Por Frederic Luján Z.
Tenía casi ocho
meses de embarazo y parecía que habría complicaciones con el parto. Mientras las enfermeras acomodaban a
Felicita en la sala de partos, el doctor tranquilizaba a Flujanz, su marido,
que se había puesto muy nervioso.
Por el deseo
casi obsesionado de querer ser padre, Flujanz prefería él mismo encargarse de
todo, era muy meticuloso y responsable al cuidar a su mujer; especialmente por
esa criatura que se desarrollaba en su vientre y que él tanto anhelaba. La
atendía con un cariño y esmero único: los cojines para aliviar la presión en la
cintura; el tesito caliente contra las flatulencias; el caldito de gallina; la
masajeada en la barriga; la crema contra las estriíllas; todas las mañanas
cuando se despertaba, le ponía sus clásicos preferidos: Beethoven, Tschaikowsky, Pietro Mascagni, los impresionistas
Strauss y Mussorgski –con sus cornos y trombones que le ponía
carne de gallina-; y así, toda una serie de atenciones, procurando siempre
que se sintiera confortable y a gusto. Hasta que un día su ginecólogo –quien,
además, era el médico particular de la familia (digamos que más por parte de
ella), y que sin saber porqué, Flujanz no podía ver ni en pintura-, le sugirió
que se internara en la clínica, pues había el riesgo de un parto prematuro.
Flujanz, como era de esperar, no contento con la sugerencia y visiblemente
mortificado, pensó: “Dios mío, y ahora
quedará sola y en manos de ese doctor, en esa clínica de porquería... ¿Qué le harán, cómo la cuidarán?”
Se sentía de tal
manera comprometido con el desarrollo de esa criatura, que se le había metido
en la cabeza que de todas maneras sería mejor esperar el periodo normal de los
nueve meses.
“Pero doctor, no
se da cuenta que le falta todavía un mes. Por qué se la lleva, aguántese mejor
unos treinta días más. A ver... ¿y si nace maltrecho o enfermo? ¡Contésteme,
contésteme!” Discutía, se ponía nervioso: “Puede ser que como ginecólogo
conozca de ovarios, trompas de Falopio, conductos uterinos, vaginas, sistema
urinario y de todas esas cosas que tienen las mujeres, pero en cuanto a
cuidados y atenciones nadie pero absolutamente nadie puede hacerlos mejor que
yo. Felícita me necesita a mí y a nadie más, métase eso bien en la cabeza”, lo
miraba con celos, desconfiadamente. Veía como las enfermeras la desvestían,
poniéndole un camisón blanco; le desinfectaban la barriga y el pubis con un
líquido yodado amarillento.
El doctor
tolerante y comprensivo por la angustia del cónyuge, le puso la mano en el
hombro y le dijo con confianza:
“Pueda que
tengas razón y te felicito por ser tan responsable y preocupado por tu mujer.
Sé lo tanto que deseas este niño, pero mejor sería que te relajaras un poco en
el cuarto de espera, lee algo, distráete un poco, y deja mejor que yo haga mi
trabajo tranquilo, te parece. No es la primera vez que atiendo estos casos.” A
pesar de que sabía que entre ambos reinaba una cierta antipatía –como se dice,
no hacían buena química-, nunca se había imaginado que Flujanz iba a reaccionar
así: “¿Flujanz, qué pasa contigo, por qué te comportas así? ¿Acaso no nos
conocemos desde hace años? Entiéndelo, esa barriga no puede esperar ni un día
más, sus contracciones son cada vez más frecuentes y cortas.” Abrió la puerta
del recinto de espera y lo invitó a pasar: olía a humedad guardada, sin ninguna
ventana y sin ventilación. En la sala contigua las enfermeras acomodaban la
mesa junto con los equipos e instrumentos médicos.
“¿Perdón, cómo
ha dicho: qué me relaje?...”, le hablaba de Usted, siempre guardando la
distancia: “¿Me quiere tomar el pelo o qué? Aquí se trata de la vida de
Felícita, mi mujer, y de ese ser indefenso que late dentro de su cuerpo. Espere
mejor a que cumpla los nueve meses, como manda la naturaleza. Lléveme donde
ella, quiero estar a su lado.” Le ordenaba en forma cortante.
“Pero Flujanz,
por favor, si sabes perfectamente que no se puede, reglamentos son
reglamentos.” No era la primera vez que tenía que dar explicaciones de esa
índole, pero su forma de actuar ya era el colmo: “Carambas, me sorprendes, yo
soy el médico de la familia, o ya te olvidaste.”
“Sí, por eso
mismo. Quiero verla, y ahora mismo.” Insistía.
“Toma las cosas con tranquilidad, ya te he
dicho que no hay de qué preocuparse, ella no sería el primer caso: puede nacer
hasta sietemesino y sin problemas. Te pediría por favor que te serenes,
siéntate aquí nomás y espera, ¿de acuerdo?” Le daba palmaditas en la espalda.
Le sonreía pero en el fondo le provocaba matarlo.
La incertidumbre de cómo será, si nacerá sano
o no, si se parecerá a él o a la madre, torturaban a Flujanz cada minuto. El médico
tratando de ponerse en el lugar de Flujanz, y antes de atender a Felícita,
ordenó que le trajeran un vaso de agua con dos pastillas, para que se calmara.
Pero no sirvió de mucho: se paraba, sentaba, se volvía a parar; se frotaba la
cara, se halaba los pelos, pateaba las sillas; fumaba a pesar de estar
prohibido, dando vueltas alrededor del cuarto. Lo único que le importaba era
estar junto a su mujer. Miraba el reloj cada cinco minutos, imaginándose lo
peor.
“¡Maldita sea,
tres horas y todavía nada! ¡Mi hijo, mi hijo, cómo será, cómo será!”, repetía a
cada rato. Desde que se enteró que Felícita estaba en cinta, se leía cuanta
literatura de embarazo y bebés que encontraba por allí. “Dilatación, expulsión y alumbramiento... Dilatación, expulsión y alumbramiento...”, repetía, acordándose de
lo que había aprendido: “Si en el noventa y cinco porciento de las mujeres
el parto se efectúa casi al final de los nueves meses, por qué mierda entonces
tiene que ser diferente con mi Felícita.” No podía ni quería aceptar que
pudieran haber excepciones. “Cómo le metan cuchillo, fórceps, tenazas, o esas
cosas, le juro que me quejaré ante el colegio de médicos para que le quiten la
licencia.” Rezaba pensando en ella: “Avemaría
purísima, llena eres de gracia... Mi amor, tranquilízate, esperemos pues
que no pase nada. Sé que no es fácil, pero como estoy seguro que el bebé, nuestro
bebé, está en una buena postura, ya verás que nacerá sin dificultades.”
Se echó boca
arriba en el piso y separó las piernas y comenzó a dar instrucciones a su
mujer, repitiendo los ejercicios que habían practicado juntos todos estos
meses, como si estuviera a su lado:
“Ven, repite
conmigo, respirando sincronizadamente: Y
UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Así, así, no pares, no
pares, hay que anchar ese cuello uterino. Otra vez ...Y UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Perfecto, vas a ver
que pronto se romperá la membrana y saldrá el líquido amniótico...”, botaba el
aire enérgicamente; su cara se había puesto roja y le sobresalían las venas del
cuello: “Bien, bien, lo estás haciendo muy bien. Ahora cierra fuerte los puños
y mira al cielo imaginándote cómo podría ser nuestro hijo: sus ojitos, la cabecita,
el olor de su piel, todo arrugadito y precioso. Confía en Dios, mi amor, eso te
va dar fuerza.” Como era
católico le había prometido al cura de su parroquia rezar los doscientos setenta días que
duraría el embarazo. Se arrodilló, se persignó tres veces en la frente y en el
pecho, y comenzó: “¡Oh mi grandísimo Jesús!,
os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe,
esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados... Avemaría purísima, llena
eres de gracia...”
Un grito
desgarrador de mujer que provenía del cuarto contiguo lo hizo volver en sí: se
paró, miró nuevamente el reloj y al darse cuenta que habían pasado dos horas
más, exclamó asustado:
“¡Mi mujer!... ¡Virgen Santísima, madre de
todas las madres, qué le están haciendo ahora! ¿Habrá nacido?... Imposible, si
todavía está en la fase de dilatación.” Conjeturaba lo que podría estar
sucediendo con ella: “¿O a lo mejor me equivoco? ¿Ya estará en la etapa de expulsión?...
Bueno, no importa, lo importante es que el feto esté boca abajo, así no habrá
necesidad de rectificar su postura. Seguiré rezando...” Volvió arrodillarse: “¡Miradme,
oh mi amado y dulcísimo Jesús!, postrado en vuestra santísima presencia y con
todo mi amor y con toda mi alma, contemplaré vuestras cinco llagas...”, besó el dedo gordo de la mano y se
volvió a persignar: “En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, amen.”
Pero eran esos
llantos desgarradores, violentos, de su mujer que no lo dejaban ni rezar.
“¡AUUU, AUUU!... ¡HUFFF, HUFFF! ¡Cómo duele, no puedo más, no puedo
más!...” Escuchaba que
gritaba a todo pulmón. Podía sentirle hasta cómo se retorcía de un lado a otro:
golpeaba los brazos sobre la mesa, mordía la frazada, sus dientes crujían.
Flujanz pendiente de todo no despegaba la oreja de la pared.
“Hmm... seguro
que ahora debe ser la pelvis que le molesta. Apuesto que ni le están
protegiendo el perineo. Aguanta, mi amor, aguanta que ya falta poco. No pares,
no pares, respira, respira...”, la alentaba.
Se concentraba
pensando en la barriga de su mujer; se tocaba el abdomen como si fuera de ella:
“¿Pero qué raro,
por qué será que hasta ahora nunca he sentido el cuerpo del feto duro: siempre
blando, igual que una masa cartilaginosa flotando dentro de una bolsa de agua?”
Se preguntaba preocupado. Presionaba sus dedos a la altura de la vesícula,
inflaba la barriga, la ponía dura; se lamentaba: “Qué le costaba a ese
doctorcito esperarse un tiempito más. Si todo lo tenía perfectamente calculado:
la constitución de sus centros de osificación, las suturas membranosas del cráneo,
el desarrollo de sus genitales, sus manos, brazos, las palpitaciones de su
corazón, la fuerza de sus pataditas, todo, absolutamente todo.” Recordó lo que
había leído ahora último en la revista Mi
hijo, edición numero treinta y cinco: “Seguro que está así porque hasta
antes de los ocho meses su cuerpo se cubre de lanugo con un unto sebáceo,
hundiéndosele el útero en la pelvis. Claro, eso debe de ser. Menos mal que
siempre estuve detrás de ella para que no comiera tanto, sino ahora estaría
gorda como una ballena. Porque eso sí, cariño, tienes que reconocerlo, con qué
caprichos te devorabas todos esos pasteles de acelga, empanaditas de queso,
jamón y todo lo que engordase, ¿verdad?...” Medía imaginariamente a su hijo,
separando las manos: “¿Será así o así, o de repente así?... De todas maneras no
creo que pase los treinta y cinco centímetros. Nacerá pequeño pero con el
corazón grande, igual que yo... Je-je-je” Se reía orgulloso.
Eran las cuatro
de la mañana. El cuarto de espera era lúgubre, tétrico, con una atmósfera
pesada, densa: el piso estaba cubierto con una alfombra persa marrón oscura,
desgastada por el tiempo; pegado en la pared, al costado derecho de la puerta
de entrada, había una hilera de seis asientos de un marroquín negro barato,
resquebrajado, y junto, con un sofá con el forro fondeado y dos sillas viejas
que se desarmaban solas. La luz era paupérrima, sin ventanas, con una
ventilación asfixiante.
“¡Espera,
espera, maldita espera!”, maldecía, golpeaba las paredes con los puños.
Los gemidos de
su mujer se hacían cada vez más intensos, se mezclaban con ruidos metálicos
–parecían tijeras, tenazas, o algo así.
“¡Le están
cortando el cordón umbilical, su primera inspiración, el parénquima pulmonar!”,
fue lo primero que pensó. Adhirió su cara más al muro, pegaba la oreja y
mejilla derecha, separando bien los brazos y piernas; se acordaba siempre de
todo lo que había leído: “Anda, por qué no le pegan en el potito. Respira,
despliega esos pulmones, hazlos esponjosos. ¿Pero por qué no llora, se habrá
muerto?” Eran otra vez las dudas que le traicionaban los nervios; golpeaba la
pared: “¡Qué ginecólogo, ni médico ni nada, carajo!... ¡Qué le están haciendo,
qué le están haciendo!”
Escuchó que una
voz femenina –parecía ser de una de las enfermeras asistentes-, le hablaba al
doctor preocupada: “Pero Doctor, hasta
ahora no se ve nada, sólo líquido, mucho líquido. ¡Dale, hija, empuja,
empuja!...” La alentaba subiendo el tono. Conforme iba pasando el tiempo
y el feto se hacía más visible, el resto del personal que ayudaba al doctor
también gritaba en coro: “¡Eso es, empuja, empuja! ¡OH, OH! ¡Qué es eso, qué es eso!...” Exclamaban estupefactos,
porque no podían creer lo
que veían. Al médico, en cambio, ni se le escuchaba, concentrado en su trabajo,
cortando aquí y halando allá.
“¿Qué está
pasando allí? ¿Por qué no dice nada el doctor?”, se preguntaba nervioso.
Sintió miedo,
mucho miedo.
“Desgraciado, me las vas a pagar, lo sabía,
eres un carnicero. ¡Abran, abran que soy el padre!”, pateaba, arañaba las
paredes.
Caminaba
alrededor del cuarto, dando círculos concéntricos. Trató de distraerse con las
revistas que había encima de la mesa, pero no, era imposible, no podía
concentrarse; se pinchó el dedo con la púa de un cactus.
“¡Mierda, me
pinché!”, se chupó el dedo; todo lo maldecía: “A quién se le ocurre poner una
maceta con un cactus espinoso. Si serán idiotas, sabe Dios de qué desierto
arenoso y seco lo habrán recogido, justo aquí, en este lugar donde todo debería
ser blanco y oler a fresco, recién nacido. Aguantaría hasta geranios o
margaritas, pero cactus, y todavía del más espinoso.”
Ahora se tocaba
la cara pensando en el lunar que tenía en la mejilla:
“¿Y si es
cancerígeno, será congénito, lo habré contagiado?”, lo apretaba, hurgaba: “Ha
crecido, maldita sea, debiste chequearte primero donde el dermatólogo.” Sacó un
espejito de su casaca para verlo mejor: “Hm, encima está negro y con pelos.
Bueno, de todas maneras creo que si hubiera sido maligno, hace rato que lo
habrían notado cuando me hicieron la prueba de sangre.” Pero como era pesimista
y desconfiado, miró en una cédula que tenía siempre guardada en su billetera:
“Aquí está: RH positivo, grupo A. Ojalá que lo del positivo no se refiera también a otra cosa.”
Se volvió a
sentar.
“Caramba, mejor
hubiera contratado a una partera, de esas que ayudan a las indígenas a parir a
sus hijos en la orilla de los ríos, bien natural, sin esos médicos de
porquería, ni instrumentos sofisticados.”
Apoyó la cabeza
con las manos, miraba el suelo, pensando en su hijo; se ofuscaba con ideas
descabelladas:
“¿Y si me fingen
que nació muerto para luego llevárselo a Arabia Saudita y comercializarlo a
cambio de petrodólares? ¿O de repente ya lo entregaron a los mismos Talibanes, escondiéndolo en una covacha,
allá, bien lejos por el Hindu Kush?
¿No dicen acaso que los doctrinan para el Yihad
desde muy pequeños? Con razón que al doctorcito ese, nunca lo he visto andar
con una mujer, ni hijos ni familia, grandísimo traficante, comerciante de niños.
Mi madre, que en paz descanse, siempre me ha dicho: Hijo, nunca tomes como ejemplo a esos que se dedican sólo a su
profesión, porque terminan egoístas y corruptos.”
Miró el reloj
por veintava vez, le provocó salir del cuarto para respirar otro aire, pero no
pudo: habían cerrado todas las puertas con llave.
“¡Me encerraron,
esto es el colmo!”
Trató de
relajarse entonado canciones de cuna, pero como no se acordaba bien de las
letras, las cantaba a su manera, cambiándoles las palabras: Duerme mi niño duerme feliz, que ya viene el
cuco y te hará feliz... De la leche sale el queso y del queso el requesón y del
huequito de tu madre saliste cabezón... Con esta sí con ésta también, con esta
calabaza me junto yo... Y luego seguía el Arroz con leche, Cachirulo y los cuatro nautas, Chapulín colorado,
y así sucesivamente.
Daba vueltas y
vueltas, bordeando todo el perímetro del cuarto; ilusionado pensaba en su
primogénito.
“Hijito, mi
corazoncito de melón, no temas que Papi
está contigo, sí. Si supieras como te deseo. Ay, seguro que se te ven también
las venitas azules en tu cabecita... ¡Qué emoción, qué emoción!”
Lo mecía
imaginariamente cruzando los brazos en forma de cuna.
“Si eres
varoncito, pues te llamaré Boris, en
honor de tu abuelo. Quién como él que siempre fue optimista, alegre, nunca se
hacía problemas de nada. Yo lo admiro mucho: no en vano tuvo el coraje de criar
él solo a diez hijos. Y si naces mujercita, ¡ah, qué emoción! te bautizaré, Fe Alegría: nombre compuesto con dos
palabras y que se complementan perfectamente, como para contrarrestar el
sufrimiento de esta espera. ¿Qué te parece, te gusta? Se me acaban de ocurrir
ahora. Pero eso no es todo, ya arreglé también tu dormitorio...” Como lo
imaginaba chiquito, pensaba todo en diminutivo: “La cunita chiquita con su
malla blanquita para protegerte contra los zancuditos; las lucecitas
psicodélicas de neón rojitas, azulitas y amarillitas para alegrar tu cuartito;
el acuario de pescaditos doraditos; todo un zoológico de animalitos: el
elefantito con su elefantita, el chanchito con su chanchita, el patito con su
patita, y así, muchos pero muchos animalitos más. Con decirte que te he puesto
hasta el osito Yogui con toda su familia.”
Agudizó más los
sentidos a ver si escuchaba los llantos de su hijo.
“¿Anda, por qué
no lloras, ejercita tus pulmones, sí?” Comenzaba a impacientarse: “¡Llora, pues
criatura, llora! ¡Boris, Fe Alegría!...” Los llamaba por su nombre, alzaba la
voz.
Nada, lo único
que se escuchaba era el eco de su propia voz que remecía entre las paredes del
cuarto. Al frente de él colgaba un retrato de una enfermera que cruzaba el dedo
índice con la boca haciendo una cruz, indicando silencio. No sé por qué pero
había algo en la foto que le atraía, así que se sintió aludido:
“¿Y tú qué miras? Apuesto que también eres
una de esas que trabaja con él. Con esa cara de mansa paloma, poniendo esa
boquita de caramelo no me vas a seducir, ya. Cómplice de ese doctor, bueno para
nada. ¿A quién quieres callar? ¿a mí?...”, se hincaba el dedo en el pecho “Para
que lo sepas bien, sólo me callaré si me traes en este momento a mi calatito,
¿o será calatita?... bueno, no importa, da igual.”
De un momento a
otro y sin precisar exactamente de dónde, escuchó el Intermezzo
Sinfónico de la Caballería Rusticana,
tocado por el mismo Pietro Mascagni,
que él acostumbraba poner a la hora del desayuno para levantarle el ánimo a su
mujer.
“¡OH! qué maravilla, pero si es el mismo
Maestro Mascagni, con esas cuerdas
templadas, recias, qué dulzura de tonadas.”
Por un momento se olvidó de lo que le preocupaba, deleitándose con la música.
Bailaba
moviéndose como trompo de una esquina a otra, con saltitos aquí y vueltas a
allá; alzaba los brazos y agitaba elegantemente las manos. La luz turbia, fría
que iluminaba el ambiente comenzaba a clarear; titilaba, cambiando de amarillo
intenso –casi blanco-, a azul y luego a verde; mutándose las tonalidades como
si anunciaran un gran acontecimiento. Mientras bailoteaba al compás de la
música, no quitaba la vista del cuadro. Se alejaba de la realidad, concentrando
sus pensamientos solamente en ese retrato de cincuenta por cuarenta centímetros. Escuchó que
del cuadro emanaba una voz dulce, sublime de mujer que le decía:
“¿Quieres ver a
tu hijo, verdad?”
La foto de la
mujer se diluía lentamente como un bloque de hielo encima de una brasa
caliente; transformándose ahora en una enfermera esbelta, grande, parecía
viviente.
Flujanz
conmocionado, tenía que sentarse para digerir mejor lo que estaba viendo.
“¡Dios mío, será
acaso la Virgen María disfrazada de enfermera! ¡Sí, sí, por favor!”, contestó
ansioso, la voz le temblaba. Se arrodilló frente a ella y comenzó a rezar: “Dulcísimo Señor Jesucristo, que vuestras
llagas sean para mí manjar y bebida con los que me alimente... Padre nuestro
que estás en los cielos...”, se persignaba. Su aura lo abrigaba igual
que un abrigo grueso de piel de oso, sudaba por todo el cuerpo.
“Pero sólo bajo
una condición: que te relajes y me dejes entrar a mí primero”, sugirió ella.
“Sí, sí, me
relajaré, ve de una vez y apúrate, apúrate”, le hablaba como un niño que espera
ansioso su regalo.
La figura
desapareció, y al rato volvió asomar pero esta vez sentándose junto a él. La
sentía, pero no la podía tocar, olía a bebé recién nacido.
“Alégrate
Flujanz, te doy una buena noticia: eres padre de una hermosa, bella, grande,
grandísima...”, interrumpió la oración, no le salía la palabra.
“¿Querrás decir
mujercita, no? ¿Y qué más? ¡Continúa, continúa!...”
“Este, como te
puedo decir, no necesariamente, este, quiero decir...” No sabía cómo explicarle.
“¡Habla pues,
habla! ¡Qué ha sucedido!”, volteaba confuso, mirando por todos lados; sus manos le temblaban.
La imagen de la
mujer flotaba encima de su cabeza. Se colocó a la altura de sus ojos, ondulándose:
“Bueno, lo que
te quiero decir es que es muy especial, porque no tiene... este, cómo te
explico...”
¡Sigue,
sigue!...” Se presionaba el pecho con el puño derecho a la altura de su
corazón, y con la otra mano temblorosa se frotaba la cara.
“Es que, cómo te explico, nació sin cuerpo, sin nada, ¿me entiendes? Pero no te preocupes, que de
todas maneras se ve linda, preciosa...” No quería impresionarlo; comparaba su
apariencia física: los rasgos de la cara, el color de su piel: “Anda, alégrate,
porque creo que hasta se parece a la tuya.”
“¿A la tuya?... ¿A
qué te refieres, no te entiendo, sino tiene cuerpo?” Instintivamente se tocó el
lunar que tenía en la cara; lo tapaba con la mano para que no lo viera: “Dime
qué le falta: ¿Te refieres a mi lunar: lo tiene más grande que el mío, le cubre
la mitad de la cara? ¿Nació sin manos, dedos, pies? ¿Tiene una sola pierna con
un pie gigante?¿El tronco lo tiene torcido y la cabeza sin ojos ni boca? ¡Habla
por el amor de Dios, habla!...” Gritaba alterado.
“Cálmate, por favor, ya te dije,
no tiene anatomía, nació sin cuerpo, eso es todo. Es una simple, pero grande,
muy grande (casi le decía también inmensa)...” Nada, no sabía cómo decírselo, o mejor dicho ni se atrevía.
Flujanz se
volvió a arrodillar y con una mezcla de emociones difíciles de explicar,
estalló en llanto, suplicándole:
“No importa,
pues tráeme lo que tenga, pero por favor, no me hagas esperar más que me voy a
volver... ¡loco! ¡loco¡ ¡loco! ¡Lo...” No paraba de repetir el adjetivo; lloraba a moco tendido.
“Está bien,
cálmate, cálmate, entonces le diré al doctor que te la traiga.” Y desapareció
en forma de nube, traspasando la puerta.
En el momento en
que Flujanz levantaba la vista para ver qué sucedía, un rayó fulgurante se
filtraba entre las rendijas de la puerta de la sala de partos que se abría,
obligándole a cubrirse los ojos con las dos manos: era el doctor quien salía
con aires triunfales, cargando en sus brazos una oreja de casi cincuenta centímetros de largo por veinticinco de ancho, bien envuelta con algodón y
gasa; en su cuello llevaba colgado el cordón umbilical aun fresco (goteaba un
líquido aceitoso); atrás le seguían el anestesista y las dos enfermeras.
Murmuraban entre ellos, todos embarrados con sangre y restos de la placenta
pegados en su indumentaria. Por la puerta de emergencia que daba a la calle,
salían unos hombres vestidos de negro que ponían el cuerpo inerte de una mujer
sobre una camilla de aluminio y se la llevaban rápidamente en una carroza también
negra.
El doctor se acercó donde Flujanz y le
entregó la oreja, diciéndole:
“Tal como te lo prometí, aquí tienes lo que
tanto has anhelado: tu hijo. Ah, pero antes que me olvide, háblale mejor de
cerca y en voz alta porque creo que no escucha bien.” Y se retiró junto con el
resto del personal, arrastrando los pies, cansados por la larga faena.
Flujanz,
totalmente abatido y ciego de emoción, cogió la oreja con ternura y hundiendo
su cara, que casi desaparecía entre tanta formación cartilaginosa, le hablaba
conmovido: “¡Hijo, hijo mío, me escuchas!”
Felícita, al ver
que su esposo otra vez
no la dejaba dormir porque gritaba enterrando su cabeza en la almohada, le tiró
un chancletazo con furia, y le dijo:
“¡Ay,
Flujanz, por favor, otra vez con lo del hijo! Ya te he dicho, si no confías en
mi doctor, por qué no mejor te esterilizas o lo hago yo y adoptamos un hijo y
se acabó el problema.”
No comments:
Post a Comment