Por Frederic Lujan Z.
Tuesday, November 27, 2012
La vida no es así
Por Frederic Lujan Z.
Últimamente –y, por favor,
trataré esta vez de ser también más diacrítico-, al enterarme en los medios de prensa y
televisivos sobre todas esas majaderías que publican siempre acerca de la
crisis del Euro, que la recesión en
Europa, mecanismos de estabilidad europea, Unión Europea, OECD, ESM, indices bursátiles internacionales, globalización, la peligrosa
dependencia con Asia y, peor aún, esa oscura amenaza (para mí, sólo una
majadería más y encima totalmente absurda) de que las naciones industriales
como USA, Alemania, Francia, Inglaterra y etcétera podrían también perder su
poder comercial y económico, siento como que
se me retuercen las entrañas de pura indignación. ¡Qué tal farsa! Hasta me
provocaría cachetear ahora a todo esos políticos charlatanes, periodistas lobbyistas, economistas sabihondos, buenos para nada, empresarios inescrupulosos,
codiciosos, y sacarlos mejor calatos durante un mes, sin ropa, ni comida, ni
nada, en las calles para que sientan verdaderamente lo que significa vivir en
miseria. Todo lo que comentan por ahí es falso, totalmente falso. ¡Qué crisis
económica, ni Euro ni nada! La única gran CRISIS (y lo recalco
todavía en mayúscula) es la del ser humano que es egoísta, oportunista,
codicioso y punto.
En
ese sentido y dejando mejor a un lado todas esas benditas teorías monetarias y
reglas de mercado (yo las llamo: trampas para idiotas), además de todos esos
súper sabios de Adam Smith, Marx, Keynes, Malthus, Friedman, David
Ricardo, etcétera, y que durante años nos han venido
lavando con sus tesis sistemáticamente el cerebro, si eres honrado, trabajador
y amas a tu prójimo como a ti mismo, con tu profesión o lo que hagas sin
importar su rango, raza, credo, color y nacionalidad, debería en verdad de
alcanzarte y hasta sobrar para vivir dignamente y ser feliz en ésta, nuestra
señora Tierra, hasta el final de tus días. Y,
claro, al margen también de todo lo que nos brinda gratuitamente la naturaleza,
su suelo, agua y aire que es un regalo
de Dios, y que por eso debería ser también compartido gratuita y
equitativamente a todos por igual, ya que todo lo que nos ofrece sin cargo esta
tierra donde vivimos debería ser también para todos sin excepción. Así
que, por favor, no me vengan pues ahora con todas esas cojudeces de tratados absurdos
de economía, inflación, recesión, conflictos territoriales, decretos políticos, o ese maldito cuento de siempre sobre la oferta y demanda; ni regirnos, como siempre, bajo los dogmas de todos esos sagrados
organismos internacionales (incluyo aquí también a todos esos feroces lobos de instituciones de desarrollo y ayuda social que se disfrazan mayormente de abuelita), ya que todos y sin excepción no son más que unos elegantes y muy refinados lobbys estratégicos, para que sólo unos cuantos se puedan siempre
beneficiar cada vez más, escondiendo toneladas de dinero en un banco cómplice Suizo o en cualquier otra bonita isla con palmeras, allá por el Atlántico o Pacífico.
Por
eso, sí, por eso mismo y en contraposición a ese gran número de indigentes
(creo que hoy hasta ya sobrepasa fácil la tercera parte de la población
mundial) que tiene que sufrir cada día más ya que no tienen ni donde caerse
muertos, cuando me entero por ejemplo que es cada vez más notorio de que una
ínfima casi insignifícate cantidad de personas (me refiero pues a esos
ricachones de siempre) se vuelven cada vez más millonarios (perdón, creo que
eso ya es poco, ahora se les llama todavía con orgullo: los nuevos
multimillonarios; en ingles, billionaires), y se
adueñan comprando con gula todo lo que se les antoje, pues ahí sí, como que me
provoca juntar en este momento a todos los dioses de todas las religiones del
mundo y crear a uno solo (esto, por si acaso, ya lo había planteado también el
gran Julio Cortázar con su figura comic: “Fantomas
contra los vampiros multinacionales”), para
que decapite con un solo sablazo a todos esos opulentos codiciosos, banqueros
oportunistas y empresarios inescrupulosos, que tanto daño en verdad nos hacen. Y lo irónico y hasta paradójico de todo esto, es que encima a algunos
–perdón, quiero decir la mayoría-, de esos vampiros codiciosos los glorifican
con laureles en el pedestal de la revista Forbes, como si se trataran de
heroes. ¡Tremendos hijos de puta!
Por otro lado, como ya habrán notado que soy extremadamente realista y me gusta decir siempre las cosas tal como son y las siento, quería decirles también que no me vengan pues ahora por favor que rezando o implorándole siempre al Dios del color y credo
que ustedes quieran y con veinte persignadas al día de yapa, todo va a ir mucho
mejor. Para hacer eso hay que ser verdaderamente ingenuos y
hasta cucufatos. Léanse para tal caso mejor un comic de Superman o de Popeye, y ya van a ver como cambian también de ánimo. ¡Carajo!, lo que sí estoy convencido hasta el tuétano, y esto también lo puedo garantizar, es que, en esta
tierra donde vivimos todos, nadie pero nadie en verdad debería de morirse de hambre ni vivir en miseria nunca. De eso no me cabe la menor duda.
Por eso mis
queridos lectores y amigos todos, hagamos pues un poco de conciencia y como seguro muchos de ustedes son también dueños de
prósperos negocios, empresarios honrados y saben mucho más sobre todos esos entripados, quizás podríamos dar con un solución, si es que me ayudan también a
aclarar el cuestionamiento de... ¿Por qué se tiene entonces que
especular siempre con precios, o apostar a la ruleta en la bolsa de valores con dinero ajeno de gente honrada para ganar más y más rápido?¿O, no sé, usar cada vez
más artificios publicitarios para que el cliente-usuario compre cada día más cosas
innecesarias y se vuelva un consumidor compulsivos, goloso y fetichista?¿O adueñarse quizás simplemente del suelo que
pertenece en verdad a todos, para levantar gigantescos edificios, centros
comerciales y monstruosas construcciones de cemento, o inaugurar más bancos y aseguradora en cada esquina?¿O qué me dicen de eso de que en el Sur y Centroamérica y África tengan que comer menos pan porque se arrasa también con sus campos de agricultura, para luego convertirlos en combustible biológico para que las naciones industriales puedan producir
más porquerías en sus fabricas o promover nuevos carritos de lujo que funcionen con un nuevo carburante biológico?¿O es que será
acaso simplemente que tengamos que estar resignados -o peor aún, condenados- a morirnos de hambre y
fomentar mejor el anarquismos con violencia? ¿O, quién sabe, talvez seguir siendo
así de neófitos –aunque verdaderos estúpidos, creo que caería mejor- para seguir
premiando con más dinero y bonificaciones al empresario más ratero, mamón y
codicioso? ¿O a lo mejor les parezca justo y necesario que para que esos súper
mamones con joyas hasta en el culo puedan comprarse mansiones cada vez más
grandes y ostentosas –una en Austria para el invierno, otra en Miami para el
verano, la de Italia con balcón durante la primavera, y la más inmensamente
hermosa en Alemania para el otoño y todavía en la Selva Negra, como para pasearse orondos también en los tupidos bosques-, se
tengan que sacrificar también siempre naciones enteras y hasta continentes con
sueldos paupérrimos, trabajos de esclavos, contaminaciones ambientales, y agonizar de hambre de tal manera que millones de personas
no tengan ni siquiera dónde caerse muertos?
Pero,
bueno, como yo no soy el dueño del mundo ni felizmente pertenezco a esa
lista de vacas gordas de Forbes,
prefiero mejor dedicarles humildemente una cancioncita (La vida no es así) que yo mismo la he
escrito, producido y canto en un vídeo clip; además, por supuesto, de ese
excelente acompañamiento y acorde musical de mi gran amigo y músico Andrés Boner, en el
bajo, guitarra, keyboard y su formidable voz en el coro.
Wednesday, October 31, 2012
Una reflexión antes del almuerzo
Por Frederic Luján Z.
Mayoramente en la
vida no todo es color de rosa y bonito, ¡por favor, nada de eso!... Por el
contrario, la vida es en verdad cruda y difícil, muy difícil y, para algunos,
hasta dolorosa. Pero no se preocupen, para eso nuestro gran filosofo y
motivador Flujanz, antes de que se retirara a preparar su almuerzo (¿Y
por qué antes del almuerzo? Elemental, pues... ya que según su teoría, con el
estómago vacío y encima con hambre, sus ideas le brotan con más acción o mejor
dicho furia), y tomando su acostumbrada copa de vino (¿o habrá sido acaso más
de una?), ha preferido esta vez, como gran excepción, dirigirse mejor a ustedes
para motivarlos y decirles con sus cortas, contundentes, decisivas, pero a la
vez reflexivas casi santísimas palabras que, con seguridad, se les penetrará
profundamente también en su cerebro...
Thursday, October 04, 2012
Silbando en la tempestad
Por Frederic Luján Z.
A veces, si no construimos como pararrayos
nuestras propias barreras de optimismo y buen humor contra el mal tiempo o no hacemos siquiera algo
como para neutralizarlo, por las cosas malas que vivimos o hemos vivido, o
simplemente por todas esas situaciones negativas que nos cae a veces como
aluvión (ya que así es la vida: con más días nublados y de tempestad que
despejados y con sol), como muchos, nos
asustamos fácilmente y nos dejamos influenciar a tal extremo que hasta nos
enferma y, de yapa, nos va restando más rápido minutos, horas, días, meses, o
tal vez hasta años menos de nuestra valiosa existencia, que para colmo es
todavía prestada. ¡Palabra que sí!
Sí, así es. Por eso mis amigos flujanófilos, como parábola esta vez
prefiero mejor ya no escribirles más, ya que mucho se ha dicho también sobre
este tema, y regalarles más bien esta última creación musical mía, Whistling in the storm, que la he compuesto no solamente con mis e-drums, efectos sonoros y las usuales
congas, sino que esta vez lo acompaño además silbando un contagioso sonsonete
y que, a lo mejor, les podría servir también un día que tengan otra tempestad de esas,
o se sientan melancólicos o deprimidos, o simplemente noten que se les ha
venido otra vez la (y discúlpenme por esa mala y asquerosa palabra y que todavía la recalco entre comillas) "mierda" encima.
Sunday, September 02, 2012
A los ocho meses de embarazo
Por Frederic Luján Z.
Tenía casi ocho
meses de embarazo y parecía que habría complicaciones con el parto. Mientras las enfermeras acomodaban a
Felicita en la sala de partos, el doctor tranquilizaba a Flujanz, su marido,
que se había puesto muy nervioso.
Por el deseo
casi obsesionado de querer ser padre, Flujanz prefería él mismo encargarse de
todo, era muy meticuloso y responsable al cuidar a su mujer; especialmente por
esa criatura que se desarrollaba en su vientre y que él tanto anhelaba. La
atendía con un cariño y esmero único: los cojines para aliviar la presión en la
cintura; el tesito caliente contra las flatulencias; el caldito de gallina; la
masajeada en la barriga; la crema contra las estriíllas; todas las mañanas
cuando se despertaba, le ponía sus clásicos preferidos: Beethoven, Tschaikowsky, Pietro Mascagni, los impresionistas
Strauss y Mussorgski –con sus cornos y trombones que le ponía
carne de gallina-; y así, toda una serie de atenciones, procurando siempre
que se sintiera confortable y a gusto. Hasta que un día su ginecólogo –quien,
además, era el médico particular de la familia (digamos que más por parte de
ella), y que sin saber porqué, Flujanz no podía ver ni en pintura-, le sugirió
que se internara en la clínica, pues había el riesgo de un parto prematuro.
Flujanz, como era de esperar, no contento con la sugerencia y visiblemente
mortificado, pensó: “Dios mío, y ahora
quedará sola y en manos de ese doctor, en esa clínica de porquería... ¿Qué le harán, cómo la cuidarán?”
Se sentía de tal
manera comprometido con el desarrollo de esa criatura, que se le había metido
en la cabeza que de todas maneras sería mejor esperar el periodo normal de los
nueve meses.
“Pero doctor, no
se da cuenta que le falta todavía un mes. Por qué se la lleva, aguántese mejor
unos treinta días más. A ver... ¿y si nace maltrecho o enfermo? ¡Contésteme,
contésteme!” Discutía, se ponía nervioso: “Puede ser que como ginecólogo
conozca de ovarios, trompas de Falopio, conductos uterinos, vaginas, sistema
urinario y de todas esas cosas que tienen las mujeres, pero en cuanto a
cuidados y atenciones nadie pero absolutamente nadie puede hacerlos mejor que
yo. Felícita me necesita a mí y a nadie más, métase eso bien en la cabeza”, lo
miraba con celos, desconfiadamente. Veía como las enfermeras la desvestían,
poniéndole un camisón blanco; le desinfectaban la barriga y el pubis con un
líquido yodado amarillento.
El doctor
tolerante y comprensivo por la angustia del cónyuge, le puso la mano en el
hombro y le dijo con confianza:
“Pueda que
tengas razón y te felicito por ser tan responsable y preocupado por tu mujer.
Sé lo tanto que deseas este niño, pero mejor sería que te relajaras un poco en
el cuarto de espera, lee algo, distráete un poco, y deja mejor que yo haga mi
trabajo tranquilo, te parece. No es la primera vez que atiendo estos casos.” A
pesar de que sabía que entre ambos reinaba una cierta antipatía –como se dice,
no hacían buena química-, nunca se había imaginado que Flujanz iba a reaccionar
así: “¿Flujanz, qué pasa contigo, por qué te comportas así? ¿Acaso no nos
conocemos desde hace años? Entiéndelo, esa barriga no puede esperar ni un día
más, sus contracciones son cada vez más frecuentes y cortas.” Abrió la puerta
del recinto de espera y lo invitó a pasar: olía a humedad guardada, sin ninguna
ventana y sin ventilación. En la sala contigua las enfermeras acomodaban la
mesa junto con los equipos e instrumentos médicos.
“¿Perdón, cómo
ha dicho: qué me relaje?...”, le hablaba de Usted, siempre guardando la
distancia: “¿Me quiere tomar el pelo o qué? Aquí se trata de la vida de
Felícita, mi mujer, y de ese ser indefenso que late dentro de su cuerpo. Espere
mejor a que cumpla los nueve meses, como manda la naturaleza. Lléveme donde
ella, quiero estar a su lado.” Le ordenaba en forma cortante.
“Pero Flujanz,
por favor, si sabes perfectamente que no se puede, reglamentos son
reglamentos.” No era la primera vez que tenía que dar explicaciones de esa
índole, pero su forma de actuar ya era el colmo: “Carambas, me sorprendes, yo
soy el médico de la familia, o ya te olvidaste.”
“Sí, por eso
mismo. Quiero verla, y ahora mismo.” Insistía.
“Toma las cosas con tranquilidad, ya te he
dicho que no hay de qué preocuparse, ella no sería el primer caso: puede nacer
hasta sietemesino y sin problemas. Te pediría por favor que te serenes,
siéntate aquí nomás y espera, ¿de acuerdo?” Le daba palmaditas en la espalda.
Le sonreía pero en el fondo le provocaba matarlo.
La incertidumbre de cómo será, si nacerá sano
o no, si se parecerá a él o a la madre, torturaban a Flujanz cada minuto. El médico
tratando de ponerse en el lugar de Flujanz, y antes de atender a Felícita,
ordenó que le trajeran un vaso de agua con dos pastillas, para que se calmara.
Pero no sirvió de mucho: se paraba, sentaba, se volvía a parar; se frotaba la
cara, se halaba los pelos, pateaba las sillas; fumaba a pesar de estar
prohibido, dando vueltas alrededor del cuarto. Lo único que le importaba era
estar junto a su mujer. Miraba el reloj cada cinco minutos, imaginándose lo
peor.
“¡Maldita sea,
tres horas y todavía nada! ¡Mi hijo, mi hijo, cómo será, cómo será!”, repetía a
cada rato. Desde que se enteró que Felícita estaba en cinta, se leía cuanta
literatura de embarazo y bebés que encontraba por allí. “Dilatación, expulsión y alumbramiento... Dilatación, expulsión y alumbramiento...”, repetía, acordándose de
lo que había aprendido: “Si en el noventa y cinco porciento de las mujeres
el parto se efectúa casi al final de los nueves meses, por qué mierda entonces
tiene que ser diferente con mi Felícita.” No podía ni quería aceptar que
pudieran haber excepciones. “Cómo le metan cuchillo, fórceps, tenazas, o esas
cosas, le juro que me quejaré ante el colegio de médicos para que le quiten la
licencia.” Rezaba pensando en ella: “Avemaría
purísima, llena eres de gracia... Mi amor, tranquilízate, esperemos pues
que no pase nada. Sé que no es fácil, pero como estoy seguro que el bebé, nuestro
bebé, está en una buena postura, ya verás que nacerá sin dificultades.”
Se echó boca
arriba en el piso y separó las piernas y comenzó a dar instrucciones a su
mujer, repitiendo los ejercicios que habían practicado juntos todos estos
meses, como si estuviera a su lado:
“Ven, repite
conmigo, respirando sincronizadamente: Y
UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Así, así, no pares, no
pares, hay que anchar ese cuello uterino. Otra vez ...Y UUUNA, Y DOOOS... Y UUUNA, Y DOOOS... Perfecto, vas a ver
que pronto se romperá la membrana y saldrá el líquido amniótico...”, botaba el
aire enérgicamente; su cara se había puesto roja y le sobresalían las venas del
cuello: “Bien, bien, lo estás haciendo muy bien. Ahora cierra fuerte los puños
y mira al cielo imaginándote cómo podría ser nuestro hijo: sus ojitos, la cabecita,
el olor de su piel, todo arrugadito y precioso. Confía en Dios, mi amor, eso te
va dar fuerza.” Como era
católico le había prometido al cura de su parroquia rezar los doscientos setenta días que
duraría el embarazo. Se arrodilló, se persignó tres veces en la frente y en el
pecho, y comenzó: “¡Oh mi grandísimo Jesús!,
os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe,
esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados... Avemaría purísima, llena
eres de gracia...”
Un grito
desgarrador de mujer que provenía del cuarto contiguo lo hizo volver en sí: se
paró, miró nuevamente el reloj y al darse cuenta que habían pasado dos horas
más, exclamó asustado:
“¡Mi mujer!... ¡Virgen Santísima, madre de
todas las madres, qué le están haciendo ahora! ¿Habrá nacido?... Imposible, si
todavía está en la fase de dilatación.” Conjeturaba lo que podría estar
sucediendo con ella: “¿O a lo mejor me equivoco? ¿Ya estará en la etapa de expulsión?...
Bueno, no importa, lo importante es que el feto esté boca abajo, así no habrá
necesidad de rectificar su postura. Seguiré rezando...” Volvió arrodillarse: “¡Miradme,
oh mi amado y dulcísimo Jesús!, postrado en vuestra santísima presencia y con
todo mi amor y con toda mi alma, contemplaré vuestras cinco llagas...”, besó el dedo gordo de la mano y se
volvió a persignar: “En el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, amen.”
Pero eran esos
llantos desgarradores, violentos, de su mujer que no lo dejaban ni rezar.
“¡AUUU, AUUU!... ¡HUFFF, HUFFF! ¡Cómo duele, no puedo más, no puedo más!...” Escuchaba que gritaba a todo pulmón. Podía sentirle hasta cómo se retorcía de un lado a otro: golpeaba los brazos sobre la mesa, mordía la frazada, sus dientes crujían. Flujanz pendiente de todo no despegaba la oreja de la pared.
“Hmm... seguro
que ahora debe ser la pelvis que le molesta. Apuesto que ni le están
protegiendo el perineo. Aguanta, mi amor, aguanta que ya falta poco. No pares,
no pares, respira, respira...”, la alentaba.
Se concentraba
pensando en la barriga de su mujer; se tocaba el abdomen como si fuera de ella:
“¿Pero qué raro,
por qué será que hasta ahora nunca he sentido el cuerpo del feto duro: siempre
blando, igual que una masa cartilaginosa flotando dentro de una bolsa de agua?”
Se preguntaba preocupado. Presionaba sus dedos a la altura de la vesícula,
inflaba la barriga, la ponía dura; se lamentaba: “Qué le costaba a ese
doctorcito esperarse un tiempito más. Si todo lo tenía perfectamente calculado:
la constitución de sus centros de osificación, las suturas membranosas del cráneo,
el desarrollo de sus genitales, sus manos, brazos, las palpitaciones de su
corazón, la fuerza de sus pataditas, todo, absolutamente todo.” Recordó lo que
había leído ahora último en la revista Mi
hijo, edición numero treinta y cinco: “Seguro que está así porque hasta
antes de los ocho meses su cuerpo se cubre de lanugo con un unto sebáceo,
hundiéndosele el útero en la pelvis. Claro, eso debe de ser. Menos mal que
siempre estuve detrás de ella para que no comiera tanto, sino ahora estaría
gorda como una ballena. Porque eso sí, cariño, tienes que reconocerlo, con qué
caprichos te devorabas todos esos pasteles de acelga, empanaditas de queso,
jamón y todo lo que engordase, ¿verdad?...” Medía imaginariamente a su hijo,
separando las manos: “¿Será así o así, o de repente así?... De todas maneras no
creo que pase los treinta y cinco centímetros. Nacerá pequeño pero con el
corazón grande, igual que yo... Je-je-je” Se reía orgulloso.
Eran las cuatro
de la mañana. El cuarto de espera era lúgubre, tétrico, con una atmósfera
pesada, densa: el piso estaba cubierto con una alfombra persa marrón oscura,
desgastada por el tiempo; pegado en la pared, al costado derecho de la puerta
de entrada, había una hilera de seis asientos de un marroquín negro barato,
resquebrajado, y junto, con un sofá con el forro fondeado y dos sillas viejas
que se desarmaban solas. La luz era paupérrima, sin ventanas, con una
ventilación asfixiante.
“¡Espera,
espera, maldita espera!”, maldecía, golpeaba las paredes con los puños.
Los gemidos de su mujer se hacían cada vez más intensos, se mezclaban con ruidos metálicos –parecían tijeras, tenazas, o algo así.
“¡Le están
cortando el cordón umbilical, su primera inspiración, el parénquima pulmonar!”,
fue lo primero que pensó. Adhirió su cara más al muro, pegaba la oreja y
mejilla derecha, separando bien los brazos y piernas; se acordaba siempre de
todo lo que había leído: “Anda, por qué no le pegan en el potito. Respira,
despliega esos pulmones, hazlos esponjosos. ¿Pero por qué no llora, se habrá
muerto?” Eran otra vez las dudas que le traicionaban los nervios; golpeaba la
pared: “¡Qué ginecólogo, ni médico ni nada, carajo!... ¡Qué le están haciendo,
qué le están haciendo!”
Escuchó que una
voz femenina –parecía ser de una de las enfermeras asistentes-, le hablaba al
doctor preocupada: “Pero Doctor, hasta
ahora no se ve nada, sólo líquido, mucho líquido. ¡Dale, hija, empuja,
empuja!...” La alentaba subiendo el tono. Conforme iba pasando el tiempo
y el feto se hacía más visible, el resto del personal que ayudaba al doctor
también gritaba en coro: “¡Eso es, empuja, empuja! ¡OH, OH! ¡Qué es eso, qué es eso!...” Exclamaban estupefactos,
porque no podían creer lo
que veían. Al médico, en cambio, ni se le escuchaba, concentrado en su trabajo,
cortando aquí y halando allá.
“¿Qué está
pasando allí? ¿Por qué no dice nada el doctor?”, se preguntaba nervioso.
Sintió miedo,
mucho miedo.
“Desgraciado, me las vas a pagar, lo sabía,
eres un carnicero. ¡Abran, abran que soy el padre!”, pateaba, arañaba las
paredes.
Caminaba
alrededor del cuarto, dando círculos concéntricos. Trató de distraerse con las
revistas que había encima de la mesa, pero no, era imposible, no podía
concentrarse; se pinchó el dedo con la púa de un cactus.
“¡Mierda, me
pinché!”, se chupó el dedo; todo lo maldecía: “A quién se le ocurre poner una
maceta con un cactus espinoso. Si serán idiotas, sabe Dios de qué desierto
arenoso y seco lo habrán recogido, justo aquí, en este lugar donde todo debería
ser blanco y oler a fresco, recién nacido. Aguantaría hasta geranios o
margaritas, pero cactus, y todavía del más espinoso.”
Ahora se tocaba
la cara pensando en el lunar que tenía en la mejilla:
“¿Y si es
cancerígeno, será congénito, lo habré contagiado?”, lo apretaba, hurgaba: “Ha
crecido, maldita sea, debiste chequearte primero donde el dermatólogo.” Sacó un
espejito de su casaca para verlo mejor: “Hm, encima está negro y con pelos.
Bueno, de todas maneras creo que si hubiera sido maligno, hace rato que lo
habrían notado cuando me hicieron la prueba de sangre.” Pero como era pesimista
y desconfiado, miró en una cédula que tenía siempre guardada en su billetera:
“Aquí está: RH positivo, grupo A. Ojalá que lo del positivo no se refiera también a otra cosa.”
Se volvió a
sentar.
“Caramba, mejor
hubiera contratado a una partera, de esas que ayudan a las indígenas a parir a
sus hijos en la orilla de los ríos, bien natural, sin esos médicos de
porquería, ni instrumentos sofisticados.”
Apoyó la cabeza
con las manos, miraba el suelo, pensando en su hijo; se ofuscaba con ideas
descabelladas:
“¿Y si me fingen
que nació muerto para luego llevárselo a Arabia Saudita y comercializarlo a
cambio de petrodólares? ¿O de repente ya lo entregaron a los mismos Talibanes, escondiéndolo en una covacha,
allá, bien lejos por el Hindu Kush?
¿No dicen acaso que los doctrinan para el Yihad
desde muy pequeños? Con razón que al doctorcito ese, nunca lo he visto andar
con una mujer, ni hijos ni familia, grandísimo traficante, comerciante de niños.
Mi madre, que en paz descanse, siempre me ha dicho: Hijo, nunca tomes como ejemplo a esos que se dedican sólo a su
profesión, porque terminan egoístas y corruptos.”
Miró el reloj
por veintava vez, le provocó salir del cuarto para respirar otro aire, pero no
pudo: habían cerrado todas las puertas con llave.
“¡Me encerraron,
esto es el colmo!”
Trató de
relajarse entonado canciones de cuna, pero como no se acordaba bien de las
letras, las cantaba a su manera, cambiándoles las palabras: Duerme mi niño duerme feliz, que ya viene el
cuco y te hará feliz... De la leche sale el queso y del queso el requesón y del
huequito de tu madre saliste cabezón... Con esta sí con ésta también, con esta
calabaza me junto yo... Y luego seguía el Arroz con leche, Cachirulo y los cuatro nautas, Chapulín colorado,
y así sucesivamente.
Daba vueltas y
vueltas, bordeando todo el perímetro del cuarto; ilusionado pensaba en su
primogénito.
“Hijito, mi
corazoncito de melón, no temas que Papi
está contigo, sí. Si supieras como te deseo. Ay, seguro que se te ven también
las venitas azules en tu cabecita... ¡Qué emoción, qué emoción!”
Lo mecía
imaginariamente cruzando los brazos en forma de cuna.
“Si eres
varoncito, pues te llamaré Boris, en
honor de tu abuelo. Quién como él que siempre fue optimista, alegre, nunca se
hacía problemas de nada. Yo lo admiro mucho: no en vano tuvo el coraje de criar
él solo a diez hijos. Y si naces mujercita, ¡ah, qué emoción! te bautizaré, Fe Alegría: nombre compuesto con dos
palabras y que se complementan perfectamente, como para contrarrestar el
sufrimiento de esta espera. ¿Qué te parece, te gusta? Se me acaban de ocurrir
ahora. Pero eso no es todo, ya arreglé también tu dormitorio...” Como lo
imaginaba chiquito, pensaba todo en diminutivo: “La cunita chiquita con su
malla blanquita para protegerte contra los zancuditos; las lucecitas
psicodélicas de neón rojitas, azulitas y amarillitas para alegrar tu cuartito;
el acuario de pescaditos doraditos; todo un zoológico de animalitos: el
elefantito con su elefantita, el chanchito con su chanchita, el patito con su
patita, y así, muchos pero muchos animalitos más. Con decirte que te he puesto
hasta el osito Yogui con toda su familia.”
Agudizó más los
sentidos a ver si escuchaba los llantos de su hijo.
“¿Anda, por qué
no lloras, ejercita tus pulmones, sí?” Comenzaba a impacientarse: “¡Llora, pues
criatura, llora! ¡Boris, Fe Alegría!...” Los llamaba por su nombre, alzaba la
voz.
Nada, lo único
que se escuchaba era el eco de su propia voz que remecía entre las paredes del
cuarto. Al frente de él colgaba un retrato de una enfermera que cruzaba el dedo
índice con la boca haciendo una cruz, indicando silencio. No sé por qué pero
había algo en la foto que le atraía, así que se sintió aludido:
“¿Y tú qué miras? Apuesto que también eres
una de esas que trabaja con él. Con esa cara de mansa paloma, poniendo esa
boquita de caramelo no me vas a seducir, ya. Cómplice de ese doctor, bueno para
nada. ¿A quién quieres callar? ¿a mí?...”, se hincaba el dedo en el pecho “Para
que lo sepas bien, sólo me callaré si me traes en este momento a mi calatito,
¿o será calatita?... bueno, no importa, da igual.”
De un momento a
otro y sin precisar exactamente de dónde, escuchó el Intermezzo
Sinfónico de la Caballería Rusticana,
tocado por el mismo Pietro Mascagni,
que él acostumbraba poner a la hora del desayuno para levantarle el ánimo a su
mujer.
“¡OH! qué maravilla, pero si es el mismo
Maestro Mascagni, con esas cuerdas
templadas, recias, qué dulzura de tonadas.”
Por un momento se olvidó de lo que le preocupaba, deleitándose con la música.
Bailaba
moviéndose como trompo de una esquina a otra, con saltitos aquí y vueltas a
allá; alzaba los brazos y agitaba elegantemente las manos. La luz turbia, fría
que iluminaba el ambiente comenzaba a clarear; titilaba, cambiando de amarillo
intenso –casi blanco-, a azul y luego a verde; mutándose las tonalidades como
si anunciaran un gran acontecimiento. Mientras bailoteaba al compás de la
música, no quitaba la vista del cuadro. Se alejaba de la realidad, concentrando
sus pensamientos solamente en ese retrato de cincuenta por cuarenta centímetros. Escuchó que
del cuadro emanaba una voz dulce, sublime de mujer que le decía:
“¿Quieres ver a
tu hijo, verdad?”
La foto de la
mujer se diluía lentamente como un bloque de hielo encima de una brasa
caliente; transformándose ahora en una enfermera esbelta, grande, parecía
viviente.
Flujanz
conmocionado, tenía que sentarse para digerir mejor lo que estaba viendo.
“¡Dios mío, será
acaso la Virgen María disfrazada de enfermera! ¡Sí, sí, por favor!”, contestó
ansioso, la voz le temblaba. Se arrodilló frente a ella y comenzó a rezar: “Dulcísimo Señor Jesucristo, que vuestras
llagas sean para mí manjar y bebida con los que me alimente... Padre nuestro
que estás en los cielos...”, se persignaba. Su aura lo abrigaba igual
que un abrigo grueso de piel de oso, sudaba por todo el cuerpo.
“Pero sólo bajo
una condición: que te relajes y me dejes entrar a mí primero”, sugirió ella.
“Sí, sí, me
relajaré, ve de una vez y apúrate, apúrate”, le hablaba como un niño que espera
ansioso su regalo.
La figura
desapareció, y al rato volvió asomar pero esta vez sentándose junto a él. La
sentía, pero no la podía tocar, olía a bebé recién nacido.
“Alégrate
Flujanz, te doy una buena noticia: eres padre de una hermosa, bella, grande,
grandísima...”, interrumpió la oración, no le salía la palabra.
“¿Querrás decir
mujercita, no? ¿Y qué más? ¡Continúa, continúa!...”
“Este, como te puedo decir, no necesariamente, este, quiero decir...” No sabía cómo explicarle.
“¡Habla pues,
habla! ¡Qué ha sucedido!”, volteaba confuso, mirando por todos lados; sus manos le temblaban.
La imagen de la
mujer flotaba encima de su cabeza. Se colocó a la altura de sus ojos, ondulándose:
“Bueno, lo que
te quiero decir es que es muy especial, porque no tiene... este, cómo te
explico...”
¡Sigue,
sigue!...” Se presionaba el pecho con el puño derecho a la altura de su
corazón, y con la otra mano temblorosa se frotaba la cara.
“Es que, cómo te explico, nació sin cuerpo, sin nada, ¿me entiendes? Pero no te preocupes, que de
todas maneras se ve linda, preciosa...” No quería impresionarlo; comparaba su
apariencia física: los rasgos de la cara, el color de su piel: “Anda, alégrate,
porque creo que hasta se parece a la tuya.”
“¿A la tuya?... ¿A qué te refieres, no te entiendo, sino tiene cuerpo?” Instintivamente se tocó el lunar que tenía en la cara; lo tapaba con la mano para que no lo viera: “Dime qué le falta: ¿Te refieres a mi lunar: lo tiene más grande que el mío, le cubre la mitad de la cara? ¿Nació sin manos, dedos, pies? ¿Tiene una sola pierna con un pie gigante?¿El tronco lo tiene torcido y la cabeza sin ojos ni boca? ¡Habla por el amor de Dios, habla!...” Gritaba alterado.
“Cálmate, por favor, ya te dije,
no tiene anatomía, nació sin cuerpo, eso es todo. Es una simple, pero grande,
muy grande (casi le decía también inmensa)...” Nada, no sabía cómo decírselo, o mejor dicho ni se atrevía.
Flujanz se
volvió a arrodillar y con una mezcla de emociones difíciles de explicar,
estalló en llanto, suplicándole:
“No importa,
pues tráeme lo que tenga, pero por favor, no me hagas esperar más que me voy a
volver... ¡loco! ¡loco¡ ¡loco! ¡Lo...” No paraba de repetir el adjetivo; lloraba a moco tendido.
“Está bien,
cálmate, cálmate, entonces le diré al doctor que te la traiga.” Y desapareció
en forma de nube, traspasando la puerta.
En el momento en
que Flujanz levantaba la vista para ver qué sucedía, un rayó fulgurante se
filtraba entre las rendijas de la puerta de la sala de partos que se abría,
obligándole a cubrirse los ojos con las dos manos: era el doctor quien salía
con aires triunfales, cargando en sus brazos una oreja de casi cincuenta centímetros de largo por veinticinco de ancho, bien envuelta con algodón y
gasa; en su cuello llevaba colgado el cordón umbilical aun fresco (goteaba un
líquido aceitoso); atrás le seguían el anestesista y las dos enfermeras.
Murmuraban entre ellos, todos embarrados con sangre y restos de la placenta
pegados en su indumentaria. Por la puerta de emergencia que daba a la calle,
salían unos hombres vestidos de negro que ponían el cuerpo inerte de una mujer
sobre una camilla de aluminio y se la llevaban rápidamente en una carroza también
negra.
El doctor se acercó donde Flujanz y le
entregó la oreja, diciéndole:
“Tal como te lo prometí, aquí tienes lo que
tanto has anhelado: tu hijo. Ah, pero antes que me olvide, háblale mejor de
cerca y en voz alta porque creo que no escucha bien.” Y se retiró junto con el
resto del personal, arrastrando los pies, cansados por la larga faena.
Flujanz,
totalmente abatido y ciego de emoción, cogió la oreja con ternura y hundiendo
su cara, que casi desaparecía entre tanta formación cartilaginosa, le hablaba
conmovido: “¡Hijo, hijo mío, me escuchas!”
Felícita, al ver
que su esposo otra vez
no la dejaba dormir porque gritaba enterrando su cabeza en la almohada, le tiró
un chancletazo con furia, y le dijo:
“¡Ay,
Flujanz, por favor, otra vez con lo del hijo! Ya te he dicho, si no confías en
mi doctor, por qué no mejor te esterilizas o lo hago yo y adoptamos un hijo y
se acabó el problema.”
Tuesday, August 21, 2012
Mystical (Music clip)
Hola amigos, escuchen y disfruten ahora este nuevo hit rítmico que toco con el cajón, bongos y lip blocks y, por supuesto, que también producido con el mismo sello musical de SecuenciaSonar: Mystical
Publicación Flujanz
Por Frederic Luján Z.
Sunday, July 22, 2012
En la segunda piel
Por Frederic Luján Z.
Su estado era
crítico, el mercurio del termómetro indicaba que había pasado la barrera de los
cuarenta centígrados. Volaba en fiebre. El agotamiento y la debilidad física le
obligaban a cerrar los párpados, y en ese vacío sintió que su epidermis comenzaba
a desprenderse de la dermis transformándose en un tegumento duro de madera, que
iba cubriéndolo. Por fuera parecía un cajón de muerto, un ataúd color negro
mate, sin esmalte ni adornos ni incrustaciones ni ornamentos ni nada; simplemente
un baúl rectangular de madera y nada más. Sintió terror, mucho terror.
Escuchaba voces que lloraban y le decían:
“Pobrecito, cómo
sufre, es mejor que descanse en paz.”
¿Habrá dejado de
existir o era el delirio de la fiebre que le estaba haciendo perder el control
de su realidad existencial? Todo le parecía raro, como si su existencia de
treinta años se hubiera injertado ahora en una segunda piel dura, enchapada en
madera y que sus vísceras se estuvieran fermentado por dentro. Creyó por un momento
sentirse a gusto, aliviado, sin ese dolor electrizante que corría siempre por
su sistema nervioso y terminaba en sus órganos enfermos.
¿Pero?... ¿y ese
olor? ¿ Por qué ese olor? ¿Sería acaso el tufo de la Muerte, enemiga implacable del género humano y odiosa a los inmortales?
¿Qué era en verdad lo que estaba sucediendo en su cuerpo que ahora era incapaz de sentir los estímulos
dolorosos?
“¡Qué raro...
pero si ya no siento esas punzadas en la cabeza, ni las molestias de los bultos
en la espalda, piernas y brazos!...”, revisaba imaginariamente su cuerpo “...
¡Y ese ardor de la barriga, sí, mi barriga, qué alivio!”
La pestilencia
era repugnante; parecía como si le hubieran metido en una fosa de gallinazos
muertos. Comenzó a notar que la capa muscular de su cuerpo perdía elasticidad.
Su dermis se inflaba y estiraba rápidamente: era dura e inflexible como un
cuero viejo. De sus poros emanaba ese olor desagradable, como a hígado
descompuesto, y que se quedaba impregnado en las paredes de su epidermis.
“¡Qué horror,
qué asco!... ¡dónde estoy! ¡Sáquenme, sáquenme de aquí!”, gritaba desesperado.
Por una ranura
entraba un poco de oxígeno que le permitía respirar. En su alucinación comenzó
a arañar y empujar con las manos; quería salir de allí, volver a su existencia
anterior y acordarse de su historia. Pero nada, era imposible, su nuevo estado
no le permitía, era como si su individualidad hubiera desaparecido. Se sentía
un cadáver viviente.
Tenía la
mandíbula parcialmente ajustada con un pañuelo blanco; por una pequeña
hendidura de la boca salía una puntita de lengua negra, hinchada por la sangre
que se le había coagulado; la barriga se le había puesto dura como un nogal.
Pero había algo
que le preocupaba más que esos gases nauseabundos que se acumulaban presionando
las paredes de esa, su segunda piel. Eran las larvas, sí, esos gusanos
amarillentos, gordos, grasosas, viscosos, que se reproducían rápidamente,
alimentándose de sus entrañas con un apetito insaciable: se transformaban en
culebras que envolvían lo que quedaba de anatomía, triturando su esqueleto
hasta dejarlo en polvo de carbonato cálcico. La cabeza y su cerebro era lo único
que quedaban intactos, allí recostada sobre una almohada negra de seda. La
cabeza comenzó a crecer como un meteorito amorfo, tenía dos tumores
petrificados sobresalidos, eran sus ojos: los movía lentamente, hacía todas las
direcciones como rastreando a los seres pluricelulares que se reproducían para
hacer familia.
“¡He muerto, he muerto!...”, dijo exaltado
“¡Mierda!...y yo qué quería seguir viviendo”.
De pronto la
cabeza dejó de petrificarse, sintió que se ablandaba igual que una esponja
congelada que comienza derretirse y que sus jugos corporales volvían a fluir,
moldeando nuevamente un cuerpo de figura humana.
Afuera volvió a
escuchar voces, muchas voces, con ruidos de máquinas que zumbaban y hacían Piii - Piii - Piii; intentó concentrarse
en la voz de una mujer que hablaba con alguien:
“¿Y ahora
doctor, qué hacemos con él?”
Se sorprendió.
Se esforzó para dilatar sus débiles pulmones con aire, despegó sus cansados párpados,
encontrándose con una inmensa esfera cóncava de cinco luces que apuntaban a él
–parecía una nave intergaláctica: la luz era tan intensa que le secaba los
ojos. Por las imágenes difusas que dibujaban sus nervios visuales, creyó en ese
momento estar en una sala de operaciones de un hospital o algo parecido. Una
pequeña chispa de alegría y esperanza remeció su cuerpo.
“¡Qué felicidad,
estoy vivo, no he muerto!... ¡Me curarán, me curarán!”
Un hombre vestido
de verde, con la mitad de la cara tapada con una mascarilla, estiró sus manos
enguatadas de látex, aún embarradas con sangre pastosa y restos de tejidos
carnosos, y le contestaba a la mujer quien supuestamente le había preguntado
anteriormente, moviendo la cabeza:
“Es una pena,
pero ya no se puede hacer nada: el quiste de la barriga ha sido muy grande y
parece ser maligno”
Tuesday, July 03, 2012
ReverbNation Alternative charts for Dresden, Germany
Con mis congas y
uno que otros instrumentos más de percusión que toco siempre con cariño y en
forma amateur y, por supuesto, también como auto terapia contra todos los males, les regalo este último hit rítmico mío de genero musical
alternativo y experimental: All in one.
Además, otra gran noticia que me complace mucho, según the Reverbnation Alternative charts for Dresden,DE Germany, con SecuenciaSonar (mi sello de producción musical y de todos esos
otros experimentos rítmicos de percusión que produzco siempre), tengo el honor de estar actualmente (04.07.2012) también en el ranking numero uno.
Por Frederic Luján Z.
Wednesday, June 06, 2012
Esto sucede solamente en Lima
Al frente de él se paró un hombre de mediana estatura, moreno y de rasgos acriollados. Su piel era tostada por el sol, pasaba los sesenta años: delgado, con unos bigotes bien cortitos, una gorra de tela blanca con media visera, guayabera amarilla y zapatos blancos que le brillaban. Miraba a Otto con una chispa atrevida, criolla, de poca vergüenza, y le preguntó abiertamente:
“¿Es usted el Señor Otto, Otto Tchuse?”, le
clavaba la vista achinando los ojos. Se agarró la visera, peinó su bigotito con
la mano.
“Oh, yah, yah, perrro mi nombrrre es Herr
Schulz, Otto Schulz, y no Tchuse... ¿Por qué, señor?”
Sorprendido el extranjero alemán, observaba a los
taxistas por el otro lado de la calle que se aglutinaban alrededor de los turistas,
igual que un enjambre de abejas en un panal.
“Mucho gusto señor, a sus órdenes... Yo soy Wilfredo
Sánchez, pero me puede llamar Wili.” Se sacó la gorra, hizo una genuflexión, le
extendió la mano. Olía a un penetrante after shave, recién afeitado. “Soy
el chofer del Sr. Wolf y lo voy a llevar a su apartamento, señor. Permítame
ayudarle con el equipaje, señor Tchuse, este, perdón, quiero decir
Schulz” Llevaba una impecable guayabera amarilla.
“Oh, yah, yah...” El extranjero agachó ligeramente la cabeza. “Grrracias, grrracias,
es usted muy amable. Pensé más bien que el Sr. Wolf me iba a recoger, pero, en
fin, qué imporrrta. ¿Y conoce usted también bien la dirrrección?”
Tenía problemas con el idioma. Cuando pronunciaba algunas palabras con la “r”,
la lengua como que se le quedaba pegada en el paladar.
“Pero por supuesto, señor Otto. Yo soy más limeño que
la mazamorra. Conozco todas las calles de Lima, señor. Hasta la guarida más
pequeña de los ratones.” Volvió hacer una genuflexión. Sus cabellos eran negros,
sin ninguna cana, bien peinados con gomina y raya en el centro. “Ah, a
propósito, me olvidaba de decirle, señor... tengo también el encargo de mi
gerente de darle mil disculpas por no estar él ahora aquí. Le ha venido pues la gripina, y ahora está que suelta más que moco nomas, está bastante enfermito el jefe.”
Hablaba con las manos, hacía también piruetas con la gorra.
Se acercó hacia la maleta grande que Otto había
colocado sobre una banca.
“Un consejo, señor Otto, tenga cuidado con los
carteristas. Aquí pululan como ratas.” Advirtió mirando con su ojos vivarachos, y levantó de un porrazo la maleta que pesaba como cuarenta
kilos. A la mierda, seguro que este gringo trae hasta su propia nevera con
televisor, pensaba. Sudaba tanto que se traslucía su piel cobriza casi
negra por la guayabera. Cuando caminaba, sus zapatos de cuerina marca Chasqui,
producían un ruido molestoso, reseco, desgastado.
Otto no le había entendido bien. El chofer hablaba muy
rápido. Tenía que acostumbrase a la pronunciación del idioma, lo mareaba, pero
igual, confió en él.
“Oh, yah, yah, entiendo, entiendo. Perrro qué tal
si mejorrr me llama por mi título: profesor o doctor, por ejemplo.” Dijo el académico alemán muy serio y guardando siempre su distancia, orgulloso por tener tanto conocimiento almacenado.
Ah, ya, o sea que encima engreidito, no, pensó el chofer, sacudió su gorra: “Carambas, usted disculpe, señor Schulz, no sabía que
usted tuviera tantos títulos. ¿No me podría regalar uno? Ja-Ja-Ja”, se reía
solo. A Otto no le había causado gracia, no entendía bromas “¿Y si le
abreviamos mejor las etiquetas, perdón, digo títulos? Podría sonar así: Prodoc, dos en uno, pues, je, je, je”
Entraba en confianza rápido.
“Cómo quierrra usted, perrro a mí me gusta que me
llamen con título” El alemán ajustó sus lentes de fondo de botella, tenía casi
siete de miopía “Además, hombrrre, yo a usted ni le conozco.”
“Ah, perfecto, como usted quiera entonces, señor. A partir de
ahora lo llamaré sólo Profesor, Profesor Otto. Ah, pero eso sí,
a mí humildemente me puede llamar Wilfredo o Wili, para los amigos, ¿le
parece?”
“Yah, yah, gut, gut, Wili”, respondió en forma
circunspecta, distante; y se preguntaba: ¿qué tipo para más raro? ¿serán así
todos aquí?
Por fin llegaron a la playa de estacionamiento de
carros. Era un Mercedes azul del año 95. El chofer puso la valija grande
en la maletera y abrió educadamente la puerta a Otto. Acomodó su maleta de
mano, el Laptop, y bajó rápido las cuatro lunas para que se refrescara
un poco el interior (adentro era un horno); por poco le decía también: con todo
lo que traes, cualquiera regala pues algo.
Cuando el chofer pasaba su revisión de rutina al carro
para ver si no le habían robado nada, se acercó corriendo un niño; se
encontraba descalzo, agitado, todo harapiento, con la cara sucia, y le dijo a
Wili:
“¡Señor, señor, le he cuidado el carro!” Se plantó
frente a él, su respiración era corta y rápida.
“¿Así?... pues anda mejor a vender papas a la Puna.
¿Cómo qué le he cuidado, señor? Esto es una playa de parqueo, chiquillo y ya no
jodas... ¡Fuera, fuera!” Wili se sentó adentro. Con una mano agarró el volante
y con la otra quería cerrar la puerta.
“¿Entonces le limpio el carro, señor?”, insistió el
chiquillo. Y echó detergente a la luna antes que le dijeran no otra vez;
quedó toda melosa y embarrada.
“¡Qué haces, mierda! ¡No ves acaso que está limpio!”,
gritó enervado.
“Aquí tengo agua y esponja, señor. ¿No sea malo, pues,
una limpiadita? Le quedará como nueva. También tengo aceite para sus
puertitas.” Y comenzó a frotar aguerridamente el parabrisas con la esponja
húmeda. No se podía ver nada de lo embarrada que estaba “Limpiecita le quedará,
no se preocupe, Mister...”, frotaba y frotaba. Le echaba un agua turbia
que más parecía de acequia. Como era pequeño, se trepó al techo, lo abolló un
poco. Hacía piruetas con los brazos y miraba también de reojo a Otto.
“¡Carajo, fuera de aquí!...¡Me estás cagando el
techo!”, gritaba molesto Wili. El chiquillo se quedaba prendido en el carro
como un mono, era imposible bajarlo de allí. “¡Ya bájate de allí, carajo!”, la
paciencia se le acababa.
A Otto le llamaba mucho la atención sobre esa actitud
de la criatura que sufría para ganarse el pan. Qué rapidez, qué empeño de
muchacho, pensaba
“Usted disculpe, Profesor Otto, pero no se puede hacer
nada contra esta gente.” Cada vez que el muchacho se movía encima del techo, el
carro se tambaleaba de un lado a otro. “Se reproducen como ratas, vienen de la
sierra con sus padres porque creen que aquí van hacer fortuna, y miren lo que
hacen... empobrecen más la bella Lima. ¡Qué tal joda!” Y le volvió a
gritar: “¡Carajo,
mierda, he dicho que te bajes!”
Otto, sorprendido por todo lo que hacía la pobre
criatura para ganarse unas monedas, comenzó a sentir pena; y mientras lo
contemplaba absorto, el chiquillo le rozaba discretamente el antebrazo a la
altura de la muñeca y sin que se diera cuenta.
“Wili, perrro si es apenas un niño, ¿por qué lo trrratas
así?”
“¿Niño? ... dirá, rata, ja-ja-ja”, y se reía “Estos
son vivos desde que nacieron, más despiertos que usted y yo juntos, señor.
Mírele nomás la nariz, toda pegada con Terokal, le dan duro a la bolsa.
Ese se droga con la química del pegamento.”
El niño por fin terminó su trabajo. Y Otto, con el alma
ya destrozada, no aguantó más y le dio diez dólares.
Se encontraban en plena avenida Faucett. A
Otto, todo ese triste cuadro, ahí, con esa pobre y desamparada criatura que
sufría para ganarse el pan, se le hacía muy difícil borrarlo de su
mente. El chofer que observaba sus gestos de hombre misericordioso, le sonreía
nomás.
“¿Usted le tiene pena a esa gente, no?”, le insinuó.
Manejaba distraído, silbaba alegre.
“Sí, carrrambas. No lo puedo crrreer, tan
pequeños y trrrabajando. ¿Y sus padrrres?¿No tiene acaso padrrres?”
“Uy, Profesor, si usted ya empieza a pensar así de
ellos, pues mejor es que se ponga la sotana. Esto aquí se ve todos los días,
pululan por todas partes: iglesias, hospitales, centros comerciales,
restaurantes. Si usted supiera, en las noches, estos pendejos se transforman en
pirañas para dejarle más que sus huesos a los transeúntes”, le advertía
y miraba por casualidad también la muñeca del brazo izquierdo de Otto. “A
propósito, ¿y su reloj, usted no tenía también un reloj?”
Otto instintivamente se agarró la muñeca, estaba sin
nada. Su reloj había desaparecido.
“OHHH, NEIN!... ¡Dónde está, dónde
está!”, exclamó en voz alta. Otto se puso colorado, pero igual, siempre guardando su
postura de hombre tranquilo, flemático, pensativo. Miró a los costados, en los
asientos, en el piso, palpaba los bolsillos de su saco “¡Dónde está, Wili,
dónde está!...” Hasta que no aguantó más y estalló gritando también en alemán: “Scheisse,
Scheisse!... Verfluchter Kerl!... ¡Me lo robarrron, carrrajo, carrrajo!”
“Ya ve, de seguro que fue esa rata de chiquillo. Lo
sabía, lo sabía. Ahora entiendo porque ese afán de treparse al techo: con una
mano limpiaba la luna y con la otra le tiró su bonito reloj, Profesor. Bien sapo el
chiquillo, un pendejazo.”
“¡Sí, sí, yah, yah, sapo, sapo!... ¡Carrrajo, carrrajo!”,
repetía a cada rato. Otto se había aprendido también rápido la lisura; tragaba
saliva, encogió sus hombros.
Wili paró el carro, la luz del semáforo indicaba rojo.
Ahora se encontraban en el cruce con la avenida La Marina y Faucett.
Wili abrió la luna, expectoró, le gustaba escupir siempre, de cada diez
palabras que hablaba, soltaba una con flema. Sudaba, se secaba con el pañuelo, la
polución de los carros y el polvo que había en el ambiente era desesperante.
Había un embotellamiento de carros.
La gente tocaba bocina. Los microbuseros que ofrecían sus servicios, gritaban casi colgados de los estribos de las puertas; hacían sonar las monedas de sencillo que llevaban en la mano: “Ya avanza, avanza que al fondo hay sitio...” “Todo Faucett, la Marina, la Perla, Callao, Callao...”, gritaban siempre a voz de cuello. Se paraban en el centro de la pista, congestionaban más el tránsito vehicular; todos llenos de pasajeros, apiñados, parecían latas de sardinas; por el sobrepeso humano que llevaban, el chasis se inclinaba peligrosamente a un lado. Había una viejita que quería subirse a uno en medio de la pista y con el motor en marcha, no sabía de donde cogerse, le colgaba medio cuerpo por la puerta, el cobrador le decía: “Agárrese fuerte, aquí, abuelita.”; otro que mientras vociferaba la ruta: “Todo Argentina, cementerio el Ángel, el Británico, la Nené, Trocadero, Trocadero...”, comía su plátano y botaba la cáscara al piso. Los colectiveros manejaban sin bocina, golpeaban agresivamente la carrocería de sus puertas y gritaban sin miramientos sacando sus cabezotas por la ventana: “¡Ya avanza, pues, huevón!” “¡Conchatumadre, abre campo, carajo!”, se insultaban entre ellos.
Detrás del Mercedes se puso un camión
recolector de basura, impaciente, tocaba y tocaba su claxon de sirena de barco.
Había recolectado tanta basura que los olores eran nauseabundos y se cruzó
delante de Wili; le caían pedazos de cáscara de sandía, pepas de mango
chupadas, trozos de carne fétida, y bolsas rotas llenas de desperdicios biológicos;
atrás, pegado en la tolva, tenía escrito en una placa con letras góticas que
decía: LEE LA BIBLIA, QUE DIOS ESTÁ CONTIGO
Otto se había asustado, todo le parecía extraño y desordenado, muy desordenado. Miraba a todos lados: las calles sucias, mal pavimentadas, con huecos por todas partes, nadie respetaba las reglas de tránsito; y los peatones que caminaban por todos lados, menos por la vereda. Para el chofer esta situación era lo más normal del mundo, estaba acostumbrado. Él tampoco respetaba las reglas, hacía lo que le daba la gana: se pasaba los semáforos, esquivaba y sobrepasaba a todo el mundo sin medir la velocidad, tocaba bocina y maldecía como un energúmeno: “¡Rechuchatumadre, mal nacido! ¡Fíjate por donde manejas, serrano de mierda! ¡Métetela al culo, hijo de puta!...”
“Discúlpeme, profesor, pero a estos especímenes hay
que tratarlos así”, y sin importarle la cara de impresionado que ponía Otto,
sacó la cabeza por la ventana, hizo un ruido desagradable, y volvió a botar otro escupitajo
con bastante flema. “De otra manera no entienden estas mulas. A esta hora por
esta zona el tráfico es insoportable. Usted ha venido en un mal momento.”
A Otto le daba repugnancia cada vez que escupía y
pensaba: ¡Qué asco! seguro que debe tener problemas también con las
glándulas salivales. Como el chofer manejaba casi sin mirar adelante y con
una mano que la movía siempre cada vez que hablaba, Otto se prendía fuerte de
las manijas de las puertas y ajustaba a
cada rato bien su cinturón de seguridad.
“¡Carrrambas, Wili!, ¿por qué no te
pones el cinturón?”
“¿Cuál cinturón, señor? Eso es para los mariquitas que
no saben manejar, además, me hace sudar, transpiro, y la camisa se me mancha,
pues.”
“Oh, yah, yah...”, fue lo único que se le
ocurrió decir en ese momento.
“Profesor, si nos ponemos ahora hacer todo lo que
dicen las reglas, estaríamos jodidos, pues, no llegaríamos nunca. Supongo que
querrá también llegar rápido a su apartamento de lux, ¿o no?” Esquivaba los
carros como loco, algunos le insultaban y le declaraban también la guerra a
escupitajos. “¿Y ahorrra?... ¿por qué no avanzamos?”,
preguntó Otto y miraba afuera.“¡La puta que te parió!”, exclamó Wili,
con los ojos que se le torcían “¡Otra vez SEDAPAL!, están arreglando. Es
el servicio de agua potable, Profesor.” Golpeaba el timón con cólera. “Esto no
puede ser, ¡hasta cuándo! Estas bestias ya llevan abriendo zanjas dos años y siempre en el mismo
lugar.”
Le entró las ganas de orinar. Vio al costado de la
pista un automóvil viejo que estaba varado casi encima de la vereda peatonal.
Se cuadró detrás de él.
“¿Y ahorrra, qué sucede?”, preguntó Otto. El chofer
apagó el motor y sacó la llave. “Usted no puede parrrarse aquí, es zona de
transeúntes... ¡Qué hace, qué hace, hombrrre! ¡Está Usted loco!”
“Tenga calma, Profesor, es sólo una achicada,
ahorita vengo.”
“¿Achicada?”, preguntó dudoso, no había
entendido la jerga.
“Claro pues,
achicada, pipí, orinar, ¿me entiende ahora, Profesor?”
“¡Perrro usted está loco, aquí, en plena calle!
Aguántese mejorrr hasta que lleguemos. Usted no puede hacer eso.”
Otto vio que en la otra esquina había también un joven
que se puso a defecar junto a un poste de alumbrado público, tenía diarrea, el
olor penetrante a caca llegaba hasta el auto; era peor que sufrir los estragos
de una bomba lacrimógena. Otto se tapó la nariz y los ojos, y comenzó a contar
infinitamente números hasta que el aire no le alcance.
“Ya ve, no soy el único. No se preocupe que no me
demoro, sí” Y corrió detrás del carro viejo. Se le veía todo, sacudía su pene a
vista y paciencia de todo el mundo.
Al poco rato un tipo raro se acercó a Otto por atrás.
Tenía los ojos hundidos, estaba demacrado, escuálido, llevaba puesto un polo
rojo que decía, Centro Victoria. Lo miró con una mirada perdida, el pelo
enredado, largo y mal cuidado (igual que un rappero), y le dijo:
“Hermano, ayúdame a rehabilitarme”, le quería vender
unas golosinas “¿Cómprame pues unos chocolatitos?” Por el calor de su mano sudorosa,
los chocolates ya hace rato que se habían derretido, más bien parecían gomas envueltas.
“Oh, nein, schon wieder!...” exclamó en
alemán, el corazón casi se paralizó del susto. Cerró rápido la ventana y pensó:
otro que quiere algo. “No, grrracias,
señor ... Nein, nein!” Y volteó
la cara, como ignorándolo.
Pero el hombre insistía, golpeaba el vidrio, era un
drogadicto, estaba desesperado, y le confesaba:
“Señor, tenga piedad, le juro que ya he cambiado, ya
no chupo ni me drogo. He pagado mis penas muy duro”, su mano temblaba.
En eso se le cayó una botella de ron al piso que la había
llevado escondida en uno de los bolsillos. Otto no se había dado cuenta y, como
siempre, comenzó a sentir compasión por los más desamparados. Abrió la ventana,
le dio tres monedas de 25 centavos de dólar (era lo único que tenía de
sencillo), y la cerró rápidamente.
El drogadicto las miró y comenzó a maldecirlo:
“Gringo amarrete, conchatumadre, morirás en la hogera
por avaro”, le hacía figuras obscenas con la mano: “¡Rechuchatumadre, qué te
has creído, Yanqui!”, golpeaba fuerte el vidrio con los nudillos. “Eso no me
alcanza ni para medio paco, dame más, ya.” Se volvió agresivo, le
exigía.
Otto perturbado, cerró con pestillo todas las puertas.
Miró a Wili si ya había terminado de orinar. Nada, él seguía sacudiendo su manguera larga. El líquido amarillento de su orín, iba dejando un surco bien marcado
en el suelo que desembocaba en la vereda. Sacudió las últimas gotas, flexionó
ligeramente las rodillas, metió su cosa como carambola en el pantalón, cerró
el cierre, se acomodó los testículos y se dirigió al carro, feliz y aliviado.
“¡Fuera, carajo, fuera...!”, gritó Wili al rappero,
como si ya lo conociera. No le había gustado que ese hombre molestara ahora a su jefe
recién venido de Alemania. Y valiente comenzó a agredirlo con puntapiés y
cachetadas... ¡PUM! ¡PAM! ¡PLASCH!; lo bombardeaba también con escupitajos
(algo que también sabía hacer muy bien): “¡Anda trabaja, ocioso!” Se movía
ágilmente como el Tigre de Malasia.
El drogo esquivaba los castigos de Wili también con gran
destreza, se cubría la cara con las manos y le decía: “¡Cuidado con la pepa, en la cara no vale!” Era también agilito, escupía más rápido que Wili,
quebraba cintura, aleteaba hombros, saltaba con la punta de los pies (esos
saltitos solamente los dominaba cuando se drogaba con pasta básica mezclada
con San Pedro)
“¡Métete los caramelos al culo, drogo de mierda!”, lo
humillaba, hasta que el rappero no aguantó más y se retiró todo magullado y rendido. El Tigre
de Malasia había ganado.
Wili se acomodó la guayabera, había perdido dos botones, y
la suela de sus zapatos blancos ruidosos marca Chasqui se habían despegado.
“A como están las cosas, procuraré mejor cortar
camino.”, dijo, todavía agitado “Ya le dije, Profesor, ha venido usted
en un mal momento. Los viernes, la avenida La Marina es insoportable.
Además, que la zona es tuguriosa. Conozco un atajo por el Parque de las
Leyendas, así nos evitamos también los policías y vendedores
ambulantes.”
Otto, en cambio, bien arrinconado en la esquina de su
asiento, pensó todo asustado: Oh mein Gott!
Pararon en otra intersección. Sintieron que detrás del
carro, junto a las luces direccionales rojas, alguien se había recostado
poniendo el codo sobre la maletera; parecía como si estuviera descansando. El
chofer del automóvil que se encontraba detrás de ellos, gritó advirtiéndoles de
un peligro: “¡CUIDADO, CUIDADO! ... ¡le están robando el faro!” Pero ya era
tarde, la luz del semáforo había cambiado a verde y Wili tenía que avanzar.
Atrás le seguía ese individuo corriendo agilito con sus zapatillas blancas: en
una mano llevaba una herramienta y en la otra el faro recién desmantelado.
Quería robarles el otro.
Por una calle lateral apareció un patrullero escandaloso
que hacía señas a Wili con luces de discoteca y una sirena que volvía sordo a
cualquiera. La bulla era estruendosa. El policía bajó del vehículo: un hombre
gordo, caminaba lento, abría las piernas como escaldado, todo desganado, como
si su trabajo le aburriera; con una mano rozó apenas su quepis y con la otra
acomodó lentamente el arma que llevaba colgada en su cinturón ancho de cuero
negro. Wili veía por el espejo retrovisor que el hombre con zapatillas se
acercaba cada vez más.
“Jefe, ¡me han robado, me han robado!”, decía
desesperado y señalaba al hombre que estaba corriendo.
“¿Así?, bah... ¿quiere que se lo crea? Sus documentos,
señor”, ordenó el policía. Miró a Otto de reojo que se había encogido como un
molusco en la esquina de su asiento, y pensó: Ajá, qué bueno, es Gringo,
aquí seguro hay plata. “Usted no tiene el faro direccional de luz roja,
¿sabía?”
“Lo sé, jefe, pero me lo acaban de robar, y fue ese
mal nacido que viene corriendo.” Lo señalaba con rabia. El ladrón corría y
corría, como si estuviera compitiendo un maratón. Al parecer al policía no
le interesaba su opinión y Wili tuvo que entregarle de todas maneras su
licencia de conducir y la tarjeta de propiedad.
“Veamos, veamos, hm...”, el obeso policía se tocaba el
mentón “Según el reglamento de revisión técnica usted está obligado a manejar
con todos los faros completos, le voy a poner nomas una papeleta de 250
soles, me entiende.”
“¿Pero, por qué, jefe?... Si yo no hice nada, mire
...”, y le mostraba los cables eléctricos que habían quedado sueltos. “Todo
está fresco, son las pruebas del delito, jefe. ¡Me lo robaron, me lo robaron!” gritaba indignado.
Por el otro lado, por fin apareció el corredor
olímpico con el faro, todo agitado, era tan flaco que ni sudaba; encima que también se manejaba una cara de drácula increíble, hasta se veía como le latían las venas
del cuello.
“Señor, señor, se le ha caído su faro. Yo quería pues
ponérselo y usted arrancó nomas”, dijo el hombre, fingiendo preocupación. Miraba de refilón al policía,
haciéndole una seña escondida con la mano izquierda. “¿Si usted gusta se lo
coloco ahorita?” Probaba todavía las conexiones de los alambres.
“Ya ve, ¿qué cosa cree que él es un ladrón?”, le dijo el policía; y sin que tampoco se dé cuenta Wili, le contestó también al tipo con otra clave
secreta; movía discretamente, por no decir torpemente, sus dedos gruesos que parecían ollucos “¡Ah no, señor! Esto merece un perdón, él quería solo ayudarlo. Más
bien dé gracias a Dios que ha encontrado su faro” Miró al deportista ratero y le dijo: “Ya zambito, colócale nomás su faro al señor.”
Wili ya no sabía qué decir, le habían agarrado frío,
pero como necesitaba de todas maneras el faro, dejó nomas que se lo colocaran.
“Listo, señor, ya está bien armadito su faro, le ha
quedado bien chévere, mejor que antes. ¡Mercedes, Mercedes! un carrazo,
señor, muy buena marca, eh...” y se frotaba las manos “Y ahora, suelte nomas pues ahora los chibilines, son
treintas lucas, señor.”
“¿Cómo que treinta? ¿Estás tú huevón o qué?” dijo Wili. Se sacó la gorra, sus pelos bien engomados con raya en el centro
se le habían como erizado. Tenía que controlarse para no volver a convertirse en el Tigre
de Malasia y agredirlo. “Tú eres un ladrón, conchatumadre, no te daré ni mierda.”
“Señor, señor, guarde calma, por favor”, intercedió la
fuerza del orden. “Mejor es que le pague lo que dice, sino nos vamos a la
comisaría y le pongo doble infracción, que también le está faltando el respeto
a la autoridad.” El policía se acomodó el quepis, tomó aire, infló su tremenda barriga y con una papada de pejesapo que también se le dilataba.
“Sí, sí... Je, je, je”, aseveró el maratonista, riéndose
maquiavélicamente. Fue cuando el policía también lo miró, como diciendo: Y
tú cállate y no te rías, imbécil, que se puede dar también cuenta.
¡Mierda, me la metieron!, fue lo único que pensó el chofer, y le tiró nomas los únicos tres billetes de diez que tenía.
Justo cuando ya estaban por partir, Wili escuchó que
el policía le decía al ladrón: “Ya apúrate Miki y dame los veinte que
hemos acordado”. El policía miró a los costados, estiró su mano gorda, arrugó el dinero y se lo metió rápido al bolsillo “Ven y sube rápido,
mierda, que ahorita me toca el relevo y todavía falta completar tres faros
más.”
Wili, por dentro, estaba que ardía, pero ya no podía
hacer nada, desaparecieron como relámpago. Otto se había quedado sin
habla, atónito por todo lo que había pasado.
“Tenga calma, Profesor, parece que hoy la luna llena
se ha cruzado con Júpiter, tenemos un mal día. Hay que guardar la paz nomás.
Y, por favor, no vaya tener usted ahora una falsa imagen de los limeños,
porque el Perú, ah, eso sí... es bello en costa, sierra y selva, ¿sabía?”
Wili quería olvidar, era optimista, y prendió la
radio, pasaban la Flor de la Canela de Chabuca Granda.
Se emocionó, subió el volumen: “Caray, qué lindo valsecito, ¿no, Profesor?”
“Oh, yah, yah, lindo, lindo”, contestó Otto, tratando también de olvidar, pero no podía: “Todo esto es muy rarrro, desde que llegué, no he parado de dar siemprrre prrropinas,
perrro ahorrra, eso lo del policía y ese ladrrrón... Unglaublich!, Wahnsinn!”, a ratos le salían también unas expresiones en su idioma materno. Se tocó la
frente, tenía dolor de cabeza. Ya llevaban más de una hora en el carro
y todavía no llegaban a su apartamento en San Isidro.
“¿Se siente mal, Profesor? ¿Qué tiene? ... Paciencia,
paciencia, falta nomás el cruce con la avenida Basadre, un par de
cuadritas más y ya, llegamos a la calle Flores. Es bien chévere el
apartamento suyo, ¿no, Profesor?” Por momentos lo envidiaba, pero al verlo como
sudaba, pensó: Ah, carajo, no se me vaya deshidratar ahora el gringo, y le propuso: “Profesor Otto, ¿qué tal si le convido ahora una
gaseosita bien heladita?”
“Oh, yah, yah ... buena idea, grrracias, grrracias, señor”
“Wili, Profesor, ¿ya se olvidó?... Conmigo nada de señor,
si no ya sabe, nos vamos también a la comisaría. Je, je, je”
“Oh, yah, yah, Wili, discúlpame. Es que
tú ya sabes, es la costumbrrre... Ho, ho, ho”, y se rió secamente, muy a la alemana, expulsando el aire como una compresora.
Pararon en la otra esquina. Había un ambulante que vendía canchita, camote frito, emoliente, gaseosas, cervezas, butifarras, empanadas, y todo lo que podía llenar el estomago.

“Le compraremos a él, Profesor, yo lo conozco, es
Pirulo, vende las bebidas heladitas y baratas.”
Bajó rápido la luna y le enseño cinco soles.
“Pirulo, dame una Incacola y dos rubias bien
heladitas”
“Ya, al toque...”, agarró los cinco soles, los miró y
sin moverse de su sitio le dijo: “Pero, oye,
¿crees que he nacido recién hoy?... faltan dos soles”, y torcía la mirada a donde estaba Otto.
“No importa, mañana te pago, Pirulo.”
“¿Mañana?... No, señor, usted me debe todavía cinco de
la otra vez”, el cholo se frotaba la barriga debajo de la camisa; la tenía
inflada como la de los negritos de Uganda, tenía un ombligo grande y
sobresalido.
“Anda pues, Pirulo, no la hagas larga, mañana me pagan
y te daré todo lo que te debo, ¿okay?”
El ambulante no desviaba para nada su mirada donde estaba Otto.
El ambulante no desviaba para nada su mirada donde estaba Otto.
“¿Y el gringo?... ¿no tiene plata?”
Como hablaban tan rápido en jerga, Otto no entendía nada.
¡Puta, verdad! Pirulo tiene razón, pensó el chofer.
“Profesor Otto, tenemos problemas. Ahora que me
acuerdo, todo el dinero que tenía se lo di al ratero y a ese policía, ¿lo
recuerda? Este... ¿usted no cree que tendrá unos solcitos por ahí?”
“Oh, yah, yah, clarrro, clarrro, ¿cuánto es?...”
“Son más que siete blandos, este, perdón, digo solcitos nomas, señor”, se adelantó Pirulo
y calculó rápido el cambio en dólares, pero con yapa: “Five dollar, Mister”,
y le señalaba todavía cinco, abriendo bien una mano.
“Anda, huevón, no le robes al señor, ya. No le haga caso, son más que
tres dólares, Profesor”, le advirtió.
“No imporrrta, tome, tome...”, dijo Otto, y le alcanzó nomas los cinco dolares.
“Thank you, Mister” Y miraba a Wili como
diciendo, aprende huevón, que no es como tú, amarrete chupamedia. Y aprovechándose de la dadivosidad de Otto, le ofreció también: “¿Do you
like empanaditas? Tengo también choritos a la chalaca, con
su limoncito y cebollita, fresh-fresh, recién saliditos del ocean,
Mister.”
“Ya cholo, no seas huachafo, deja de hablarle así en inglés y
dame la gaseosa y las cervecitas de una vez, que estamos apurados.”
“¿Pero y los cinco soles que todavía me debes?”, le
dijo, todavía incrédulo.
“¡Puta, Pirulo, ya no jodas, pues!... Ya te he dicho
que te pagaré mañana.”
“Te daré entonces sólo las cervezas chicas.”
“Ya, ya, carajo, apúrate nomás.”
Recibió las bebidas y partieron. Mientras se dirigían
a la avenida Basadre ya bien racionados, Wili abrió una cerveza.
“¡Qué haces, hombrrre! ¡Tú no puedes tomarrr, estás manejando!”, dijo Otto, muy sorprendido.
“Está heladita, Profesor, como a mí me gusta. ¿Quiere probar?...”, y le mostró todavía la lata; limpiaba el borde metálico con su camisa. “Ya le he dicho, Profesor, estamos en el Perú, un país libre e
independiente. Salud, pues...” El líquido espumoso se le chorreaba por la
boca.
“¿Perrro y los policías? Puede chocar, causar un
accidente, matarrr a alguien.”
“Ay, señor, cuídame de los inocentes. Si los policías
sirven sólo para crear más desorden y robarle a la gente, son unos corruptos de
mierda. ¿O ya se olvidó lo que me hicieron con ese ratero?”
“Oh, sí, sí, yah, yah ...¡Malo, muy
malo!”, exclamó Otto, meneando su cabeza grande y algo desproporcionada con respecto a
sus delgado y menudo cuerpo.
Estaba cansado y, a pesar de que
el carro se movía también como una licuadora por el infernal estado de las
calles, cerró un rato los ojos. Pasaban por todo tipo de baches, huecos, zanjas, montículos de basura,
cadáveres de animales y otros objetos no definidos. En una de esas, ¡Sass!...
sobrepasó por un sifón de desagüe sin tapa. Otto saltó de su asiento como un juguete de resorte, casi se quedó incrustado en el techo.
“¡Auu!... ¡qué fue eso!”, exclamó y se
frotaba la nuca por el golpe. Se masajeaba y masajeaba el
cuello, palpando sus cervicales a ver si todavía se encontraban en su sitio.
“Un sifón sin tapa, Profesor. Ojalá que el hueco no me
haya cagado ahora la caja de cambios”, dijo, y revisó la
marcha del carro, puso segunda, luego primera y bajó la velocidad.
Salió del carro, se agachó, inspeccionó las ruedas,
los muelles, el motor; el aro de la llanta trasera izquierda se había doblado
un poco, y el tubo de descape se había desprendido de su armazón. Lo ajustó con
un alambre. Otto salió del caro, quería también ayudarlo.
“No, Profesor, de ninguna manera, usted siéntese nomas, que para eso me pagan, ahorita termino.” Probaba la presión del aire,
tirando puntapiés a la llanta. “Todo está conforme, no hay problema,
podemos continuar.” Como no había agua, entró al carro y se limpió las manos con un poco de
cerveza. “No hay nada que hacer, Profesor, se nota que es un Mercedes
made in Germany. Je, je, je”, se reía nomas. Habían transitado por una calle llena de sifones de
desagüe sin tapa, siempre los robaban para luego fundir el metal y falsificar
monedas.
Ahora se encontraban en una de las avenidas
principales más largas y transitadas de la gran Lima Metropolitana: la Javier
Prado.

Pararon en una intersección. Afuera había una aglomeración de vendedores ambulantes que caminaban bordeando los carros y gritaban a voz de cuello, vendiendo impacientes sus productos: vídeos, libros, comida, ropa, etcétera; había uno que ofrecía hasta loros y monos enjaulados. Se amotinaban alrededor del Mercedes. Un zambo se pegó a la luna de Otto y le dijo: “Gringo, ¿cómo va la cosa? ¿todavía se te para?... Por si acaso tengo condones Sultan”, le enseñaba la hilera de paquetitos “Hay también yohmbina, Viagra, aceite de culebra, esencia de apio, para que se le ponga palo. Mire, aquí, aquí...” Y le mostraba las pastillas y los aceites en frasquitos de todos los colores. “Tengo también películas porno, son buenazas: con animales, caballos, perros, chivos, zoofilia, hardcore, shemale, carnicería humana, hasta con chibolitas tiernas, quinceañeras, treceañeras, Mister. Aproveche, aproveche...” Era un vendedor sin escrúpulos, desinhibido. Dejó a un lado las cosas que llevaba en la mano y sacó de una bolsa de yute todo el surtido de vídeos. “Ya, pues, llévese tres por uno, agarre, agarre con toda confianza”, pegaba las fotos de las coberturas de las películas en la ventana “ ¡Rico, rico!, para hacerlo también con la gila.” Por la otra ventana una serrana motosa le gritaba también a Otto con una voz de pito que perforaba tímpanos: “¡Aalfajores, guargüeros, guargüeros, guargüeeeeros...! ¡Camote dulce, canchita salada, maní, maní, maníiii...!” Metía la mano entre la rendija de la ventana que había quedado un poco abierta “Aquí tengo también chicharrones, cómprame, cómprame, puis, Papai!”, le lloraba la serrana.

A Wili le invadieron dos vendedores desesperados, se disputaban la venta de toda una librería de libros falsificados: Bryce, Vargas Llosa, García Márquez, Paulo Coelho, las homosexualidades de Bayly; hasta técnicos, enciclopedias, Biblias de todo tamaño, recetas de cocina, guías de calles, manuales para la declaración de impuestos, etcétera.

Pararon en una intersección. Afuera había una aglomeración de vendedores ambulantes que caminaban bordeando los carros y gritaban a voz de cuello, vendiendo impacientes sus productos: vídeos, libros, comida, ropa, etcétera; había uno que ofrecía hasta loros y monos enjaulados. Se amotinaban alrededor del Mercedes. Un zambo se pegó a la luna de Otto y le dijo: “Gringo, ¿cómo va la cosa? ¿todavía se te para?... Por si acaso tengo condones Sultan”, le enseñaba la hilera de paquetitos “Hay también yohmbina, Viagra, aceite de culebra, esencia de apio, para que se le ponga palo. Mire, aquí, aquí...” Y le mostraba las pastillas y los aceites en frasquitos de todos los colores. “Tengo también películas porno, son buenazas: con animales, caballos, perros, chivos, zoofilia, hardcore, shemale, carnicería humana, hasta con chibolitas tiernas, quinceañeras, treceañeras, Mister. Aproveche, aproveche...” Era un vendedor sin escrúpulos, desinhibido. Dejó a un lado las cosas que llevaba en la mano y sacó de una bolsa de yute todo el surtido de vídeos. “Ya, pues, llévese tres por uno, agarre, agarre con toda confianza”, pegaba las fotos de las coberturas de las películas en la ventana “ ¡Rico, rico!, para hacerlo también con la gila.” Por la otra ventana una serrana motosa le gritaba también a Otto con una voz de pito que perforaba tímpanos: “¡Aalfajores, guargüeros, guargüeros, guargüeeeeros...! ¡Camote dulce, canchita salada, maní, maní, maníiii...!” Metía la mano entre la rendija de la ventana que había quedado un poco abierta “Aquí tengo también chicharrones, cómprame, cómprame, puis, Papai!”, le lloraba la serrana.

A Wili le invadieron dos vendedores desesperados, se disputaban la venta de toda una librería de libros falsificados: Bryce, Vargas Llosa, García Márquez, Paulo Coelho, las homosexualidades de Bayly; hasta técnicos, enciclopedias, Biblias de todo tamaño, recetas de cocina, guías de calles, manuales para la declaración de impuestos, etcétera.

Otto se sentía asediado, invadido, no sabía qué hacer, qué decirles. A donde volteaba, no veía más que a vendedores y más vendedores, “Scheisse, Scheisse!... zur Hölle mit dir!, comenzó a insultarlos en alemán.
“Mejor no les diga nada,
Profesor, ni menos en alemán, sino creen que aquí hay plata, porque estos no
creen en nadie”, dijo el chofer.
Al lado del carro que estaba al costado de ellos, había un
cholo que mientras ofrecía sus productos le sacaba también atrevidamente la lengua a la
mujer que se encontraba adentro. Le decía: “Mamacita, cómprame pues algo y te
hago la sopita rico, sí.” El hombre parecía una Iguana, se relamía los labios, achinaba sus ojos.
“Cierre mejor bien su ventana, Profesor. Ignórelos,
ignórelos.”
“Oh, yah, yah... ¡Fuerrra, fuerrra!... ¡Hui,
hui!.¡Hoi hoi!.. ” Otto les gritaba a su manera, muy a la alemana; movía sus manos como si quisiera darles también zarpadas. “¡Hoi,
hoi!… ¡Hui, hui!”

Cuando por fín lograron avanzar como ochocientos metros, dos cuadras antes de llegar a la avenida Basadre, otro embotellamiento de carros y gente. Era una manifestación pacífica (entre comillas) de mineros despedidos a raíz de la nueva ley de estabilidad laboral (ya hacía como veinte años que también los habían despedido) y que reclamaban su trabajo. Algunos se mezclaban también con la procesión de la Virgen del Carmen que estaba pasando en ese momento, para que les diera vitalidad y pudieran seguir luchando contra las injusticias del gobierno y la oligarquía peruana. Caminaban lento, arrastrando los pies, todos vestidos con uniformes con cascos, guantes de minero, botas y mascarilla antigases; algunos llevaban colgados en el pecho unos cartones con frases de protesta escritos con unas fallas ortográficas imperdonables. Mientras pasaban al costado del Mercedes, botaban un incienso con un olor nauseabundo; observaban sobre todo a Otto: “Reza por nosotros, Gringo pecador”, le murmuraban despacito, y botaban a propósito más incienso, casi ni se podía ver por el humo. Uno con cara de Cacique y levantado sus brazos con puños cerrados, subió el tono de su voz y le dijo: “O tuyo será el reino de Satanás”, y todos repetían al unísono: “Sííí, reeezaaa, reeezaaa, gringo pecador”
Otto se sentía indefenso, comenzó a sentir miedo, mucho miedo.
“¿Y ahorrra? ¿qué significa esto?” Cerró la ventana. Por
el incienso de la procesión no podía respirar bien, los ojos le lagrimeaban “¡Nos van hacer algo! ¡Nos van a matarrr!” La gaseosa que había terminado
de tomar le había quedado como un nudo en la garganta.
La bulla era cada vez más fuerte.

“¡Re-zaaa, Gringo, re-zaaa! ¡Re-re-zaaa, re-re-zaaa...!” Gritaban ahora todos en una frecuencia algo más rítmica, y daban manotazos al Mercedes. Las huellas de sus dedos grasosos, cochinos, quedaban todas impregnadas en la carrocería; el vehículo se bamboleaba de un lado a otro.
“¿Perrro qué quierrren que rece, si soy
ateo?”, dijo Otto.
“A la Virgen del Carmen pues,
Profesor... Ja-Ja-Ja” El chofer todo lo tomaba siempre a la broma. “No les haga caso, Profesor, son unos vagos. Quieren
llamar sólo la atención. Hace como veinte años que los despidieron y ahora creen que rezando les caerá el dinero del cielo, los muy conchudos. ¡Qué Virgen ni qué Virgen, carajo! Ya se les ha secado
hasta el cerebro. Ja, ja, ja. Son unos ociosos disfrazados de mineros, la mayoría,
vividores y borrachos.”
“¿Así?... pero mírrrelos cómo andan, ¿por qué
no les ayuda el Estado?”
“¿Cuál Estado, Profesor? Aquí, el único Estado es el
de tu existencia. A ese Pachacutec que tenemos de presidente lo único
que le interesa es su bolsillo y fama, igual que el resto de los políticos. Ya
me dijo un día mi madrecita que en paz descanse...” Se persignó rápido dos
veces, besó su dedo pulgar que tenía como dos centímetros de uña, y tocó luego la estampita
de su Fray Moreno que tenía colgado en el espejo retrovisor, junto también al zapatito de su hijo de cuando tenía un año (hoy, el muy conchudo, ya era un hombre de cincuenta años y vivía encima todavía bien entetado en casa de sus padres; como muchos también de otros limeños.) “Que la mejor
profesión es ser político.”
“Oh, yah, yah... Carrramba, carrramba, malo, muy malo” Ya ni las palabras le salían a Otto, y preguntó: “¿Y es así todos los días?"
“No, Profesor, solamente los viernes, y para mala
suerte cae también fin de mes.”
Otto no dijo nada más. Se recostó
empapado de sudor al lado de la ventana y miraba absorto toda esa procesión de
gente. Afuera todo el mundo le observaba como si él fuera el único culpable de
sus desdichas.
“¡Quierrro salirrr de aquí, porrr favorrr!... No aguanto el humo, el calorrr, todo esto me marrrea.”
“Todavía no, Profesor, aguántese un poquito más, hay
que esperar mejor que pase este circo. No vaya a ser que uno de estos indios
acomplejados le tire una piedra de regalo en la cabeza.”
Felizmente ya habían avanzado un poco más y a
los revoltosos casi ni se les veía. El chofer abrió su segunda lata de
cerveza, se la tomó de un porrazo.
“Qué rico, está heladita la chelita. ¿Y usted, ya terminó su
gaseosa?”, preguntó, también empapado de sudor.
“Sí, ¿porrr qué?”
“Démela que la voy a botar afuera...” Juntó las dos
latas vacías de cerveza con otras seis que tenía por ahí, cáscaras de frutas,
un sándwich de palta pasado, las colillas de cigarrillos del
cenicero, metió todo en una bolsa, hizo un nudo, se sentó encima de ella para
comprimirla, abrió la ventana y la arrojó sin contemplaciones junto a un muladar de basura.
“¡Se ha vuelto loco, rrrecoja todo lo que ha botado!”, Otto simplemente no lo podía creer "¿Parrra qué están entonces los basurrreros?”
“¿Así?... ¿cuáles, Profesor? No veo ninguno, si se los
roban todos. Si los demás lo hacen, ¿cuál es entonces el problema, Profesor? Mire nomas afuera como está todo esto, no
acostumbro a nadar contra la corriente.”
Otto se sintió tremendamente incómodo y hasta con vergüenza por estar junto a un tipo como ese, y pensó: Calma, calma, Otto, creo que éste ya no tiene remedio. Mañana mismo hablaré todo esto
con el señor Wolf.
Pero como con Wili no era la cosa, más bien quería darle ahora
ánimos:
“Cámbieme de cara, pues, Profesor, ya pronto
llegaremos, sí. Je, je, je... Ah, sí, y no vaya a creer que todo es malo en esta linda Lima, tierra de la eterna primavera. Usted mismo también se dará cuenta, je, je, je...”, se reía nomás, enseñándole sus dientes tamaño choclo.
Subió el volumen de la radio.
“Por ejemplo: el clima de esta bella ciudad, la comida, la belleza de su geografía, playas; con su gente sencilla,
no complicada. Seremos desorganizados y dejados, pero unos artistas para
sobrevivir, nadie nos gana. De la nada podemos producir hasta petróleo, de
donde come uno comen cinco, señor. Así como lo escucha, Profesor, la pobreza también
se comparte...”
Otto ya no sabía si creerle o no.
“Por eso que también vivimos felices, alegres, adoramos a
nuestras familias. Mientras más numerosa y llena de hijos, mejor pues. ¡Qué
viva el Perú, carajo! Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz...”,
cantaba orgulloso la sonata de su vals criollo preferido. “Ah, y otra cosa... lo
mejor de todo, son nuestras mujeres, ¿sabía? ¡Qué ricas que son! Imagínese, treinta
años arrejuntados y veinte de casado y todavía le hago el amor rico a mi gorda” Sus ojos como que se
le abrían cada vez más. “Vivo enamorado de ella. ¿Usted qué cree?, este
pechito, a pesar de mis sesenta y cinco, está todavía pito y baila y canta
como el Ruiseñor. Por eso que también me enamoré de mi Lupita.
¡Ayayay! No la cambiaría por nadie. Además, tiene oro en las manos
para la cocina, ¿sabía?” Mientras
conversaba, por lo despistado que era, el carro zigzagueaba por la pista; ya había cruzado también dos semáforos en rojo; por poco atropellaba también
a una viejita invidente que cruzaba cuidadosamente una calle con su palo que más parecía una jabalina.
En ese momento, lo único que quería Otto era llegar por fin sano y salvo al apartamento, ducharse, y dormir si fuera posible hasta
el lunes para estar fresco en su primer día de trabajo.
“Perrro Wili, carrrambas, ya llevamos casi dos horrras y todavía no llegamos.”
“Ya falta poquito, mi Profesor, ¿es usted bien
desesperado, no? Seguro que hoy va a caer como un niño recién nacido en su
cama. Felizmente que tiene sábado y domingo para descansar y arreglar sus cosas,
¿no?” Lo miraba por el espejo retrovisor, como buscando más tertulia “Este,
usted disculpe por la impertinencia... ¿Y su señora esposa cuándo viene?”
“No soy casado, ni tengo esposa”, contestó seco Otto;
no le gustaba que le hablaran sobre ese tema “Yo trrrabajo, trrrabajo
nomás.” Y miró a otro lado, como ignorándolo.
“Qué dice, pues, Profesor, no diga eso, caray. Pero si
las hembritas son el elíxir de la vida...”, le entró la duda y pensó: ¿o
será acaso maricón? “Ya verá que de repente conocerá también a una
limeñita bien salerosa, sazonadita, y no la soltará nunca, ¿verdad?” Prendió un
cigarrillo que apastaba peor que guano “¿Quiere que le dé un
consejo? El trabajo es importante, Profesor, pero no exagere, hay que tomarse también de vez en cuando un wellness para el machito.”
“¿Machito? ¿wellness?... Yo no entiendo.”
No había entenido el doble sentido.
“Claro, pues, Profesor, a meter pinga, pinga, rico sexo”, y
todavía le insinuaba con señas obscenas con la mano.
“Oh, yah, yah, sí... ¿usted dirá Bumsen, no?”,
prefirió decirlo mejor en alemán; su castellano
no daba para tanto.
“Sí, sí, eso mismo, Profesor: Bum-bum-sen, pues” Wili repetía nomas.
“Hmm... perrro no hay tiempo, yo trrrabajo, trrrabajo siemprrre mucho” Y se
rascaba su frente de hombre profesional, trabajador, y responsable de la
dependencia de recurso humano de todo el consorcio multinacional.
“Ah, bueno, eso está muy bien, mis respetos, Profesor.
Caray, el Perú necesita en verdad de hombres así talentosos y empeñosos como usted.
Ojalá pues que tenga también éxito aquí. Pero, mire, una cosita nomás, yo no
quiero menospreciar su trabajo, ni menos desanimarlo, sé que es usted un
magnífico profesional, recién pues llegadito de las Alemanias made in Germany,
profesor enumerado, numérico, ¿o se dice acaso
numerario?, este... bueno, no importa, disculpe mi analfabetismo, de una distinguida Universidad, un doctor
en análisis de los análisis y ultra especializado y con muchas ganas
de aplicar su sapiencia, pero creo que a esta empresa no la salva nadie. ¿Y
sabe por qué?... Porque los que ahí trabajan, son todos una sarta de gallinas y
tramoyistas hasta las cangallas.”
Como Otto era hipertenso y encima con problemas al hígado, el color de su cara comenzó a cambiar en forma intermitente: de rojo a amarillo, de amarillo a verde, y de verde nuevamente a blanco. Mientras lo escuchaba detenidamente, porque, igual, el tema también le interesaba, comenzó a entrarle también las dudas y pensó: Ach du
scheisse!... ¿Si éste, que es un simple chofer se comporta así, cómo será el
resto? "Hmm, interrresante, interrresante... Porrr favorrr, hábleme un poco más
sobre el personal.” Y lo dejó nomas que siguiera
hablando.
“Uy, Profesor, con ellos tiene que tener mucha
paciencia y cuidado. Todos son unas ratas, los más pendejos son los
supervisores, unos hipócritas de primera, chupamedias todos. Ya le contará todo
el señor Wolf, él es buena gente. Ah, pero eso sí, no confíe mucho en lo que le
diga el señor Horn (se trataba del gerente de ventas) Ese, con tal de
no perder sus jugosas comisiones, es capaz de vender su alma al diablo. Usted
disculpe, no es que tenga algo contra los alemanes, pero el señor Horn,
lo único que le interesa es la buena vida y poca vergüenza, se acriolló rápido,
vive como un rey en una mansión en las Casuarinas. Figúrese usted, es el más
tramoyista de todos.”
“¿Así? ¿tan malo es?...”, escuchaba atentamente, y comenzó a escribir unas notas en un
papel.
“Mejor ya no le diré nada más, Profesor. Usted mismo
se dará cuenta. Pero le advierto, su trabajo no va ser fácil. Esta
empresa, es como la inhóspita selva Amazónica: hay que cuidarse de las víboras
y animales salvajes y todos esos parásitos que andan por ahí. Éstos conchasumadres no respetan a
nadie. Y cuidadito nomás con las secretarias, gringo que viene, se lo devoran
vivo. Casi a todas les pica la zorra, pues, este... ¿no sé si usted me entiende? Y de yapa, a que las inviten a los restaurantes más caros de Lima. ¡Tremendas sanguijuelas! ”
“Oh, yah, yah... Zorrra, zorrra.” Otra vocablo nuevo que aprendía, y apuntaba en su papelito. Para conversar con los otros empleados, tenía que enriquecer también rápido su léxico en castellano.
“Pero, por favor, esto que le acabo de contar, que quede mejor entre nosotros nomas, sí...”, le dijo el chofer, despacito, casi murmurando. “Es que usted me cae muy simpático, Profesor Otto, por eso que le confieso también este secretito. Estoy siempre para servirlo, jefecito, je, je, je”
Se encontraban en el último cruce antes de llegar a la
calle Flores, donde estaba el apartamento. Y apareció de pronto una
mancha de mendigos y gente lisiada: mancos, macheteados, minusválidos, enfermos
que se arrastraban por el piso, algunos se hacían los cojos con tubos
incrustados en la rodilla; se acercaban a los carros para pedir dinero,
mostrando orgullosos sus esparadrapos pegados que parecían heridas sangrantes y
gangrenadas. A Otto se le acercó de sorpresa un ciego, movía los ojos raros, en
círculo, como si presintiera todo. Le palpó por sorpresa la cara, contorneaba su cabeza grande con poco pelo y se burlaba de él despacito y hablándole rápido, como para que no entendiera:
“¿Conque cabezoncito y encima peloncito, no?” El
falso mendigo minusválido se divertía
y se aguantaba para no reír; le hablaba todavía en diminutivo: “Dame pues una limosnita
por Diosito, que mire que encima estoy cieguito.” Sus manos sucias, llenas de
verrugas, apestaban a pila de gato.
“¡Aj!... Raus raus, Verfluchter!”, exclamó
con asco, lo empujaba apenas con la punta de los dedos. Y le dio nomas un billete de cinco dólares, con tal de deshacerse
rápido de él.
El hombre cogió el dinero con mala gracia y le dijo
amargo: “¡Qué, nada más! ¡Gringo conchatumadre, hijo de
puta!...” Y en el momento, justo cuando la luz del semáforo cambió a verde, le
escupió un flema verde que calló felizmente en la ventana.
Cruzaron por fin la intersección y llegaron a la calle
Flores, donde estaba el apartamento.
“Listo, Profesor, por fin llegamos”, dijo el chofer y
sacó su gorra empapada de sudor, por poco también no la exprime “Ah, y no se preocupe, si usted gusta, el lunes
paso también por usted a las ocho en punto, precisión alemana, para llevarlo a la
oficina” Bajó del carro para ayudarlo con las maletas. Pero
Otto, como previniéndolo, le dijo solamente:
“Oh, nein, nein, muchas grrracias, vaya mejorrr nomás que yo me encarrrgo del resto, y tómese también el lunes librrre."
“Oh, nein, nein, muchas grrracias, vaya mejorrr nomás que yo me encarrrgo del resto, y tómese también el lunes librrre."
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