SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Sunday, September 02, 2012

A los ocho meses de embarazo





Por Frederic Luján Z.


Tenía casi ocho meses de embarazo y parecía que habría complicaciones con el parto. Mientras las enfermeras acomodaban a Felicita en la sala de partos, el doctor tranquilizaba a Flujanz, su marido, que se había puesto muy nervioso.

Por el deseo casi obsesionado de querer ser padre, Flujanz prefería él mismo encargarse de todo, era muy meticuloso y responsable al cuidar a su mujer; especialmente por esa criatura que se desarrollaba en su vientre y que él tanto anhelaba. La atendía con un cariño y esmero único: los cojines para aliviar la presión en la cintura; el tesito caliente contra las flatulencias; el caldito de gallina; la masajeada en la barriga; la crema contra las estriíllas; todas las mañanas cuando se despertaba, le ponía sus clásicos preferidos: Beethoven, Tschaikowsky, Pietro Mascagni, los impresionistas Strauss y Mussorgski –con sus cornos y trombones que le ponía carne de gallina-; y así, toda una serie de atenciones, procurando siempre que se sintiera confortable y a gusto. Hasta que un día su ginecólogo –quien, además, era el médico particular de la familia (digamos que más por parte de ella), y que sin saber porqué, Flujanz no podía ver ni en pintura-, le sugirió que se internara en la clínica, pues había el riesgo de un parto prematuro. Flujanz, como era de esperar, no contento con la sugerencia y visiblemente mortificado, pensó: “Dios mío, y ahora quedará sola y en manos de ese doctor, en esa clínica de porquería...  ¿Qué le harán, cómo la cuidarán?”

Se sentía de tal manera comprometido con el desarrollo de esa criatura, que se le había metido en la cabeza que de todas maneras sería mejor esperar el periodo normal de los nueve meses.

“Pero doctor, no se da cuenta que le falta todavía un mes. Por qué se la lleva, aguántese mejor unos treinta días más. A ver... ¿y si nace maltrecho o enfermo? ¡Contésteme, contésteme!” Discutía, se ponía nervioso: “Puede ser que como ginecólogo conozca de ovarios, trompas de Falopio, conductos uterinos, vaginas, sistema urinario y de todas esas cosas que tienen las mujeres, pero en cuanto a cuidados y atenciones nadie pero absolutamente nadie puede hacerlos mejor que yo. Felícita me necesita a mí y a nadie más, métase eso bien en la cabeza”, lo miraba con celos, desconfiadamente. Veía como las enfermeras la desvestían, poniéndole un camisón blanco; le desinfectaban la barriga y el pubis con un líquido yodado amarillento.
   
El doctor tolerante y comprensivo por la angustia del cónyuge, le puso la mano en el hombro y le dijo con confianza:

“Pueda que tengas razón y te felicito por ser tan responsable y preocupado por tu mujer. Sé lo tanto que deseas este niño, pero mejor sería que te relajaras un poco en el cuarto de espera, lee algo, distráete un poco, y deja mejor que yo haga mi trabajo tranquilo, te parece. No es la primera vez que atiendo estos casos.” A pesar de que sabía que entre ambos reinaba una cierta antipatía –como se dice, no hacían buena química-, nunca se había imaginado que Flujanz iba a reaccionar así: “¿Flujanz, qué pasa contigo, por qué te comportas así? ¿Acaso no nos conocemos desde hace años? Entiéndelo, esa barriga no puede esperar ni un día más, sus contracciones son cada vez más frecuentes y cortas.” Abrió la puerta del recinto de espera y lo invitó a pasar: olía a humedad guardada, sin ninguna ventana y sin ventilación. En la sala contigua las enfermeras acomodaban la mesa junto con los equipos e instrumentos médicos.

“¿Perdón, cómo ha dicho: qué me relaje?...”, le hablaba de Usted, siempre guardando la distancia: “¿Me quiere tomar el pelo o qué? Aquí se trata de la vida de Felícita, mi mujer, y de ese ser indefenso que late dentro de su cuerpo. Espere mejor a que cumpla los nueve meses, como manda la naturaleza. Lléveme donde ella, quiero estar a su lado.” Le ordenaba en forma cortante.

“Pero Flujanz, por favor, si sabes perfectamente que no se puede, reglamentos son reglamentos.” No era la primera vez que tenía que dar explicaciones de esa índole, pero su forma de actuar ya era el colmo: “Carambas, me sorprendes, yo soy el médico de la familia, o ya te olvidaste.”

“Sí, por eso mismo. Quiero verla, y ahora mismo.” Insistía.

 “Toma las cosas con tranquilidad, ya te he dicho que no hay de qué preocuparse, ella no sería el primer caso: puede nacer hasta sietemesino y sin problemas. Te pediría por favor que te serenes, siéntate aquí nomás y espera, ¿de acuerdo?” Le daba palmaditas en la espalda. Le sonreía pero en el fondo le provocaba matarlo.

 La incertidumbre de cómo será, si nacerá sano o no, si se parecerá a él o a la madre, torturaban a Flujanz cada minuto. El médico tratando de ponerse en el lugar de Flujanz, y antes de atender a Felícita, ordenó que le trajeran un vaso de agua con dos pastillas, para que se calmara. Pero no sirvió de mucho: se paraba, sentaba, se volvía a parar; se frotaba la cara, se halaba los pelos, pateaba las sillas; fumaba a pesar de estar prohibido, dando vueltas alrededor del cuarto. Lo único que le importaba era estar junto a su mujer. Miraba el reloj cada cinco minutos, imaginándose lo peor.

“¡Maldita sea, tres horas y todavía nada! ¡Mi hijo, mi hijo, cómo será, cómo será!”, repetía a cada rato. Desde que se enteró que Felícita estaba en cinta, se leía cuanta literatura de embarazo y bebés que encontraba por allí. “Dilatación, expulsión y alumbramiento... Dilatación, expulsión y alumbramiento...”, repetía, acordándose de lo que había aprendido: “Si en el noventa y cinco porciento de las mujeres el parto se efectúa casi al final de los nueves meses, por qué mierda entonces tiene que ser diferente con mi Felícita.” No podía ni quería aceptar que pudieran haber excepciones. “Cómo le metan cuchillo, fórceps, tenazas, o esas cosas, le juro que me quejaré ante el colegio de médicos para que le quiten la licencia.” Rezaba pensando en ella: “Avemaría purísima, llena eres de gracia... Mi amor, tranquilízate, esperemos pues que no pase nada. Sé que no es fácil, pero como estoy seguro que el bebé, nuestro bebé, está en una buena postura, ya verás que nacerá sin dificultades.”

Se echó boca arriba en el piso y separó las piernas y comenzó a dar instrucciones a su mujer, repitiendo los ejercicios que habían practicado juntos todos estos meses, como si estuviera a su lado:

“Ven, repite conmigo, respirando sincronizadamente: Y UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Así, así, no pares, no pares, hay que anchar ese cuello uterino. Otra vez ...Y UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Perfecto, vas a ver que pronto se romperá la membrana y saldrá el líquido amniótico...”, botaba el aire enérgicamente; su cara se había puesto roja y le sobresalían las venas del cuello: “Bien, bien, lo estás haciendo muy bien. Ahora cierra fuerte los puños y mira al cielo imaginándote cómo podría ser nuestro hijo: sus ojitos, la cabecita, el olor de su piel, todo arrugadito y precioso. Confía en Dios, mi amor, eso te va dar fuerza.” Como era católico le había prometido al cura de su parroquia rezar los doscientos setenta días que duraría el embarazo. Se arrodilló, se persignó tres veces en la frente y en el pecho, y comenzó: “¡Oh mi grandísimo Jesús!, os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados... Avemaría purísima, llena eres de gracia...”

Un grito desgarrador de mujer que provenía del cuarto contiguo lo hizo volver en sí: se paró, miró nuevamente el reloj y al darse cuenta que habían pasado dos horas más, exclamó asustado:
 
 “¡Mi mujer!... ¡Virgen Santísima, madre de todas las madres, qué le están haciendo ahora! ¿Habrá nacido?... Imposible, si todavía está en la fase de dilatación.” Conjeturaba lo que podría estar sucediendo con ella: “¿O a lo mejor me equivoco? ¿Ya estará en la etapa de expulsión?... Bueno, no importa, lo importante es que el feto esté boca abajo, así no habrá necesidad de rectificar su postura. Seguiré rezando...” Volvió arrodillarse: “¡Miradme, oh mi amado y dulcísimo Jesús!, postrado en vuestra santísima presencia y con todo mi amor y con toda mi alma, contemplaré vuestras cinco llagas...”, besó el dedo gordo de la mano y se volvió a persignar: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amen.”

Pero eran esos llantos desgarradores, violentos, de su mujer que no lo dejaban ni rezar.
 
“¡AUUU, AUUU!... ¡HUFFF, HUFFF! ¡Cómo duele, no puedo más, no puedo más!...” Escuchaba que gritaba a todo pulmón. Podía sentirle hasta cómo se retorcía de un lado a otro: golpeaba los brazos sobre la mesa, mordía la frazada, sus dientes crujían. Flujanz pendiente de todo no despegaba la oreja de la pared.

“Hmm... seguro que ahora debe ser la pelvis que le molesta. Apuesto que ni le están protegiendo el perineo. Aguanta, mi amor, aguanta que ya falta poco. No pares, no pares, respira, respira...”, la alentaba.

Se concentraba pensando en la barriga de su mujer; se tocaba el abdomen como si fuera de ella:

“¿Pero qué raro, por qué será que hasta ahora nunca he sentido el cuerpo del feto duro: siempre blando, igual que una masa cartilaginosa flotando dentro de una bolsa de agua?” Se preguntaba preocupado. Presionaba sus dedos a la altura de la vesícula, inflaba la barriga, la ponía dura; se lamentaba: “Qué le costaba a ese doctorcito esperarse un tiempito más. Si todo lo tenía perfectamente calculado: la constitución de sus centros de osificación, las suturas membranosas del cráneo, el desarrollo de sus genitales, sus manos, brazos, las palpitaciones de su corazón, la fuerza de sus pataditas, todo, absolutamente todo.” Recordó lo que había leído ahora último en la revista Mi hijo, edición numero treinta y cinco: “Seguro que está así porque hasta antes de los ocho meses su cuerpo se cubre de lanugo con un unto sebáceo, hundiéndosele el útero en la pelvis. Claro, eso debe de ser. Menos mal que siempre estuve detrás de ella para que no comiera tanto, sino ahora estaría gorda como una ballena. Porque eso sí, cariño, tienes que reconocerlo, con qué caprichos te devorabas todos esos pasteles de acelga, empanaditas de queso, jamón y todo lo que engordase, ¿verdad?...” Medía imaginariamente a su hijo, separando las manos: “¿Será así o así, o de repente así?... De todas maneras no creo que pase los treinta y cinco centímetros. Nacerá pequeño pero con el corazón grande, igual que yo... Je-je-je” Se reía orgulloso.

Eran las cuatro de la mañana. El cuarto de espera era lúgubre, tétrico, con una atmósfera pesada, densa: el piso estaba cubierto con una alfombra persa marrón oscura, desgastada por el tiempo; pegado en la pared, al costado derecho de la puerta de entrada, había una hilera de seis asientos de un marroquín negro barato, resquebrajado, y junto, con un sofá con el forro fondeado y dos sillas viejas que se desarmaban solas. La luz era paupérrima, sin ventanas, con una ventilación asfixiante.

“¡Espera, espera, maldita espera!”, maldecía, golpeaba las paredes con los puños.

 Los gemidos de su mujer se hacían cada vez más intensos, se mezclaban con ruidos metálicos –parecían tijeras, tenazas, o algo así.

“¡Le están cortando el cordón umbilical, su primera inspiración, el parénquima pulmonar!”, fue lo primero que pensó. Adhirió su cara más al muro, pegaba la oreja y mejilla derecha, separando bien los brazos y piernas; se acordaba siempre de todo lo que había leído: “Anda, por qué no le pegan en el potito. Respira, despliega esos pulmones, hazlos esponjosos. ¿Pero por qué no llora, se habrá muerto?” Eran otra vez las dudas que le traicionaban los nervios; golpeaba la pared: “¡Qué ginecólogo, ni médico ni nada, carajo!... ¡Qué le están haciendo, qué le están haciendo!”

Escuchó que una voz femenina –parecía ser de una de las enfermeras asistentes-, le hablaba al doctor preocupada: “Pero Doctor, hasta ahora no se ve nada, sólo líquido, mucho líquido. ¡Dale, hija, empuja, empuja!...” La alentaba subiendo el tono. Conforme iba pasando el tiempo y el feto se hacía más visible, el resto del personal que ayudaba al doctor también gritaba en coro: “¡Eso es, empuja, empuja! ¡OH, OH! ¡Qué es eso, qué es eso!...” Exclamaban estupefactos, porque no podían creer lo que veían. Al médico, en cambio, ni se le escuchaba, concentrado en su trabajo, cortando aquí y halando allá.

“¿Qué está pasando allí? ¿Por qué no dice nada el doctor?”, se preguntaba nervioso.

Sintió miedo, mucho miedo.

 “Desgraciado, me las vas a pagar, lo sabía, eres un carnicero. ¡Abran, abran que soy el padre!”, pateaba, arañaba las paredes.

Caminaba alrededor del cuarto, dando círculos concéntricos. Trató de distraerse con las revistas que había encima de la mesa, pero no, era imposible, no podía concentrarse; se pinchó el dedo con la púa de un cactus.

“¡Mierda, me pinché!”, se chupó el dedo; todo lo maldecía: “A quién se le ocurre poner una maceta con un cactus espinoso. Si serán idiotas, sabe Dios de qué desierto arenoso y seco lo habrán recogido, justo aquí, en este lugar donde todo debería ser blanco y oler a fresco, recién nacido. Aguantaría hasta geranios o margaritas, pero cactus, y todavía del más espinoso.”
 
Ahora se tocaba la cara pensando en el lunar que tenía en la mejilla:

“¿Y si es cancerígeno, será congénito, lo habré contagiado?”, lo apretaba, hurgaba: “Ha crecido, maldita sea, debiste chequearte primero donde el dermatólogo.” Sacó un espejito de su casaca para verlo mejor: “Hm, encima está negro y con pelos. Bueno, de todas maneras creo que si hubiera sido maligno, hace rato que lo habrían notado cuando me hicieron la prueba de sangre.” Pero como era pesimista y desconfiado, miró en una cédula que tenía siempre guardada en su billetera: “Aquí está: RH positivo, grupo A. Ojalá que lo del positivo no se refiera también a otra cosa.”

Se volvió a sentar.

“Caramba, mejor hubiera contratado a una partera, de esas que ayudan a las indígenas a parir a sus hijos en la orilla de los ríos, bien natural, sin esos médicos de porquería, ni instrumentos sofisticados.”

Apoyó la cabeza con las manos, miraba el suelo, pensando en su hijo; se ofuscaba con ideas descabelladas:

“¿Y si me fingen que nació muerto para luego llevárselo a Arabia Saudita y comercializarlo a cambio de petrodólares? ¿O de repente ya lo entregaron a los mismos Talibanes, escondiéndolo en una covacha, allá, bien lejos por el Hindu Kush? ¿No dicen acaso que los doctrinan para el Yihad desde muy pequeños? Con razón que al doctorcito ese, nunca lo he visto andar con una mujer, ni hijos ni familia, grandísimo traficante, comerciante de niños. Mi madre, que en paz descanse, siempre me ha dicho: Hijo, nunca tomes como ejemplo a esos que se dedican sólo a su profesión, porque terminan egoístas y corruptos.”

Miró el reloj por veintava vez, le provocó salir del cuarto para respirar otro aire, pero no pudo: habían cerrado todas las puertas con llave.

“¡Me encerraron, esto es el colmo!”

Trató de relajarse entonado canciones de cuna, pero como no se acordaba bien de las letras, las cantaba a su manera, cambiándoles las palabras: Duerme mi niño duerme feliz, que ya viene el cuco y te hará feliz... De la leche sale el queso y del queso el requesón y del huequito de tu madre saliste cabezón... Con esta sí con ésta también, con esta calabaza me junto yo... Y luego seguía el Arroz con leche, Cachirulo y los cuatro nautas, Chapulín colorado, y así sucesivamente.

Daba vueltas y vueltas, bordeando todo el perímetro del cuarto; ilusionado pensaba en su primogénito.

“Hijito, mi corazoncito de melón, no temas que Papi está contigo, sí. Si supieras como te deseo. Ay, seguro que se te ven también las venitas azules en tu cabecita... ¡Qué emoción, qué emoción!”
  
Lo mecía imaginariamente cruzando los brazos en forma de cuna.

“Si eres varoncito, pues te llamaré Boris, en honor de tu abuelo. Quién como él que siempre fue optimista, alegre, nunca se hacía problemas de nada. Yo lo admiro mucho: no en vano tuvo el coraje de criar él solo a diez hijos. Y si naces mujercita, ¡ah, qué emoción! te bautizaré, Fe Alegría: nombre compuesto con dos palabras y que se complementan perfectamente, como para contrarrestar el sufrimiento de esta espera. ¿Qué te parece, te gusta? Se me acaban de ocurrir ahora. Pero eso no es todo, ya arreglé también tu dormitorio...” Como lo imaginaba chiquito, pensaba todo en diminutivo: “La cunita chiquita con su malla blanquita para protegerte contra los zancuditos; las lucecitas psicodélicas de neón rojitas, azulitas y amarillitas para alegrar tu cuartito; el acuario de pescaditos doraditos; todo un zoológico de animalitos: el elefantito con su elefantita, el chanchito con su chanchita, el patito con su patita, y así, muchos pero muchos animalitos más. Con decirte que te he puesto hasta el osito Yogui con toda su familia.”

Agudizó más los sentidos a ver si escuchaba los llantos de su hijo.
 
“¿Anda, por qué no lloras, ejercita tus pulmones, sí?” Comenzaba a impacientarse: “¡Llora, pues criatura, llora! ¡Boris, Fe Alegría!...” Los llamaba por su nombre, alzaba la voz.

Nada, lo único que se escuchaba era el eco de su propia voz que remecía entre las paredes del cuarto. Al frente de él colgaba un retrato de una enfermera que cruzaba el dedo índice con la boca haciendo una cruz, indicando silencio. No sé por qué pero había algo en la foto que le atraía, así que se sintió aludido:

 “¿Y tú qué miras? Apuesto que también eres una de esas que trabaja con él. Con esa cara de mansa paloma, poniendo esa boquita de caramelo no me vas a seducir, ya. Cómplice de ese doctor, bueno para nada. ¿A quién quieres callar? ¿a mí?...”, se hincaba el dedo en el pecho “Para que lo sepas bien, sólo me callaré si me traes en este momento a mi calatito, ¿o será calatita?... bueno, no importa, da igual.”

De un momento a otro y sin precisar exactamente de dónde, escuchó el Intermezzo Sinfónico de la Caballería Rusticana, tocado por el mismo Pietro Mascagni, que él acostumbraba poner a la hora del desayuno para levantarle el ánimo a su mujer.

“¡OH! qué maravilla, pero si es el mismo Maestro Mascagni, con esas cuerdas templadas, recias, qué dulzura de tonadas.” Por un momento se olvidó de lo que le preocupaba, deleitándose con la música.

Bailaba moviéndose como trompo de una esquina a otra, con saltitos aquí y vueltas a allá; alzaba los brazos y agitaba elegantemente las manos. La luz turbia, fría que iluminaba el ambiente comenzaba a clarear; titilaba, cambiando de amarillo intenso –casi blanco-, a azul y luego a verde; mutándose las tonalidades como si anunciaran un gran acontecimiento. Mientras bailoteaba al compás de la música, no quitaba la vista del cuadro. Se alejaba de la realidad, concentrando sus pensamientos solamente en ese retrato de cincuenta por cuarenta centímetros. Escuchó que del cuadro emanaba una voz dulce, sublime de mujer que le decía:

“¿Quieres ver a tu hijo, verdad?”

La foto de la mujer se diluía lentamente como un bloque de hielo encima de una brasa caliente; transformándose ahora en una enfermera esbelta, grande, parecía viviente.

Flujanz conmocionado, tenía que sentarse para digerir mejor lo que estaba viendo.

“¡Dios mío, será acaso la Virgen María disfrazada de enfermera! ¡Sí, sí, por favor!”, contestó ansioso, la voz le temblaba. Se arrodilló frente a ella y comenzó a rezar: “Dulcísimo Señor Jesucristo, que vuestras llagas sean para mí manjar y bebida con los que me alimente... Padre nuestro que estás en los cielos...”, se persignaba. Su aura lo abrigaba igual que un abrigo grueso de piel de oso, sudaba por todo el cuerpo.

“Pero sólo bajo una condición: que te relajes y me dejes entrar a mí primero”, sugirió ella.

“Sí, sí, me relajaré, ve de una vez y apúrate, apúrate”, le hablaba como un niño que espera ansioso su regalo.

La figura desapareció, y al rato volvió asomar pero esta vez sentándose junto a él. La sentía, pero no la podía tocar, olía a bebé recién nacido.

“Alégrate Flujanz, te doy una buena noticia: eres padre de una hermosa, bella, grande, grandísima...”, interrumpió la oración, no le salía la palabra.

“¿Querrás decir mujercita, no? ¿Y qué más? ¡Continúa, continúa!...”

 “Este, como te puedo decir, no necesariamente, este, quiero decir...” No sabía cómo explicarle.

“¡Habla pues, habla! ¡Qué ha sucedido!”, volteaba confuso, mirando por todos lados; sus manos le temblaban.

La imagen de la mujer flotaba encima de su cabeza. Se colocó a la altura de sus ojos, ondulándose:

“Bueno, lo que te quiero decir es que es muy especial, porque no tiene... este, cómo te explico...”

¡Sigue, sigue!...” Se presionaba el pecho con el puño derecho a la altura de su corazón, y con la otra mano temblorosa se frotaba la cara.

“Es que, cómo te explico, nació sin cuerpo, sin nada, ¿me entiendes? Pero no te preocupes, que de todas maneras se ve linda, preciosa...” No quería impresionarlo; comparaba su apariencia física: los rasgos de la cara, el color de su piel: “Anda, alégrate, porque creo que hasta se parece a la tuya.”

“¿A la tuya?... ¿A qué te refieres, no te entiendo, sino tiene cuerpo?” Instintivamente se tocó el lunar que tenía en la cara; lo tapaba con la mano para que no lo viera: “Dime qué le falta: ¿Te refieres a mi lunar: lo tiene más grande que el mío, le cubre la mitad de la cara? ¿Nació sin manos, dedos, pies? ¿Tiene una sola pierna con un pie gigante?¿El tronco lo tiene torcido y la cabeza sin ojos ni boca? ¡Habla por el amor de Dios, habla!...” Gritaba alterado.

“Cálmate, por favor, ya te dije, no tiene anatomía, nació sin cuerpo, eso es todo. Es una simple, pero grande, muy grande (casi le decía también inmensa)...” Nada, no sabía cómo decírselo, o mejor dicho ni se atrevía.

Flujanz se volvió a arrodillar y con una mezcla de emociones difíciles de explicar, estalló en llanto, suplicándole:

“No importa, pues tráeme lo que tenga, pero por favor, no me hagas esperar más que me voy a volver... ¡loco! ¡loco¡ ¡loco! ¡Lo...” No paraba de repetir el adjetivo; lloraba a moco tendido.

“Está bien, cálmate, cálmate, entonces le diré al doctor que te la traiga.” Y desapareció en forma de nube, traspasando la puerta.

En el momento en que Flujanz levantaba la vista para ver qué sucedía, un rayó fulgurante se filtraba entre las rendijas de la puerta de la sala de partos que se abría, obligándole a cubrirse los ojos con las dos manos: era el doctor quien salía con aires triunfales, cargando en sus brazos una oreja de casi cincuenta centímetros de largo por veinticinco de ancho, bien envuelta con algodón y gasa; en su cuello llevaba colgado el cordón umbilical aun fresco (goteaba un líquido aceitoso); atrás le seguían el anestesista y las dos enfermeras. Murmuraban entre ellos, todos embarrados con sangre y restos de la placenta pegados en su indumentaria. Por la puerta de emergencia que daba a la calle, salían unos hombres vestidos de negro que ponían el cuerpo inerte de una mujer sobre una camilla de aluminio y se la llevaban rápidamente en una carroza también negra.

 El doctor se acercó donde Flujanz y le entregó la oreja, diciéndole:

“Tal como te lo prometí, aquí tienes lo que tanto has anhelado: tu hijo. Ah, pero antes que me olvide, háblale mejor de cerca y en voz alta porque creo que no escucha bien.” Y se retiró junto con el resto del personal, arrastrando los pies, cansados por la larga faena.
 
Flujanz, totalmente abatido y ciego de emoción, cogió la oreja con ternura y hundiendo su cara, que casi desaparecía entre tanta formación cartilaginosa, le hablaba conmovido: “¡Hijo, hijo mío, me escuchas!”

Felícita, al ver que su esposo otra vez no la dejaba dormir porque gritaba enterrando su cabeza en la almohada, le tiró un chancletazo con furia, y le dijo:

“¡Ay, Flujanz, por favor, otra vez con lo del hijo! Ya te he dicho, si no confías en mi doctor, por qué no mejor te esterilizas o lo hago yo y adoptamos un hijo y se acabó el problema.”

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