Por Frederic Luján Z.
Sunday, July 22, 2012
En la segunda piel
Por Frederic Luján Z.
Su estado era
crítico, el mercurio del termómetro indicaba que había pasado la barrera de los
cuarenta centígrados. Volaba en fiebre. El agotamiento y la debilidad física le
obligaban a cerrar los párpados, y en ese vacío sintió que su epidermis comenzaba
a desprenderse de la dermis transformándose en un tegumento duro de madera, que
iba cubriéndolo. Por fuera parecía un cajón de muerto, un ataúd color negro
mate, sin esmalte ni adornos ni incrustaciones ni ornamentos ni nada; simplemente
un baúl rectangular de madera y nada más. Sintió terror, mucho terror.
Escuchaba voces que lloraban y le decían:
“Pobrecito, cómo
sufre, es mejor que descanse en paz.”
¿Habrá dejado de
existir o era el delirio de la fiebre que le estaba haciendo perder el control
de su realidad existencial? Todo le parecía raro, como si su existencia de
treinta años se hubiera injertado ahora en una segunda piel dura, enchapada en
madera y que sus vísceras se estuvieran fermentado por dentro. Creyó por un momento
sentirse a gusto, aliviado, sin ese dolor electrizante que corría siempre por
su sistema nervioso y terminaba en sus órganos enfermos.
¿Pero?... ¿y ese
olor? ¿ Por qué ese olor? ¿Sería acaso el tufo de la Muerte, enemiga implacable del género humano y odiosa a los inmortales?
¿Qué era en verdad lo que estaba sucediendo en su cuerpo que ahora era incapaz de sentir los estímulos
dolorosos?
“¡Qué raro...
pero si ya no siento esas punzadas en la cabeza, ni las molestias de los bultos
en la espalda, piernas y brazos!...”, revisaba imaginariamente su cuerpo “...
¡Y ese ardor de la barriga, sí, mi barriga, qué alivio!”
La pestilencia
era repugnante; parecía como si le hubieran metido en una fosa de gallinazos
muertos. Comenzó a notar que la capa muscular de su cuerpo perdía elasticidad.
Su dermis se inflaba y estiraba rápidamente: era dura e inflexible como un
cuero viejo. De sus poros emanaba ese olor desagradable, como a hígado
descompuesto, y que se quedaba impregnado en las paredes de su epidermis.
“¡Qué horror,
qué asco!... ¡dónde estoy! ¡Sáquenme, sáquenme de aquí!”, gritaba desesperado.
Por una ranura
entraba un poco de oxígeno que le permitía respirar. En su alucinación comenzó
a arañar y empujar con las manos; quería salir de allí, volver a su existencia
anterior y acordarse de su historia. Pero nada, era imposible, su nuevo estado
no le permitía, era como si su individualidad hubiera desaparecido. Se sentía
un cadáver viviente.
Tenía la
mandíbula parcialmente ajustada con un pañuelo blanco; por una pequeña
hendidura de la boca salía una puntita de lengua negra, hinchada por la sangre
que se le había coagulado; la barriga se le había puesto dura como un nogal.
Pero había algo
que le preocupaba más que esos gases nauseabundos que se acumulaban presionando
las paredes de esa, su segunda piel. Eran las larvas, sí, esos gusanos
amarillentos, gordos, grasosas, viscosos, que se reproducían rápidamente,
alimentándose de sus entrañas con un apetito insaciable: se transformaban en
culebras que envolvían lo que quedaba de anatomía, triturando su esqueleto
hasta dejarlo en polvo de carbonato cálcico. La cabeza y su cerebro era lo único
que quedaban intactos, allí recostada sobre una almohada negra de seda. La
cabeza comenzó a crecer como un meteorito amorfo, tenía dos tumores
petrificados sobresalidos, eran sus ojos: los movía lentamente, hacía todas las
direcciones como rastreando a los seres pluricelulares que se reproducían para
hacer familia.
“¡He muerto, he muerto!...”, dijo exaltado
“¡Mierda!...y yo qué quería seguir viviendo”.
De pronto la
cabeza dejó de petrificarse, sintió que se ablandaba igual que una esponja
congelada que comienza derretirse y que sus jugos corporales volvían a fluir,
moldeando nuevamente un cuerpo de figura humana.
Afuera volvió a
escuchar voces, muchas voces, con ruidos de máquinas que zumbaban y hacían Piii - Piii - Piii; intentó concentrarse
en la voz de una mujer que hablaba con alguien:
“¿Y ahora
doctor, qué hacemos con él?”
Se sorprendió.
Se esforzó para dilatar sus débiles pulmones con aire, despegó sus cansados párpados,
encontrándose con una inmensa esfera cóncava de cinco luces que apuntaban a él
–parecía una nave intergaláctica: la luz era tan intensa que le secaba los
ojos. Por las imágenes difusas que dibujaban sus nervios visuales, creyó en ese
momento estar en una sala de operaciones de un hospital o algo parecido. Una
pequeña chispa de alegría y esperanza remeció su cuerpo.
“¡Qué felicidad,
estoy vivo, no he muerto!... ¡Me curarán, me curarán!”
Un hombre vestido
de verde, con la mitad de la cara tapada con una mascarilla, estiró sus manos
enguatadas de látex, aún embarradas con sangre pastosa y restos de tejidos
carnosos, y le contestaba a la mujer quien supuestamente le había preguntado
anteriormente, moviendo la cabeza:
“Es una pena,
pero ya no se puede hacer nada: el quiste de la barriga ha sido muy grande y
parece ser maligno”
Labels:
Relatos
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment