ¿no me crees?...”, le respondió como retándole; conocía tan bien a su perro que podía leerle hasta los pensamientos. Las nubes se juntaban formado una masa densa, alzó la vista hacia el firmamento y pensó: Por fin me libraré de esta vida ingrata, injusta. Adiós deuda, mujeres, trabajo, y tú (pensaba en su jefe, el gerente), métete los memos mejor al culo... Je-je-je. Se reía aliviado, como si por fin hubiera encontrado la solución a todos sus problemas. Él era una persona que difícilmente aceptaba sus fracasos, por el contrario, pensaba más bien que todos los demás eran los principales culpables de sus desdichas. Y para que su perro se convenciera de que hablaba en serio, ejecutaba su plan rápido y decidido: le enseñó una soga, hizo un lazo, la pasó por el cuello, ajustó un poco; luego la amarró en una de las ramas del árbol, se subió al banquito que usaba para sacar aceitunas y le dijo:

“¿Y, convencido?... Te lo dije, cuando me prepongo algo lo cumplo. Pero no te preocupes que te dejo bastante comida en la cocina, de hambre no te vas a morir. Al menos hasta que alguien me descubra por el olor nauseabundo a muerto.”

Sintió pena por el perro.

“Hemos pasado momentos inolvidables y muy bonitos, verdad”, se le humedecían los ojos: “¿Te acuerdas cómo te desesperabas cazando mariposas? Eras todo un chiste, te parabas en dos patas y al final ya no podías más y terminabas clavando el hocico en la tierra. Te veías como todo un atleta. Cómo se alocaban las perras del barrio por ti, ¿lo recuerdas?... Pendenciero, te metías hasta con Chihuahuas, abusivo.” Se quedó un rato meditando y pensó: Bien hecho, hizo bien, yo debí también ser perro; y luego continuó: “Y yo te dejaba nomás: les olías el trasero, luego te trepabas encima de ellas con una agilidad increíble y ¡SUAS!... les metías toda tu zanahoria. La vecina Santos indignada me tocaba luego la puerta, quejándose insolentemente, que su perrita había salido nuevamente preñada: era un pudel negro, creo que se llamaba Susy. Has sido terrible, qué tales instintos, por favor. Un día con el afán de defenderte, le dije: << Pero, señora Santos, tranquilícese, si es sólo un machito, necesita desfogarse, pues. Además, no se me haga ahora la Santos, perdón, quiero decir santa, porque bien que le gusta también el cachirulo, sino, explíqueme: ¿Cómo es que entonces parió a ocho hijos?”>> Así es, tenía que hablarle en ese tono para que me dejara tranquilo. Ella me miró de arriba abajo como si tuviera lepra, y volteándome la cara me replicó: << ¡Cretino, insolente! >> Cómo nos divertíamos con esa vecinita, no.”

Nabo paraba atento sus orejas. Las nubes escondían cada vez más la luna.

“Ah, pero ese día que quisiste atrapar a esa mariposa amarilla, terminaste tan agotado que tuve que llevarte de urgencia al veterinario. Te mordiste la lengua, y tu corazón bombeaba fuertísimo, pobrecito mi Nabo.”

El perro se echó a un lado en el césped y escondió la cabeza, cruzando sus patas delanteras; gruñía como si quisiera decirle algo.

“Ay, Nabo, otra vez... ¿no me hagas sentir mal, por favor?” Lo miraba de reojo con la soga en el cuello, le temblaban los pies: “Verás que a lo mejor encontrarás a otro amo que te pueda dar más cosas, y comerás otra comida que no sea el engrudo de camote con arroz que te doy siempre; y si tienes suerte, de repente hasta conseguirás también a tu media naranja.” Se secaba una lágrima que le corría por la mejilla. “Bueno, ahora sí, dejémonos de melancolías y vayamos a la acción. Ah, y por si acaso te vuelvo a recordar: dejé tu comida en un recipiente de plástico, junto a la nevera, en tu esquina preferida en la cocina.”

De pronto desapareció la luz de la luna por completo y los densos nubarrones comenzaron a descargar su energía con lluvia, truenos y rayos, como si estuvieran anunciando su postrimería. No sé por qué, pero inmediatamente lo relacionó con los crucificados del Gólgota: Qué bien, ahora seremos cuatro, pensó, y observó a su perro desde la cima del banquito. Por su cuerpo corría una sangre fría, indiferente, como si lo que iba hacer fuese lo más normal del mundo. Y sin pensarlo mucho, verificó si la soga se encontraba bien amarrada, la templó un poco; clavó sus pupilas dilatadas con dirección hacia la terraza de la casa, el jardín, sus vecinos, como si los grabara por última vez en su memoria; irguió más el tronco, y antes que se arrepintiera, botó el banquito a un lado, y ¡SUACATE!... cayó al piso, igual que un saco de papas, con rama y todo, enlodazándose hasta el pelo con la tierra mojada. El hombre era tan pesado que la rama se había desprendido del tronco.

“¡Maldita sea, esto ya es el colmo, ni esto me resulta!”, exclamó, y escupió una lombriz gorda y larga que se había colado entre la veta que formaban sus labios, como si hubiera estado descubriendo algo que podía saciar su apetito. Se maldecía él mismo: ¡So gordo de mierda!... Claro, cómo no, con toda esta grasa que llevo encima, algo sospechaba que esto no iba a resultar tan fácil. Bueno, ya se me ocurrirá otra cosa.”

Aparte de pesimista, vivía acomplejado por su físico (con razón que en la oficina lo molestaban con el sobrenombre de Mondongo), todo adiposo y con los rollos de grasa que le colgaba por todas partes. Se frotaba el pie que se había dislocado, todo embarrado de lodo. Cómo habrá sido el peso de su masa corporal, que hasta el tronco del árbol de cuarenta centímetros de diámetro todavía se mecía, inclinándose ligeramente hacia delante.

Masajeó la marca roja que le había quedado en el cuello por la fricción de la soga. Se paró, raspó las escamas del barro seco que se habían pegado en su piel, se sacudió unas cuantas astillas de madera, cogió a su perro del collar y le dijo:

“Ya vez, te lo dije, es bueno que tú también te des cuenta cómo me condena el destino, que ni matarme puedo.” Nabo por supuesto que no le había entendido nada, y pensando más bien que se traba de una gracia, movía alegre su colita, ladrando eufóricamente. “¡Ya cállate, cállate! Es que no te das cuenta que quiero matarme, esto no es broma. Ven, acompáñame al baño...”, cojeaba mientras caminaba “Tengo un plan alternativo: me tomaré el frasco de ácido muriático que uso para desatorar el retrete. Me arderá un poco el esófago, pero qué se le va hacer, aguantaré nomás. Además, con esta úlcera sangrante que tengo y que no se me cura para nada, verás que el veneno se transportará rápido al intestino, hígado y luego llegará a las arterias y ¡BUM!, me moriré al toque.” El perro movía la colita, reclamándole cariño. “El otro día leí que los que mueren asfixiados mayormente se les hincha el esófago. Así que ya sabes, cuando me veas azul y con los labios inflados igual que el negro Mandinga, es porque ya me he muerto.”

Acarició su pelaje –o mejor dicho de lo que quedaba de él, porque a sus trece años se le caía por mechones-, y lo dejó esperando en la entrada del baño.

Buscaba el frasco desesperadamente:

“Y ahora, dónde lo he puesto...”, rebuscaba en cada rincón; se agachaba con dificultad por el pie que le dolía: abría aquí, arrimaba allá; sacaba cuantos frascos, pomos, que encontraba en los armarios y sin ni siquiera verificar el contenido: “¿Por qué tendré esa mala costumbre de no dejar siempre las cosas en su sitio: seguro que la tengo de mi madre? Con razón que papá se separó de ella. ¡Ajá, acá está, lo encontré!...”, dijo emocionado. Despertó a Nabo que se había quedado dormido debajo del umbral de la puerta: “¡Mira, mira! lo encontré, todavía está verdecito y efervescente. Qué bien, ahora sí me mataré.” El perro prefirió hacerse el desentendido, cerraba los ojos, manteniendo una oreja parada y la otra caída.

Echó una última mirada a su alrededor, respiró profundamente tres veces, se sentó en el escusado, abrió el pomo y se tomó todo el líquido hasta la última gota. Luego se echó en el piso para que se dispersara mejor el veneno entre sus vísceras y tuviera una muerte rápida y segura: medía su pulso, concentrándose en la respiración; ajustaba y aflojaba el abdomen con movimientos sincronizados. Pero por el contrario, sintió como un sabor dulzón a mentol que en vez de quemarle la garganta, la refrescaba.

“¡Qué raro, esto no parece ácido!..., se sorprendió, paladeando la emulsión; la enjuagaba entre los dientes; escupió una flema espesa, verdusca, que más parecía un escupitajo de vicuña. Se quedaba mirando frente al espejo, esperanzado a que sus facciones se parecieran también a la de un muerto (como le gustaba las películas de terror, se imaginaba el rostro demacrado del protagonista principal de la película, La muerte a la luz de la luna, que había visto hace poco); comparaba la tonalidad de sus ojos sin vida; miraba si tenía las mejillas hundidas con pómulos ahuesados, úlceras color púrpura en la piel y fisuras en los labios; saltaba cambiando de pie y alzando los brazos como si estuviera jugando mundo, solo para comprobar si ya no podía mantenerse en equilibrio; cerraba los ojos, quedándose tieso como estatua y girando en círculos la cabeza, deteniéndola a ratos en seco, solamente para evidenciar que no podía conservarse de pie; incrustaba con fuerza los dedos en la boca del estómago, ilusionado a que por lo menos algo –el duodeno, el páncreas, o cualquier otra víscera o tripa-, se hubiera reventado adentro; lamía y relamía sus labios como si estuviera brotándole por la boca el sabor salado metálico de su sangre. Pero luego se dio cuenta que todo era inútil porque se había tomado todo el Broncopulmin –un jarabe de tos que usaba cuando le venía la convulsiva.

Lo único que sintió fue un nudo que le congelaba la garganta y le provocaba somnolencia. El aroma mentolado era tan intenso que sus ojos lagrimeaban. La nube de olor a medicamento despertó por completo a Nabo, estiró sus patas, y después de bostezar comenzó a halar el pantalón de su amo con el hocico.

Comenzó a sentirse algo mareado.

“¡Carajo!, esto es peor que la tranca que me tiré por año nuevo”, se tocaba la frente, le dolía la cabeza. “¡La puta que te parió! ¿Por qué será tan difícil quitarse la vida? Quiero morir de una vez, fenecer, expirar, agonizar, y no respirar ni ver ni sentir nada nunca más. Ya lo decía, siempre es así, mientras más planifico menos me resultan las cosas. Madrecita querida, discúlpame, no vayas a pensar que tengo algo contra ti, es que lo tengo que soltar... ¡Por qué mierda me engendraste!”

Claro, por supuesto que todo lo planificaba, sólo que esta vez, como se había perdido la tapa del frasco del jarabe, había vaciado todo el medicamento en la botella vacía del ácido que sí tenía tapa.

El perro insistía para ir a jugar afuera, le clavaba los colmillos en el pantalón: entre halada y halada le había volado un buen trozo de tela.

“¡Ya SAFA-SAFA, Nabo!... Tú siempre tan juguetón.”, lo empujaba con la rodilla.

Pero al ver como se divertía, le entró la nostalgia de los buenos momentos que habían pasado juntos, suspiró y moviendo la cabeza comenzó a jugar con él, revolcándose en el piso como en los viejos tiempos: le metía el codo entre los colmillos; el perro le mordía las manos, brazos, piernas; ladraba eufórico, moviendo la colita, lamiéndole aquí y allá. Hasta que se acordó que tenía que continuar con lo que se había propuesto.

“Ya basta por favor de mimos.” Se pasaba la mano por la boca para limpiarse la baba de sus lamidas. “Te olvidaste que hoy tengo que matarme. Mejor borra de tu mente este momento, porque no es más que una pequeña gota de miel que se disuelve en un inmenso océano de agua salada.” Su abatimiento y desilusión de las cosas que hacía era tal, que llegó hasta odiar cada momento que transcurría de su vida; fijaba la vista en su perro para que éste le prestara más atención: “Es el tiempo que nos esclaviza y enferma, porque nos supedita siempre a sus minutos, horas, días, semanas, meses, años que pasan y pasan y nuca más vuelven. Así es mi querido Nabo, la vida es así, somos unos perdidos, todos somos unos perdidos: sólo servimos para sufrir y correr y correr sin saber en verdad hacia dónde.”

Se aguantaba para no llorar, se acordaba de todo lo que había perdido o tenía y que ahora las detestaba, porque se sentía solo y abandonado. Sobre todo desde que tuvo su última desilusión amorosa, se hundía constantemente en depresiones: "Para qué tanto alarde y exhibición si de todas maneras ya nadie me quiere.” Repetía sollozando, mirando a su único amigo, su perro. Al escuchar el ensordecedor ruido del carro que salía del garaje del vecino, contuvo por un momento sus lágrimas, y exclamó abruptamente:

“¡EL GARAJE!... Claro, eso es, me mataré con el monóxido de carbono del carro. Caramba, cómo no se me ocurrió antes.” Se prendía de su perro, incrustaba los dedos en su pelaje. Sus reacciones eran lentas, torpes, por momentos hablaba como borracho: “Me do-do-rrrmiré innn-to-xi-caaaado para si-si-siemmmpre.” Se bamboleaba de un lado a otro, ajustándose la frente con una mano. “Ah, pero eso sí, tú no entras al ga-ga-raje ni ca-ca-gaaando”, tartamudeaba.

Después de haber buscado como media hora la llave del carro, bajó torpemente las escaleras del segundo piso con dirección al garaje: abrió la puerta corrediza metálica, entró e inmediatamente, para que el perro no pudiera entrar, la cerró, desarmó rápido el catalizador de su carro a modo de intensificar mejor la intoxicación, prendió el motor, y se sentó atrás a la altura de la salida del tubo de escape a esperar la muerte por tercera vez. Su pie dislocado se había hinchado como una sandía, no podía sostener la cabeza porque sentía que le daba vueltas igual que una licuadora.

“Cómo me odio, me detesto, abomino esta vida. Soy un pobre diablo que tiene que lamer la porquería del suelo para sobrevivir. Existencia desgraciada, injusta, odiosa.”

En ese momento, ni la educación religiosa que había recibido de chico, con agüita santa en la frente, bautizándolo como católico, le servía de consuelo.

“Y tú, Dios de las alturas, Oh todo poderoso, a ver, dime: ¿Si me mato, adónde me iré? ¿Me pondrás al lado de los buenos, de los puros, limpios de pecados?... ¿O de repente porque incumpliré el mandamiento de no matar, o matarse, en fin, tú ya me entiendes, me mandarás junto a los quemados por el fuego de Satán? Pues para tu información, no creo en nada de esas huevadas y cosas estúpidas, porque hasta ahora nunca me has ayudado ni nunca lo harás. Hablemos mejor claro: ¿Por qué no en vez de que te cuiden esos angelitos con alas, con cuerpo de niños, todos calatos, rollizos y ensebados, haces que te asistan mejor chanchos con cabeza humana y alas de buitre? Si quieres puedes llamarlos también cerdos voladores, puercos-buitres, marranos-rastreros, gallinazos con cuerpo de gorrinos, igual me da... Piénsalo bien, no sería una mala idea, porque al menos, aquí, en esta tierra, los hay de sobra, abundan. ¿Y no te me hagas el loco porque sabes perfectamente a quienes me refiero?”

Inhalaba fuerte el monóxido que salía del carro, dilatando sus aletas nasales y abriendo bien la boca. Su cara parecía peor que la de un obrero de una mina de carbón: negra y con la piel toda irritada; empezaba a tener una tos seca; las manchas negras de los vasos capilares de sus ojos se confundían con las pupilas, le ardían a morir.

“¡AU-AU, cómo duele!... ¡Arde, arde!” Se quejaba, pero allí seguía respirando el veneno. Nabo, como sospechando que algo malo estaba sucediendo, raspaba con sus garras el metal de la puerta; olfateaba desesperadamente a su dueño.“Ven, ven de una vez, qué esperas...” le decía a la muerte.

Acercó la boca al tubo para inhalar más el veneno; el gas tóxico iba ocupando lentamente todo su sistema respiratorio: sentía una sustancia gaseosa, amarga, que fluía primero por su boca, nariz, le bajaba por la faringe, tráquea, bronquios y se depositaba en sus pulmones; todavía lo saboreaba con la poca saliva que le quedaba.

Su cuerpo perdía sensibilidad, no podía juntar las manos, el estomago se retorcía: le vino una diarrea madre y con la vejiga que también se le había soltado, terminó embarrado en medio de un charco de deyecciones con orín. Hasta el perro sentía asco y retiró el hocico de la puerta. En ese mismo momento el motor comenzaba a tartamudear –como que quería apagarse-, no pasaron ni cinco minutos y se apagó por completo: se le había acabado la gasolina.

Él ya se sentía que había muerto, por sus venas corría más que una sangre fría, impasible, sus rodillas y extremidades ya casi ni le respondían de lo anestesiadas que estaban; hablaba más que incongruencias, dirigiéndose a Dios:

“Mira que por tu culpa mandé al diablo la vida para casarme con la muerte. Ahora viviré feliz bien abrigadito en el infierno, me alimentaré de pecados, y tendré bastantes diablitos. Si quieres, te hago testigo de matrimonio junto con Lucifer... Je, je, je”, se reía totalmente drogado por las toxinas: “Sí, sí, ya sé, lo que pasa es que quieres que primero me refresque un poco, limpiándome de los pecados, allá arriba, en tu castillo de nubes azules, ¿verdad? ¿Cómo me dijiste que se llama eso: purgar, purificar, depurar, limpiar?... ¡Pamplinas, todo es más que pamplinas! Yo viviré solamente con Lucifer, mi testigo, el sobrino de Satán, él me protegerá”...

No hilaba bien los pensamientos, se dirigía a Dios irónicamente:

“¿Y?... ¿dónde estás pues, rey de las alturas, déjate ver siquiera para la despedida?” le dio un ataque de risa: “Ja-ja-ja... Jo-jo-jo... Je-je-je...”, empezó a cantar boleros: “Acaricia el ensueño, el suave murmullo de tu suspirar... Yo tengo una casita en la playa y un nido hecho para soñar...”

Dentro de su delirio sintió como un vacío, le faltaba la compañía de su perro; miraba por todas partes, gritando contra las paredes como si pudieran también hablar:

“¡Nabo, Nabo, dónde estás!... Ven y sube conmigo en esta nube. ¿Por qué no ladras que quiero escucharte?...”

Quiso pararse pero estaba tan débil que su cuerpo ya no le respondía, y cayó golpeándose la cabeza con el filo del tapabarro del carro. Al sentir el sabor salobre de su propia sangre, que corría desde su frente herida y bajaba lentamente hasta mojarle los labios, recién allí se dio cuenta que no había muerto. Eran los latidos de su corazón –que a ratos los sentía como si fuera algo lejano, ajeno a su cuerpo-, que le permitía volver a su realidad nuevamente.

Al darse cuenta del estado abominable en que se encontraba, se asustó de tal manera, que sintió vergüenza, mucha vergüenza, arrepintiéndose profundamente de todo lo que había hecho o dicho. Pensaba en su perro y de lo feliz que se sentía cuando le acariciaba sin pedir nunca nada a cambio; recapacitaba penitente: Si mis simples caricias hacen tan feliz a un perro, ¿por qué no intento hacer lo mismo en mi oficina, con el vecino, mi enamorada, y en fin, con todos aquellos que tengan que ver conmigo? ¿De repente comprendiendo un poquito más a los demás, me sentiría más feliz, al igual que lo que siento por Nabo?... Dudas todas que le brotaban del corazón y que le llenaban optimismo y deseo de, a pesar de todo, seguir viviendo.

Intentó pararse para abrir la puerta, y justo cuando había logrado dar un paso adelante para halar la manijuela, un escuadrón de veinte policías armados con metralletas, alertados por los vecinos, irrumpió escandalosamente el recinto (pensaron que se trataba de Pichuzo: el ladrón más buscado, temido y sanguinario de la ciudad), disparando a quemarropa una ráfaga de balas que lo dejaron como colador. Cayó al piso agonizando y sonriendo a Nabo como para no preocuparlo (el animal temblaba, metiendo su colita entre las patas, lamiéndole las heridas), sólo alcanzó a decirle con pena:

“Nabo, perdóname, me creerías si te digo que ya no quería morir.”


Publicación Flujanz

Por Frederic Luján Z.


4 comments:

Anonymous said...

Hola querido Frederic,

que pasó que pisó? estás deprimido. Ya sé que solo es una historia, sí la leí.
Pero no te olvides que todos los temas de una manera u otra siempre expresan algo interior del autor.
Hay muchas cosas de las que podríamos hablar allí y que realmete son ciertas, aunque se vé que el "autor" no toma en
serio el tema del "infierno" que sí es un lugar que existe definitivamente.
Te puedo contar historias de personas que trataron en la vida real de suicidarse y una de ellas me contó algo increíble.
Si te interesa podemos hablar al respecto.

Bueno un abrazo y que bueno que estés vivo! Dios te ama Frederic

Chaito,

Vilma

Anonymous said...

Tu lo has dicho, es horrenda... estoy casi segura, q en los ultimos segundos, el suicida siempre se da cuenta q habia otra salida o q tenia un pendiente y no era el momento...

Sue Sue

Anonymous said...

Hola Freddy:
No, nunca se me ha pasado por la cabeza esta idea. Agradezco a Dios el tener la vida sea como sea. A veces es una vida dura con tristezas y enfermedades, pero hay otras veces en que es linda sobretodo tu que has encontrado el amor en Alemania y tu pareja te cuida y ama tanto, creo que no debes ni pensar en matarte, debes agradecer a Dios el ser amado, no todos lo son!. Es una bendicion. Y tambien tienes un hijo hermoso!.

Mis carinhos mi querido mordaz deprimido, te estan contagiando los alemanes, siempre recuerdo a mis companheros o amigos de ese pais que eran super deprimidos!, realistas a veces?. No se pero por algo has estado en Peru, para tener el optimismo hasta en momentos de tragedia.
Besos,
Lucia

Anonymous said...

Hola Frederic,

Excelente texto.Me encantó.Sólo pienso que uno debe valorar lo que tiene,aunque sea poco lo que tenga ya que hay gente que tiene menos que eso y,sin embargo,vive feliz o al menos tranquila de cara a la vida.Saludos amigo.